Un libro reciente revisita uno de los episodios nacionales más manipulados por el actual presidente de México. La investigación histórica de Will Fowler desmonta por completo ese relato maniqueo de liberales buenos y puros vs. conservadores villanos y corruptos. Nada más valioso que este tipo de ejercicio historiográfico.

Primitivo Miranda. Soldados de la Reforma en una venta, 1858, óleo sobre tela, 58.5 x 73 cm, Museo Nacional de las Intervenciones. Dominio público

Pese a la relevancia histórica de la Guerra de Tres años o de Reforma (1857-1861), hasta hace poco no  existía un libro específicamente dedicado a relatarla y explicarla. Esto hizo necesaria la publicación de La Guerra de Tres Años 1857-1861. El conflicto del que nació el Estado laico mexicano (Crítica, 2020), de Will Fowler (Barcelona, 1966).

El autor busca narrar los eventos que desataron la que fue, en sus palabras, “una de las guerras más amargas y crueles que ha sufrido México; un conflicto cuya importancia histórica no puede exagerarse, en el que la fragmentación social llevó a que se enfrentaran por lo menos dos visiones radicalmente opuestas de lo que era y debía ser el país, y que cambió las relaciones entre el Estados y la Iglesia para siempre”.

Ariel Ruiz: ¿Por qué publicar hoy un libro acerca de la que usted llama “una de las guerras civiles más sangrientas y devastadoras del siglo XIX mexicano”?

Will Fowler: La razón es que, cuando tuve la necesidad de consultar un libro que me narrara qué sucedió en la Guerra de Tres Años, me di cuenta de que ese libro no existía. Si yo hubiera querido saber qué pasó en la Guerra Civil de Estados Unidos, mi problema hubiera sido qué libro escoger, así sea simplemente a modo de introducción, una síntesis de ese conflicto que me dijera por qué empezó, cuáles fueron las batallas principales, quiénes fueron los protagonistas, por qué lucharon y, al final, cómo terminó la guerra y por qué.

El único libro sobre el tema era el de Alfonso Trueba: es muy tendencioso, de un señor conservador, de sólo cuarenta y tantas páginas, y es más bien casi un manifiesto contra Juárez.

AR: El primer capítulo está precisamente dedicado a esa reflexión historiográfica. ¿Cómo se explica que, tratándose de una referencia inevitable en la historia mexicana, existiera ese hueco?

WF: Hay varias razones. La más obvia es que es mucho más llevadero leer sobre los mexicanos patriotas que lucharon contra los invasores franceses que leer un libro que explica cómo la familia mexicana se destrozó en una guerra atroz.

Además, la Guerra de Tres Años fue sucedida por la guerra de Intervención francesa. Entonces también se entiende que haya habido una propensión a verla como el preludio a este otro conflicto, y como lo que sucedió en él fue, de cierta manera, el elemento nacional, quizá se le diera más importancia porque finalmente triunfó y se dio la restauración liberal. En ese sentido quizá se le haya restado importancia a la Guerra de Tres Años.

También está el hecho de que la Guerra de Tres Años nos muestra un periodo muy trágico, una situación en la que no era posible el consenso y el diálogo para resolver los problemas que tenían los mexicanos.

¿Qué debe suceder para que personas que una semana antes habían ido a comprar al mismo mercado —aunque hayan tenido desacuerdos sobre si unos apoyaban la Constitución de 1857 y otros consideraban que dicha carta magna atacaba su religión— hayan llegado a matarse? Esa pregunta me impactó.

Esto no entra fácilmente en la narrativa de una historia oficial que empieza después de la Intervención francesa, ese relato patriótico que busca ver una lógica en los eventos que llevan necesariamente a la Reforma, a un México liberal y, después, a un México posrevolucionario en el que hay mexicanos buenos y malos. Dedicarse a mirar la Guerra de Tres Años con un intento de entenderla de una manera objetiva, sabiendo que la objetividad es imposible pero intentándolo, no es fácil si la narrativa predominante es la de liberales buenos y conservadores malos.

AR: Podría decirse, tal vez, que en sus orígenes el conflicto fue entre los liberales puros y los moderados. En el centro del conflicto está, por supuesto, la Constitución, pero también las leyes de Reforma; entre los puros había muchas objeciones porque eran, por así decirlo, leyes tibias y conciliadoras, que hacían concesiones a la Iglesia, algo que, según lo que usted aclara, ésta nunca entendió. ¿Cómo influyó el conflicto intestino, entre liberales, en el desencadenamiento posterior de la guerra?

WF: Fue un conflicto salvaje y trágico dentro de la familia liberal. Tenemos a liberales que creían en lo mismo: que los legados coloniales impedían la modernidad, como los fueros eclesiásticos y militares, y que se tenían que separar la Iglesia y el Estado. Todos los liberales estaban de acuerdo en eso; además de que eran constitucionalistas y republicanos, la mayoría federalistas. Pero los moderados temían —puesto que entendían que las costumbres y las tradiciones del país son profundamente católicas— que, aunque reformar la relación entre Iglesia y Estado no se tratara de atacar la religión, esto no fuera visto de esa manera por gran parte de la población, especialmente cuando la Iglesia decía que era una agresión.

Además, había militares conservadores que estaban armando unas revueltas tremendas (llegaron a ocupar Puebla y Querétaro), y eso era una amenaza muy seria a cualquier intento de gobernar después de la revolución de Ayutla.

Entonces la postura moderada fue la de reformar pero poco a poco, porque existía el temor de que si se quería cambiar todo de la noche al día se podía provocar una contrarrevolución que destrozaría los logros que habían conseguido. […] Aunque la Ley Juárez, por ejemplo, era moderada, se les acusó de que estaban terminando las cosas [porque se le percibía como demasiado radical]; no era así, pero inicialmente buscaron corregir. Y tampoco la Ley Lerdo es la nacionalización de la propiedad de la Iglesia.

