Libro en PDF 10 MITOS identidad mexicana (PROFECIA POSCOVID)

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martes, 24 de noviembre de 2020

LOS CATÓLICOS Y EL PORFIRIATO Por René Capistrán Garza [Un Cristero Sincero]

 LOS CATÓLICOS Y EL PORFIRIATO Por René Capistrán Garza [Un Cristero Sincero]

«En México vivimos antes de la Revolución una etapa histórica que para muchos —superficiales o ilusos— fue la realización plena de esa fecunda y saludable armonía: la etapa, cómoda y seductora, del porfirismo. Sin embargo, entre el porfirismo y el catolicismo no hubo jamas armonía verdadera, como nunca puede existir verdadera armonía entre términos básicamente contradictorios. Hubo, eso si, una mixtificación, una parodia, una falsa armonía que en el fondo no fue otra cosa que la agradecida sumisión del Clero —necesitado de tranquilidad y de reposo— a un poder publico fuerte, que materialmente lo protegía pero que moralmente lo negaba.
El Clero abatido, despojado y casi deshecho después de la Reforma —culminación histórica de muchos errores políticos de los católicos, y del propio Clero— busco refugio y paz, y un mínimo de benevolencia y garantías para el ejercicio del culto, y para el fomento y desarrollo de la vida espiritual, encontrando todo ello en el sosiego y en el calculo del régimen porfirista; pero olvidándose, en la natural seducción de aquel apetecible descanso, de que si bien es licito protegerse hasta en la propia casa del enemigo, no lo es aplaudirle sus yerros por mal entendida prudencia, ni menos adherirse —siquiera aparentemente— a una conducta social, moral y política, que se deriva de una doctrina censurable y anticristiana.
Ya se hace necesario —la Historia nos delinque— apuntar con sangre las cosas sangrientas. La era porfirista, empenachada de esbeltas aristocracias a la francesa, de necios peluquines y de robustas peluconas, se distinguió, mas que en todo eso, en la pretendida, aplaudida y alabada “armonía con el Clero”. Armonía que aun en la actualidad causa vértigos de placer y mareos de satisfacción a los supervivientes de la catástrofe liberal, que eran buenos y arrogantes mozos el año del centenario.
Hace apenas unas cuentas semanas, cierto ilustre canónigo mexicano nos describía con atisbo de añoranza y un vago y nostálgico suspiro, el cuadro, para muchos arrobador, del patriarca Don Porfirio con un benemérito prelado de comensal. Este cuadro en si mismo inocente, en si mismo admirable si se quiere, tenia en el revés otra pintura a la que no se refirió Su Señoria el canónigo: la de una pueblo expoliado por la injusticia, por la crueldad de los jefes políticos, por la testarudez de los caciques, por el avorazamiento de los latifundistas, por la opresión del pobre, por los salarios del hambre-, por las tiendas de raya, y por otros ricos y sazonados frutos de la estación. Y lo mas grave del caso era esto: que aquel pueblo victima; que aquel pueblo empobrecido —a pesar de la leyenda posterior del cuerno de la abundancia— ; que aquel pueblo inhumanamente vapuleado, alzaba a la vista con odio al Cesar, viéndolo, al otro lado de la dolorosa pintura, en regocijada “armonía” —arriesgándome un poco a escandalizar la llamare contubernio— con los altos personajes eclesiásticos que, confundiendo la red con el redil, a pesar suyo, se habían liberalizado, desvirtuando así la vocación cristiana y el sentido apostólico del mando recibido.
Y el pueblo, embrutecido por el alcohol, por el analfabetismo, por el látigo del “orden” y por el estomago ahorcado, creyó con equivocada pero con aparente lógica, que los miembros de aquella bucólica armonía eran, a la par, sus azotes y sus verdugos, y que destruirlos era destruir su Bastilla. Lo objetivo, lo visible, no era la doctrina católica intacta, sino la relación externa de sus representantes con el paternal dictador. Pero si la doctrina no era lo objetivo, en cambio sus profesantes llegaron a convertirse, gracias a la famosa armonía, en parte muy principal del objetivo.
Hemos hablado de un cuadro con dos pinturas, una al frente y otra detrás. Dos pinturas diversas en contenido, pero en el mismo continente. Dos pinturas nuestras, mexicanas.
