A 500 años de la muerte de Moctezuma, sus parientes lejanos buscan a alguien que les escuche
Federico Acosta y María Fernanda Olivera, decimocuarta generación de la realeza azteca, renuncian al dinero de su linaje. Solo quieren que les hagan caso
Una voz de mujer contesta el interfono. "¿Quién es?" Hola, vengo a ver al señor Federico Acosta. "Ah, sí, usted es... Sí, sí, pase". La puerta se abre y aparece entonces la fachada de una casa antigua pero señorial, una línea de pasto, plantas de hojas mojadas. Llueve.
"Pase, el señor Federico le espera", dice la mujer del interfono, ahora en persona. Hay un recibidor y una moqueta y pasillos oscuros y luego, detrás de una puerta, una salita para tomar té o café. "Ahora llega el señor", dice la mujer.
Pasan dos minutos y aparece, vestido de traje, el señor Federico Acosta. Se presenta y empieza a hablar. Dice que el terremoto se sintió bastante pero que allí, en el paseo del Pedregal, en el oeste de la Ciudad de México, no se nota tanto. El suelo es de lava, dice, macizo, no hueco. Por eso. Se refiere al terremoto del 19 de septiembre, el más intenso en México desde 1985. Un buen puñado de edificios y casas colapsaron. Hubo muertos. "Yo dije, 'no, no: se cayó el resto de México, fácil".
Federico Acosta recibió a EL PAÍS en su domicilio a principios de octubre. Justo hacía un año que él y otros 230 primos, hermanos, tíos, y un largo etcétera de familiares se habían reunido en un rancho en el Ajusco, en las afueras de la capital. La primera reunión masiva en años de los Moctezuma. O de una parte de los Moctezuma, descendientes del último gran tlatoani de los aztecas, el último emperador. El que recibió a Hernán Cortés, el que murió misteriosamente después de que le hicieran preso. El principio del fin.
Y toda la gente que se reunió, ¿de qué rama del árbol genealógico es?
De los Sierras. Todos los Sierras. Éramos 230, y aún faltaban. Yo francamente no conocía a todos. Estábamos ubicados, pero no nos conocíamos todos. ¿Café?
Federico Acosta es un hombre mediano, magro, de mirada intensa y algo desconfiada. Aquel día, en su casa, recordó la reunión familiar y dijo que fue el principio de algo importante. Nada concreto, pero algo.
Mucha gente en México sabe que Moctezuma Xocoyotzin procreó intensamente. La mayoría de los cálculos le adjudican 19 vástagos, lo cual, entonces y ahora, resulta extraordinario. Los aztecas pensaban que la línea sucesoria era cosa de las mujeres, una especie de seguro sanguíneo. El historiador cubano Alejandro González Acosta, experto en parte de la heráldica de la realeza azteca lo resume de esta manera: "Hijo de hija mi nieto es, hijo de mi hijo quién sabe. Los judíos también lo hacían así".
González Acosta, investigador del Instituto de Investigaciones Bibliográficas de la UNAM, ha estudiado al detalle el árbol genealógico de la hija mayor de Moctezuma, bautizada Isabel tras la conquista. Es un erudito de las ramas reales, la línea sucesoria. Si hoy, a 500 años de la caída de Moctezuma y sus breves sucesores, Cuitláhuac y Cuauhtémoc, si hoy, vaya, alguien reclamara el trono de la gran Tenochtitlan, debería ser algún primo de Federico Acosta. Quizá era alguno de los que fueron a aquella reunión en el Ajusco.
La historia de la conquista de Tenochtitlan y los meses posteriores configuran un enorme enredo de crónicas, historias, dimes y diretes. A grandes rasgos, Hernán Cortés tomó bajo su protección a Isabel de Moctezuma. La casó con uno de sus soldados, Alonso de Grado, pero este murió poco después. Luego, dice González Acosta, Cortés "la violó o cometió estupro: por la fuerza, o por engaño". Pocos meses más tarde la volvió a casar, de nuevo con uno de sus hombres. Pero primero tuvo a la hija de Cortés, Leonor, a quién esta desconoció. Con su nuevo marido, Pedro de Andrada, tuvo a su primer hijo legítimo. Poco después murió Pedro y se casó con otro soldado, Juan Cano, con quien tuvo cinco hijos más.
González Acosta explica que Cortés, arrepentido de su acto, cabildeó para que el rey de España, Carlos V, obsequiara tierras y títulos a su ahijada. Y así fue. El monarca le concedió el señorío de Tacuba, terreno que comprende el centro histórico de la actual Ciudad de México, el Zócalo, la Catedral, el Palacio Nacional, y se extiende por decenas de kilómetros.
