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Naturaleza, la pintora más grande del mundo·Ver original·Calificar esta traducción
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El embalsamamiento de Maximiliano.
Maximiliano, el trágico. Su cuerpo fue recogido a las siete de la mañana con cinco minutos del 19 de junio de 1867. Lo envolvieron en una sábana y lo depositaron en un ataúd corriente. Nadie había reparado hasta entonces en su estatura: sólo hasta que intentaron meterlo en el féretro se descubrió que el emperador era demasiado alto, que sus pies no cabían.
Esa misma mañana los restos fueron enviados al convento de Capuchinas de la ciudad de Querétaro. El coronel Palacios señaló el cadáver y dijo: “He aquí la obra de Francia”. Maximiliano tenía cinco impactos de bala en el pecho y el abdomen. Tenía también un tiro de gracia en el corazón. Se lo había dado, de modo magistral según el periodista Ángel Pola, el futuro esbirro de Victoriano Huerta, apenas un sargento segundo entonces, Aureliano Blanquet. Al caer, Maximiliano se golpeó la frente contra el suelo. Su embalsamador, el doctor Vicente Licea, cubrió la herida con barniz.
Durante los siete días que demandó el embalsamamiento, varias personas de sociedad acudieron a Capuchinas para poner en manos del médico albeantes pañuelos que deseaban humedecer en la sangre del archiduque. La princesa Salm Salm, que se había arrodillado ante Juárez para suplicar por la vida del príncipe, visitó al presidente una noche y le dijo que el médico que había embalsamado el cadáver acababa de presentarse en su casa, con un paquete bajo el brazo, para proponerle la venta de los vestidos que el emperador portaba el día de su fusilamiento.
A saber: una banda de seda empapada de sangre, un pantalón negro con los agujeros de las balas que atravesaron el vientre, una camiseta blanca con los tiros que perforaron el pecho, un par de calcetines, una corbata, pelo de la barba y la cabeza, la sábana (lavada) que había envuelto el cadáver, la bala de plomo que desgarró el corazón y una mascarilla de yeso que el propio Licea había mandado a hacer.
El médico le dijo a la princesa que entre los aristócratas de Querétaro “habría podido realizar aquellos objetos en 30 mil pesos”, aunque ahora se conformaría con entregarlos por sólo 15 mil. La princesa contestó: “Conozco a alguna persona que daría probablemente ese precio. Creo conveniente que haga usted una lista de los objetos para poder mostrar el papel”. Licea hizo la lista y la firmó. Con ésa selló también su fatalidad.
Benito Juárez se indignó ante el “vil tráfico” que el médico deseaba hacer con los despojos imperiales y aconsejó a la princesa interponer una demanda en los tribunales. Agnes Salm Salm obedeció. Licea fue detenido y pasó dos años en prisión. El tribunal ordenó que las prendas fueran entregadas a la princesa (era la única persona que las había reclamado), pero ésta había huido del país antes de que se dictara el fallo.
Según un documento que el investigador Ramón del Llano Ibáñez dio a conocer en el libro Miradas de los últimos días de Maximiliano de Habsburgo en la afamada y levítica ciudad de Querétaro durante el sitio de las fuerzas del Imperio en el año de 1867 (Miguel Ángel Porrúa, 2009), el tribunal absolvió a Licea, arguyendo que éste sólo había recogido unas ropas abandonadas y no había cometido crimen alguno: para el juez, después de momificar el cadáver sin recibir ningún pago por sus servicios, Licea se había visto en la necesidad de ofrecer las prendas “por una compasión demasiado mal comprendida hacia aquel andrajo de carne humana que pudo alguna vez llamarse emperador de México”.
¿A dónde habrán ido a parar esas reliquias?
En el tortuoso camino a la capital, el carro que trasladaba los restos del emperador volcó en un arroyo. El embalsamamiento practicado por Licea era tan imperfecto que la momia, además de mojada, llegó a la ciudad de México un poco negra, convertida en un soberano desastre.
El gobierno de Juárez supuso que la Casa Imperial de Austria iba a reclamar el cuerpo, y que éste “tendría que hacer dilatado camino atravesando mares”. Así que ordenó un nuevo embalsamamiento —que ejecutaron los médicos Agustín Andrade, Rafael Ramiro Montaño y Felipe Buenrostro.
La operación fue practicada en la pequeña iglesia del hospital de San Andrés. Ese hospital, fundado en 1779 durante una de las peores epidemias de viruela que hubo en la Nueva España, se hallaba en el mismo terreno en donde hoy se alza el espléndido Museo Nacional de Arte (Tacuba 8). Los religiosos de San Andrés recibieron la orden de desalojar los ornamentos de la iglesia —“el Santísimo, los vasos sagrados y demás paramentos”— en cuanto el cadáver fuera recibido. El pequeño templo quedó convertido en un salón de operaciones quirúrgicas.
