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viernes, 15 de enero de 2021

De China a Las Esperanzas

 De China a Las Esperanzas

El siguiente es un fragmento de la novela histórica “Sangre Roja, Lágrimas Saladas: La discriminación china en México”, escrita por S. A. Castro, en 2015, donde se narran las peripecias de un joven inmigrante chino contratado en los primeros años del siglo XX, para trabajar en las minas carboníferas de Las Esperanzas:
“Cuando llegamos a Salina Cruz, después del recorrido marítimo a través del Océano Pacifico, nos recibió en el puerto un agente de la Mexican Coal and Coke Company dándonos un papel con el itinerario que seguiríamos hasta llegar a Las Esperanzas, Coahuila.
En Salina Cruz abordamos el tren; a mi me dieron un boleto que decía: Destino: Las Esperanzas. Trasbordé a varios ferrocarriles: Ferrocarril Nacional de Tehuantepec, Ferrocarril Veracruz al Istmo conocido como Veracruz al Pacífico y el Ferrocarril Mexicano que me llevó a la Ciudad de México.
La empresa había pagado mi boleto para ir en los coches de Tercera Clase, con asientos de madera, aunque, a decir verdad, nunca había viajado en tal comodidad.
En el tramo de Córdoba a la capital mexicana, de pronto el tren se detuvo y el boletero pasó gritando: "¡Esperanza!, ¡Esperanza! ¡Bajan pasajeros con boleto a Esperanza! ¡Los que siguen su camino tienen media hora para comer!"
En ese momento creí que los de la empresa carbonífera se habían equivocado en mi itinerario y ya no era necesario seguir en las vías férreas rumbo al norte de México, porque ya había llegado a mi destino.
Saqué el papel de mi bolsa, me levanté para ir a donde estaba el boletero y se lo mostré, señalando al mismo tiempo el gran letrero de la estación ESPERANZA.
“¡Amarillo y bruto!” -me dijo el boletero al ver el papel, mientras yo continuaba haciendo ademanes y señalándole el letrero en la pared de la estación, frustrado por mi desconocimiento del idioma español.
“¡Aquí es Esperanza y tú vas a Las Esperanzas!”, “¡Anda, ve y siéntate!” – me dijo el boletero encolerizado, empujándome para que subiera de nuevo al coche.
Al subir al coche y sentarme en mi asiento, el boletero, más calmado, me dijo:
- “¡No son el mismo pueblo, se parece el nombre, pero no es lo mismo tener una esperanza que tener muchas. Y, de todos modos, ¿Acaso tú crees que no puede haber dos pueblos que se llamen igual? ¡Nomás eso faltaba! Si pa’l norte hay uno que se llama China. ¡Imagínate!
Me apresuré a comprar algo de comida. La última vez que había comido había sido en el barco. Mis tripas ya daban un concierto penoso sin parar. La comida valía un peso. Fue el primer peso que salió de mi bolsillo en México.
Abordé luego el Ferrocarril Central Mexicano rumbo a Torreón; fueron treinta y cinco horas de viaje.
Durante el trayecto había mexicanos que me veían con semblante hosco, había, por el contrario, otros que con señas cordiales me pedían tocar mi trenza y deslizaban su mano contando las cuartas que medía de largo y entre risas, los demás, comparaban mi trenzado con el de una mujer de al lado. Se reían al extremo de sonar el piso con los pies. Yo sonreía, sin entender lo que decían de mi y de mi trenza. Algunos de esos mexicanos compartieron conmigo gorditas de maíz y tragos de mezcal.
Desgraciadamente al transbordar en Torreón al Ferrocarril Internacional Mexicano, que iba a Piedras Negras, mis nuevos amigos siguieron otro destino.
Ya había aprendido palabras en español: uno, dos, tres, trenza, tren, lunes, martes, mina, comida, Las Esperanzas, etc.
Por fin llegué a la estación que me habían señalado: Barroterán, era media noche y allí había que esperar el amanecer.
Debería venir un agente de la empresa carbonífera por nosotros, éramos varios. Después de muchos días de viaje en el mar y en el ferrocarril, parecía que acababa de concluir un largo paseo a través de la cola de un dragón, un sinuoso y tortuoso traslado desde China y puntos intermedios.
Muy temprano abordamos el Ferrocarril Carbonífero Conquista. El representante de las minas de carbón que nos acompañaba desde Torreón nos dijo que Las Esperanzas estaba ya “a un tiro de piedra”. El viento caliente y seco golpeaba en mi rostro; para mí, era como un abrazo de bienvenida a estas tierras.
El silbato de la locomotora se escuchó, mientras el boletero gritaba: “¡Las Esperanzas!”, “¡Las Esperanzas!”, “¡Bajan pasajeros a Las Esperanzas!”.
Tomando mis escasas pertenencias, bajé del coche y me uní al grupo que fue descendiendo del tren y encabezados por el representante de la Mexican Coal and Coke Company, comenzamos a caminar rumbo al poblado.
Al caminar, cada paso que daba representaba un avance producto de la voluntad de seguir adelante, en busca de una mejor vida.
El nombre de la población sonaba a un buen augurio: "Las Esperanzas.”

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