Por casi cuatro siglos, esa concesión implicaba el pago de una renta, primero por parte de la Corona, y luego por los sucesivos Gobiernos de México. El terreno era de Isabel, sus hijos, sus nietos... Resulta difícil imaginar a los descendientes de Moctezuma echando a la curia de la catedral, o construyendo un club de campo en el Zócalo. Mejor que eso, los Gobiernos pagaban. Y así fue hasta finales de 1933. De hecho, fue un 27 de diciembre de hace 84 años, cuando la Secretaría de Hacienda mexicana, en manos del presidente Abelardo Rodríguez, decidió que no pagaría un peso más a ningún descendiente de Moctezuma.
Y así hasta ahora.
Diez metros de árbol genealógico
Y usted, ¿conoce a los Cano?
No
El otro día conocí a uno de ellos, Federico Acosta. Y le preguntaba, 'usted, ¿qué pretende?' Y él decía, 'no, pues que nos reconozcan'.
Pues es lo lógico, ¿no? Que nos reconozca el Gobierno
Pero, ¿que reconozcan qué?
En una república con casi dos siglos de historia, los reclamos nobiliarios suenan un poco a extravagancia. Pese al optimismo de los quejosos.
La señora María de los Ángeles Fernanda Olivera, de 75 años, recibió a este diario pocos días después de que lo hiciera su pariente lejano, el señor Acosta. Olivera viene del lado de los Andrada, del primer hijo legítimo de Isabel Acosta de los hijos de Juan Cano.
Hace años que la pensión de Moctezuma, la famosa renta, dejó de ser un tema polémico en México. El abuelo de la señora Olivera fue de los últimos que la cobró. Su padre promovió incluso un amparo ante la Suprema Corte de Justicia para que el Gobierno la reestableciera. Pero sin éxito. Otros lo han intentado desde entonces con el mismo resultado.
No es una cuestión de dinero, explica la señora Olivera. "Lo bonito es que te reconozcan de dónde vienes, que tengas un lugar en la historia. Y ahora hace falta una persona así como Moctezuma, que ponga orden en el país porque está esto hecho un desastre".
María de los Ángeles Fernanda Olivera vive en un adosado en Tlalnepantla, una zona habitacional a las afueras de la capital. El día de la visita, echó mano de un taburete para alzarse, y tomar un enorme rollo de papel que yacía sobre el trinchador. Luego liberó la mesa de la sala y desplegó el rollo de papel, que alcanzó una longitud cercana a los diez metros.
"Esto lo hice yo", dice, "el árbol genealógico de la familia". Y allí aparecían casi 500 años de nombres y ramas, su orgullo heráldico. Al rato, su marido, Arturo, apareció por la puerta. Saludó y subió por las escaleras.
Y para usted, ¿qué sería lo ideal? Dice: 'que nos tengan en cuenta', pero, ¿cómo?
Pues mira, pensándolo bien, me gustaría un cargo en el Gobierno, pero no les conviene mi presencia, yo soy muy rígida. O sea, no pienso que el Gobierno tenga la obligación de darnos un cargo. A mí lo que me gustaría es que nos tuvieran en cuenta, nuestro origen, una de las familias más antiguas que hay en México.
Mexicanos de primera
Federico Acosta va un poco más allá que la señora Olivera. Aunque lleva años barruntando el asunto, aquella reunión de octubre de 2016 le abrió los ojos: "A ver, aquí hay algo que hay que matizar. Se dice que nosotros buscamos cobrar la pensión. Es falso. Nosotros no demandamos nada. Pero sí nos interesaría como familia ser escuchados, porque somos mexicanos de primera clase. Yo creo que deberíamos de tener voz y voto".
¿Sobre qué?
Sobre cuestiones sociales, cuestiones inherentes a lo que le hubiera gustado a nuestra familia antiguamente. Ser oídos para tomar ciertas decisiones.
La solución, admite al final el señor Acosta, quizá sea armar una fundación y empezar a trabajar desde ahí.
¿Ustedes se han acercado al Gobierno para llegar a algún acuerdo?
Bueno, mi abuelo era amigo de los presidentes. Yo conocí a Luis Echeverría. Un día me dijo, '¿qué pasó con su abuelo?'. Me dijo, 'mi primer trabajo en el PRI fue convencer a tu abuelo de que nos rentara la casa aquella de San Cosme, para lanzar la campaña de Manuel Ávila Camacho. Y accedió'.
Antes de despedirse, como si hubiera olvidado lo que acababa de decir, el señor Acosta lamentó que "el pueblo le es invisible a la autoridad. Para el Gobierno no ha existido. Por eso podríamos tener voz y voto, para que sean escuchados". Afuera seguía lloviendo.
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