Los ciudadanos en general hemos venido formando dos bandos que podríamos llamar visuales. Uno, el de los neo-conservadores, los reaccionarios, los porfiristas liberales y los porfiristas católicos, que se solazan en la contemplación inenarrable de la pintura del canónigo. Otro, el de los izquierdistas revolucionarios, los radicales de facción, los todavía “adelitas” de Emiliano Zapata y de Francisco Villa, que solo ven el otro lado del cuadro. El éxito seria lo que nunca hacemos: abarcarlo todo en una visión de conjunto que permitiera un juicio integral. Así comprendiéramos la Historia. Y así, sobre todo, nos acercaríamos al remedio.
El porfirismo y el pueblos sostuvieron un dialogo sangriento. Es imposible darse cuenta exacta del dialogo escuchado solamente a uno de los interlocutores. La Historia siempre es un dialogo. Por eso para comprenderla no hay que ser solo un buen lector. Hay que tener muy limpias de pasiones las meninges, empezando por tener limpisimas de pasiones las orejas. Comprender la Revolución, sus complicaciones sociales, sus complejos de rencor al Clero, es una sencilla cuestión de orejas que escuchen bien el dialogo de la Historia. De agudas, alerta y ágiles orejas. Y entonces empezaremos, poco a poco, a despejar el campo.
El régimen de don Porfirio Díaz fue un régimen liberal, y, por consiguiente, anticristiano. El cuadro que trazamos antes nos lo dice.
En aquellos días de amarrada paz aristocrática, vivíamos apenas una religión litúrgica. Una religión de relaciones sociales, sin gran sentido y mucho menos gran practica de la justicia y de la caridad, cuando la justicia y caridad eran ya urgidas —haciéndose eco de las grandes voces del Evangelio— , por los Soberanos Pontífices; y cuando en Francia, en Bélgica, en Holanda, en Italia, en España y en Alemania, surgían esplendidas legiones de buenos operarios de la sociología católica.
Aquí al margen de algunos congresos sociales bien orientados pero tímidos en la acción y teorizantes en las ideas, discurríamos en una especie de modus vivendi, donde los problemas de la Iglesia mexicana frente a la política del Estado se arreglaban en una cena de los señores prelados con Don Porfirio, o con cualquiera de sus ciento y pico de representantes en las refinadas satrapias lugareñas. Y donde esos problemas se circunscribían, de ordinario, al toque de las campanas, al bordado de una casulla, a una demanda pía de doña Carmelita, o a la libertad del sacristán de San Fernando. El pueblo estaba solo; por un lado, escuchando el espeluznante chasquido del latigo, y por otro, oyendo el consejo de conformidad en boca del sacerdote, amigo del alcalde y contertulio del gobernador.
Ese fue el régimen porfirista liberal contra el que se hizo la Revolución. El pueblo se alzo en masa —unos con las armas, otros con las opiniones y las voluntades— y aplasto aquel estado de cosas en nombre de la justicia social, del hambre y de la infinita angustia de México. Y el pueblo no fue quien tuvo precisamente la culpa de que, en el momento de caer su fuerza demoledora sobre el “trono presidencial”, estuviese allí, haciendo no se que, el Clero, rodeando al paternal tirano, y casi gimiendo de dolor por su caída. Ese clero que debía haber estado siempre con el redil, y que debió haber censurado al régimen anticristiano como lo hacia en el Viejo Mundo, conforme a las normas clarisimas de Roma.
El contingente revolucionario, impulsado por la ira, por la pasión de la venganza y por su fatal primitivismo, se cegó en tal forma que dio puñetazos a la Cruz. Afortunadamente a una cruz donde no pendía Cristo. Quizás por eso mismo no respeto el madero…
La Revolución Mexicana no se hizo ni contra la Iglesia ni contra el catolicismo, que viven en la entraña del pueblo. Acaso se hizo, implícitamente, en nombre de la Iglesia y del catolicismo, que son justicia, caridad y buen gobierno. Si en su carrera tuvo tropiezos y caídas, no hay que culpar tanto al que tropieza y cae, sino a quienes no supieron darle la mano a tiempo.
