LAS PULQUERÍAS EN EL MÉXICO INDEPENDIENTE
En los primeros años del México independiente se ordenó que las pulquerías se trasladasen a las afueras de la ciudad, con lo que se perdió aún más el control sobre ellas.
Al inicio de la vida independiente, las autoridades intentaron reducir el número de pulquerías en la capital del nuevo país con el argumento de que en ellas había una propensión a la criminalidad, la prostitución y al fomento de la avaricia de los vendedores (pues de la embriaguez derivaban pleitos, homicidios, adulterios y hasta incesto), “causando el desorden, males de consecuencia incalculables”. Pero lo que realmente incomodaba a la élite capitalina era que se estaba generando en el interior de esos lugares una cultura peculiar, donde un grosero fandango se dejaba escuchar todo el día y “sus obscenas canciones y más torpes dichos, sus baladronadas, etc., tienen desazonado a todo el vecindario, porque se ataca de ese modo su quietud, moderación”, como expresaba El Sol, un diario de la época.
En otras palabras, dicho espacio era un peligro para la ideología dominante, pues en una época de gran efervescencia política y social, los centros de reunión atraían las sospechas de las autoridades, y con cierta razón, puesto que en el interior de las pulquerías se reunían todo tipo de trabajadores y empleados de gobierno.
Durante la sucesión de gobiernos republicanos, desde conservadores a liberales, de Santa Anna a Benito Juárez, a las pulquerías se les toleró con cierta reticencia o incluso repugnancia. Para 1854 se ordenó que las capitalinas se trasladasen del centro a la periferia, como se había intentado en la época virreinal, con tal de excluir los desórdenes en el espacio público de la esfera de poder, permitiendo que se instalasen en accesorias en los barrios populares de las afueras de Ciudad de México. Sin embargo, con esta medida se perdió el control tanto judicial como sanitario de ellas, volviéndose lugares de reunión, gozo y pleito del pueblo bajo.
No obstante, al mediar el siglo hay una fuerte transición en el aspecto de las pulquerías. Se ha considerado que en la década de 1860 y luego con el triunfo del liberalismo republicano se impulsa una serie de mejoras en las condiciones de los lugares de consumo de alimentos, incluyendo el de las bebidas, lo cual es evidente cuando Manuel Payno menciona una normativa vigente en 1864, en donde se hacía eco de las prevenciones de la época colonial: cuidar que el pulque se vendiera puro; el aseo interior y exterior de los locales; el establecimiento del horario de las seis de la mañana a las siete de la noche; la prohibición de comida, baile, música y juegos; la obligación del dependiente de avisar a la autoridad en caso de desorden y de tener las puertas siempre abiertas (lo que supone que ya se estaban estableciendo las pulquerías al interior de locales en la ciudad); y la indicación de que los compradores no deberían permanecer más tiempo del necesario para consumir el líquido, lo que evidentemente no se cumplía, pues incluso se sacaban a la calle los vasos y brindaban hasta el grado de embriagarse, generando riñas y armando graves escándalos.
Durante el siglo XIX, el negocio del pulque consiguió gran preponderancia, debido al crecimiento de la ciudad, a la construcción del ferrocarril y a la especialización de las haciendas pulqueras. Solo para dar unas cifras que muestren el crecimiento aritmético de los expendios en la capital: en 1825 había 80 pulquerías, en el 31 ya eran 250; para 1864 sumaban 513, y al año siguiente eran ya 817 locales. Esto demuestra que era un negocio muy redituable, a pesar de las campañas contra ellas.
El consumo de la bebida se había extendido a otros sectores sociales que ya no eran propiamente indígenas ni campesinos, pues el aumento exponencial de las remesas de pulque estaba aparejado con la demanda del líquido por parte de diversos trabajadores como cargadores, aguadores, zapateros, carpinteros, carroceros, sirvientes domésticos y, principalmente, artesanos de diversos oficios, pero también burócratas y soldados. Esto se observa en las magníficas descripciones de pulquerías que realizaron tanto Guillermo Prieto como Manuel Payno, quienes, a pesar de sus prejuicios de clase, dibujaron un cuadro donde los sectores populares y la clase “decente” interactuaban en esos recintos, haciendo de ese espacio un lugar de convivencia atrayente y admirable, bebiendo el licor que ya ostentaba el carácter de nacional.
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