Me parece que la tarea de etiquetar a enemigos o rivales es algo frecuente en
todos los países del mundo. Pareciera que nos dividimos en héroes y traidores.
Los matices no existen; tampoco las explicaciones. Hay héroes que nunca se
propusieron serlo y villanos que siempre fueron consecuentes con sus ideas
políticas: Stalin y Hitler, opuestos por completo. Acabo de leer un largo
artículo donde, luego de relatar minuciosamente la vida personal de Rosario
Robles en tanto activista marxista, se preguntan si es o no una traidora.
Imagino que la respuesta podrá variar según quien la conteste: si es Peña Nieto
afirmará que es una patriota, que lo fundamental para ella es eliminar la
pobreza y que por su experiencia en este campo la contrató como secretaria de
Estado. Pero si es René Bejarano quien responde, no será complicado saber la
reacción. Su dramático cambio, ella lo justificó con simpleza: Peña Nieto fue el
único que me apoyó cuando mis compañeros me hundían en el fango.
Traición
es un término riesgoso y muy gastado. Si traición es dejar el PRD para ocupar un
sitio primordial en el nuevo gobierno, al que sus críticos más tenaces
consideran herencia de Carlos Salinas, ¿cómo podríamos llamarles a esos cientos
de priistas que luego de obtener enormes beneficios y agotar las posibilidades
de ascenso en el PRI se pasaron al PRD? Con tal lógica, Cuauhtémoc Cárdenas,
Porfirio Muñoz Ledo, Andrés Manuel López Obrador y Arturo Núñez, por citar un
puñado, son traidores. Pero si matizamos adecuadamente, podemos
absolverlos.
Los libros sobre la Revolución Mexicana están llenos de
maniqueísmo y vituperios para los traidores: aquellos que perdieron o se
cambiaron de bando en un momento poco adecuado. Por décadas hemos escuchado que
Miguel Miramón era un traidor, como tal aparece en los recetarios de historia.
Muchos investigadores serios, José Fuentes Mares entre ellos, lo ven como
alguien que pensaba distinto de los liberales encabezados por Benito
Juárez.
Supongo que la gente cambia, modifica sus opiniones y pasa de una
postura política a otra no por razones mezquinas, sino exactamente porque se
vieron a sí mismos como gente equivocada e intentaron modificar la situación.
Para Hitler, el célebre mariscal Erwin Rommel fue un traidor, luego de que un
grupo de militares intentara asesinarlo. Para las sucesivas generaciones quedó
como salvador, un patriota que quiso salvar a Alemania de la caída total. En
esos mismos años, el mariscal Petain, héroe de la Primera Guerra Mundial, cruzó
la delgada línea que separa lo heroico de la traición. Francia lo recuerda más
como el presidente de un país ocupado, como un colaboracionista, que como uno de
los militares que triunfaron sobre los alemanes en 1918. Los laureles
desaparecieron y le quedó la etiqueta de traidor, cuando era un hombre de
sincero nacionalismo.
El desaparecido Partido Comunista en México fue una
cuna para que jóvenes y osados políticos se formaran y ya con algún renombre de
luchadores sociales se incorporaran a las filas del PRI, para “hacer la
revolución desde adentro”, como precisaba una consigna humorística de la época.
No recuerdo a ninguno de esos muchachos que con el correr del tiempo se hicieron
altos funcionarios ricos fuera llamado traidor. En el peor de los casos, habían
cambiado de trinchera.
En el México de hoy no existen ideologías, a lo
sumo principios que apenas notamos. Los políticos se cambian de partido como si
fueran equipos de futbol: van a donde mejor les pagan. Eso es algo humano y
hasta justificable. Ahora, asimismo, están los que suponen que uno debe
permanecer leal a una causa. Pero ¿y si las ideas sufren desgaste? Dudo que
podamos decirle traidora a una persona que haya sido comunista y ahora trabaje
con entusiasmo por el sistema capitalista.
Hace algunos años, Valentín
Campa, a quien no se le puede decir que cambió de ideología, pidió a través de
la revista Proceso que Diego Rivera fuera expulsado post mortem del Partido
Comunista por haberlo traicionado (es posible que se haya referido a sus
simpatías del muralista por León Trotsky, hace años que no pensaba en esa
demencial historia). En el reportaje completo aparecía Diego, pistola en mano,
diciendo que sí, que era un traidor, pero a su privilegiada clase social al irse
al comunismo. Sin duda se trató de una broma del genial artista, pero deja claro
que es fácil acusar o calumniar a alguien con la temible palabra traición. Si
hubo mexicanos de completa pasión por el comunismo fueron Siqueiros y
precisamente Diego.
Luego de escuchar en boca de mis colegas
universitarios mil veces la palabra traición referida a Rosario Robles, el tema
me produce total pereza. Por lo pronto no hay ninguna otra persona salida de la
verdadera izquierda que disfrute de tan elevada cuota de poder real. Si todo es
una “trampa” de Carlos Salinas, no me importa. Infinidad de profesores
universitarios, me machacan: Peña Nieto es el títere de Televisa, y Televisa y
Peña Nieto son movidos por Salinas. No lo creo, pero tampoco sirve de algo
investigarlo. Me da lo mismo. No importa que me acusen de traidor o me
consideren leal al marxismo al que ingresé en la juventud en un país de
políticos cínicos y de intelectuales de escasos escrúpulos con tal de
triunfar.
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