El cronista José María Marroqui cuenta que los doctores Andrade, Montaño y Buenrostro, a fin de que los líquidos que aún contenía el cuerpo escurriesen bien, determinaron suspenderlo, “y así lo tuvieron por unos días”. De acuerdo con un testigo, en los primeros días de octubre de 1867 se avisó a Benito Juárez que el embalsamamiento se había consumado. Esa misma noche, en punto de las 12, un carruaje negro se detuvo frente al portón de madera del templo. Acompañado por su ministro Sebastián Lerdo de Tejada, Juárez se presentaba “de incógnito”: al penetrar en el pequeño templo se descubrió la cabeza y enlazó las manos tras la espalda; observó detenidamente a Maximiliano, “sin que le notara dolor ni gozo”, y luego midió el cadáver con la mano derecha.
—Era alto este hombre, pero no tenía buen cuerpo; tenía las piernas muy largas y desproporcionadas —dijo.
Un instante después, agregó:
—No tenía talento, porque aunque la frente parece espaciosa, es por la calvicie.
El cadáver de Maximiliano salió de México en la fragata de guerra Novara: la misma que años antes había traído a nuestras playas al emperador.
Marroqui ofrece un relato extraordinario de lo que vino después. Desde que el templo de San Andrés volvió a abrirse al culto se llenó de personajes adictos al Segundo Imperio. “Daban a sus reuniones un aire tumultuario y significativo” —escribe Marroqui—; formaban grupos en la puerta y salpicaban sus conversaciones “con palabras que intencionalmente lastimaban a los transeúntes, cuando eran de ideas distintas”. En esos grupos se afirmaba que habían colgado a Maximiliano para vilipendiarlo, “y pues que no les había sido posible colgarle en vida, lo hicieron después de muerto”. El templo empezó a ser conocido como la Capilla del Mártir. El gobernador Juan José Baz estaba al tanto de aquellas reuniones, aunque sólo se dedicaba a observar.
El 18 de junio de 1868, al cumplirse el primer aniversario del fusilamiento en el Cerro de las Campanas de Miguel Miramón, Tomás Mejía y Maximiliano de Habsburgo, los nostálgicos del imperio celebraron una misa en San Andrés. El jesuita Mario Cavalieri dirigió un sermón que se excedió, cuenta Marroqui, no en elogios a los difuntos, sino en acriminaciones al gobierno juarista. Los asistentes a la misa abandonaron el templo “entre sollozos y lágrimas, vomitando improperios”.
Baz impuso al presidente Juárez de los acontecimientos. Al enterarse del contenido del sermón y de la reacción del público, don Benito se acercó al gobernador y le preguntó en voz baja:
—¿No conoce usted a un señor Baz que puede tirar esa capilla?
Baz contestó:
—Sí le conozco, yo se lo diré, y él la tirará.
La noche del 28 del mismo mes la iglesia de San Andrés fue quemada. Marroqui, a quien el mismo gobernador confió la versión (“Puedo responder de la verdad de todo lo referido… me consta por la íntima amistad que me unió con el Sr. Baz”, escribió), sostiene que el funcionario irrumpió en el templo acompañado de un grupo de albañiles, mandó hacer un corte circular en la base de cúpula, metió cuñas de madera empapadas en aguarrás y les prendió fuego. “Todas ardieron a un tiempo, y a un tiempo cedieron todas, desplomándose con gran estrépito”, escribió el cronista.
Pocas veces se puede fechar el nacimiento de una calle con tanta exactitud. A las seis de la mañana del 29 de junio de 1868 el templo de San Andrés se había ido para siempre y en la ciudad se abría el espacio de su calle más reciente. La bautizaron con el nombre de “un héroe egregio”, Felipe Santiago Xicoténcatl, teniente del Batallón de San Blas que en 1847 defendió Chapultepec, y cayó en la falda de dicho cerro.
En 1931, en una casona levantada en el número 9 de esa calle, comenzó a sesionar la Cámara de Senadores que permaneció ahí durante 80 años.
La ciudad nos cuenta historias que a veces no somos capaces de escuchar. En la calle Xicoténcatl, un espacio que media entre el antiguo Senado y el Museo Nacional de Arte, se levanta, desde hace casi medio siglo, una estatua dedicada a Sebastián Lerdo de Tejada: es el recuerdo de la noche de 1868 en que un carruaje se detuvo, y el destino de un templo se decidió.
Fuente:
Revista Nexos
. Septiembre 1 de 2015. Héctor de Mauleón.Imágenes: 1.- Fotografía de Francois Aubert que nos muestra el cadaver embalsamado de Maximiliano en Querétaro, junio de 1867. 2.- El Hospital de San Andrés fue demolido en 1904. En su lugar se construyó el Palacio de Comunicaciones. FOTOGRAFÍA ANÓNIMA, HOSPITAL DE SAN ANDRÉS, CA. 1900-1904. INV. 124350, SINAFO, SECRETARÍA DE CULTURA - INAH. 3.- Levita que vestía Maximiliano al ser ejecutado. Françoise Aubert. Junio 1867). 4.- Camisa que vestía Maximiliano al ser fusilado. Françoise Aubert. Junio 1867). 5.- Ropa ensangrentada que se quitó al cadaver de Maximiliano. (
Françoise
Aubert. Junio 1867). 6.- y 7.- Recibos comprobatorios que desde la muerte y hasta la entrega de los restos de Maximiliano, el Gobierno de México erogó los gastos para su conservación. Botas, ropa, cajas, médicos, etc. (1867).
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