Y triunfo la Revolución. El gobierno de Madero fue legitimo. Ni jurídica ni teologicamente podría demostrarse nunca lo contrario. Pero los liberales, profundamente resentidos, mantuvieron su clamoreo contra la Revolución. Eso, bien visto, era cosa muy natural: la burguesía individualista había perdido sus prebendas. Lo que no era natural fue la postura de los católicos, que a pesar de sus anterior acomodamiento con el porfirismo anticristiano gozaron, durante el abreviado mandato de Madero, de una libertad política que nunca habían disfrutado antes. Fue entonces cuando se organizo el Partido Católico Nacional que obtuvo, en las Camaras, regular numero de sitiales y llevo al gobierno, en varios Estado, a hombres de sus filas.
No obstante eso —y aquí viene lo que no era natural— los católicos, porfirizados con raras excepciones, se convirtieron en los mas vergonzosos ropavejeros de la época. Salieron sin importarles mucho la amistad que les brindaba el libertador, del brazo de los viejos cofrades liberales y les compraron los chalecos de fantasía, las corbatas de plastron, los sorbetes, las levitas y los bastones ideológicos. Se ataviaron con ellos, traicionaron su propia libertad, se trabaron en batallas verbalistas contra el régimen, fomentaron imprudentemente la veleidad de las masas que empezaban a añorar el aparato cortesano del porfirismo, y contra todas las normas jurídicas y contra todas las normas morales aplaudieron el cuartelazo de Huerta y el asesinato del legitimo jefe de Estado, escudándose en la legalidad prendida con alfileres del interinato —cuarenta y cinco minutos entre bayonetas— del licenciado Lascurain. Como epilogo de este cuento que es historia lazo ato la Iglesia mexicana al carro de la injusta rebelión: un Te Deum en la Catedral fue el testamento político de los católicos liberalizados.
El Te Deum no se canto por la caída de Madero: mucho menos se canto por su asesinato. Se canto en acción de gracias por “el restablecimiento de la paz”. Y así fue en efecto; solo que el pueblo no entiende esos distingos y en cambio contempla la continuidad de los hechos, y al ver a los católicos aplaudir en la calle y rezar en la iglesia, era difícil analizar químicamente la naturaleza de ambos actos. Mas tarde tendrían que enfrentarse a las trágicas consecuencias políticas de estos trágicos errores políticos.
La actitud mas anticlerical que antirreligiosa de la Revolución Mexicana provino de causas políticas contingentes, no de causas doctrinales básicas y permanentes. Esa actitud estaba, por lo tanto, destinada a desaparecer, y, gradualmente lo demuestran los hechos, va desapareciendo.
Ese “gradualmente"abarca muchos años de expiación por parte de los católicos. Grande fue el pecado, grande tenia que ser la penitencia. No en balde se atan y se anudan los intereses divinos a las mezquinas causas políticas.
Lo antirreligioso de la Revolución fue obra inconsciente e indirecta, de los católicos. Y lo mas triste es esto: que los revolucionarios, al aceptar principios cristianos entre los que enarbolan como estandarte del movimiento, lo hicieron por su propia cuenta y a su propio riesgo. Los católicos, en cambio, hemos sido siempre muy expertos en dejarnos arrebatar banderas. Y, no pocas veces, muy soberbios en no querer admitirlo y reconocerlo. A esta soberbia se debe, en parte, la oposición resuelta del núcleo de los católicos selectos a aceptar los postulados de la Revolución como cosa propia. Soberbia que al provocar de rebote la irritación revolucionaria, ha sido causa fértil de tremendas desdichas nacionales.
El increíble enigma, la inexplicable confusion en que caímos, en términos generales, los católicos contemporáneos de la Revolución, consistió en que desayunamos con don Porfirio y comimos con Huerta. La Revolución, entonces, nos negó la merienda. Y como además tuvimos la humorada de pelear con Madero, simulándole amistad, hubimos de acostarnos —larga noche de insomnio y malestar— en la hamaca incomoda de una reacción inútil, estéril y bravucona. Nuestra digestión desde entonces fue un continuo negar. Nos volvimos ideólogos. Nos hicimos oposicionistas por naturaleza cayendo, no en una actitud, sino en un vicio.»
Foto: Porfirio Díaz visita la tumba de Benito Juárez.
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René Capistrán Garza fue uno de los fundadores de la Liga Nacional Defensora de la Libertad Religiosa, fue dirigente y una de las figuras mas prominentes del Movimiento Cristero en el país. Fundo la revista Atisbos de corte anticomunista, participó en la fundación del Partido Nacional Anticomunista, apoyo abiertamente al MURO y al Frente Universitario Anticomunista
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