La Iglesia ya no vio cómo podía haber consenso porque para ella eso era atacar su perspectiva e interferir con algo que es sagrado. Ante esto era imposible llegar a ninguna negociación.

Curiosamente, hay un paralelo con Abraham Lincoln en el sentido de que en un principio él no era abolicionista: no quería imponer la abolición de la esclavitud en el sur, lo que deseaba era que, al haber ocupado nuevos estados que antes pertenecían a México, la esclavitud no se extendiera en las nuevas zonas, con la esperanza de que, poco a poco, en los estados del sur la gente se diera cuenta de que era algo malo y, finalmente, abandonara la esclavitud. Era una posición moderada, pero una vez que entró en la dinámica de la guerra radicalizó su postura.

Es muy semejante el contexto mexicano en el sentido de que, una vez que estalló la guerra, los moderados se radicalizaron y expidieron las Leyes de Reforma del verano de 1859. Entonces Santos Degollado fue a Veracruz a reclamar, y en ese momento de la guerra finalmente Juárez acabó aceptando que había que nacionalizar las propiedades de la Iglesia.

AR: Entonces los liberales publicaron el manifiesto con el proyecto liberal muy claro, mientras que Miguel Miramón se tardó unos días en responder y no quedó definido el programa conservador. Usted incluso comenta que los eclesiásticos fueron los que respondieron a los liberales. ¿Esa claridad en el proyecto pesó en la victoria de los liberales?

WF: En el terreno de las ideas, sí. El proyecto político conservador, como tal, era variado y con diferentes posturas, pero no tuvo, al menos en ese momento, la coherencia que sí tuvo el programa liberal. Lo reconoció el mismo Miramón, quien no sabía de política, era un militar.

AR: En el libro, Degollado relata que Miramón le dice: “van a triunfar”.

WF: Las ideas liberales ganarían al final, exacto, y lo reconoció él mismo. Lo que pasa es que creía que al Ejército no se le debía atacar como se estaba haciendo. Además, desde su perspectiva (era totalmente religioso y devoto) también veía afinidades entre la religión católica y la identidad mexicana. Finalmente, fue un hombre que luchó contra Estados Unidos, los odiaba, y al ver cómo Juárez y los liberales estaban a punto de ofrecerles lo imposible, pues tenemos que la suya era una lucha contra algo más que a favor de algo.

Hubo diferentes figuras dentro de los conservadores: Tomás Mejía representaba un conservadurismo popular, religioso, devoto, que tenía mucho que ver con preservar las costumbres y una manera de ser, pero eso no necesariamente era un proyecto político.

En cierta manera eran todos liberales, pero había unos más tradicionalistas que otros, y evolucionaron. Por ejemplo, el conservadurismo tradicional de Lucas Alamán es parte de una idea pragmática de que hay que tener en cuenta el estado de educación de la población, hay que ser realistas: estaba muy bien la idea del sufragio universal masculino, pero si la gente no tenía preparación y educación para ello, no funcionaría, por lo que se tenía que limitar el sufragio a gente que tuviera educación e intereses (propiedad).

Había asimismo una evolución basada en los fracasos constitucionales de las primeras décadas nacionales, que llevó a que acabaran por apoyar la dictadura de Santa Anna de 1853-1855. Aunque el manifiesto de Alamán fue buscar controlar a Santa Anna, no querían una dictadura sino, más bien, la idea de una dictadura ilustrada; lo que ocurrió es que Alamán se murió enseguida y allí Santa Anna perdió.

Dentro de esa familia conservadora estaban los monarquistas, que tuvieron el mismo trayecto de desesperación al ver que las constituciones y el republicanismo habían fracasado y que consideraban que las tradiciones mexicanas eran monárquicas. No podía ser un príncipe mexicano, porque con Agustín de Iturbide esa idea fracasó: no se podía inventar una dinastía de la nada. Había también un elemento práctico, al decir “tenemos que vincularnos con una familia real europea; vamos a tener capital y ejércitos europeos que nos protejan de las ambiciones expansionistas de Estados Unidos”.

En todo caso, no había un proyecto político conservador claro en la guerra, lo que explica también las peleas entre los generales conservadores.

AR: ¿Podría afirmarse que esta guerra simboliza una lucha entre tradición y modernidad?

WF: No lo fue. Uno puede empezar mirándola desde una visión panorámica a través del siglo, y si se observa así se pueden ver tendencias: hay una tensión entre tradición y modernidad. Ya lo decía Edmundo O’Gorman en México, el trauma de su historia, en el que hablaba de que finalmente lo que querían conservadores y liberales era lo mismo: la prosperidad de Estados Unidos. Pero no querían renunciar a su manera de ser como mexicanos, y eso implica la defensa de la religión, de ciertas costumbres y tradiciones.

Eso es cierto: en la Reforma hubo tensión para ciertos liberales que querían cambiar algunas tradiciones para poder conseguir la modernidad y el progreso. Pero a la hora de la realidad, cuando uno ve quiénes luchaban y por qué, ellos no pensaban en tradición y modernidad, sino en sobrevivir. Si llegaban fuerzas militares conservadoras a un pueblo, tal vez sus pobladores no eran conservadores ni liberales pero las apoyaban para que no los mataran […].

Al investigar los archivos regionales del interior de la República encontré cartas que muestran que una vez empezada la violencia no tenía a menudo nada que ver con la guerra o con las grandes ideas, sino que podía venir de un pueblo que tenía pleitos con otro pueblo vecino desde hace mucho tiempo. Hay una nota de un pueblo que, al ver que llegaban los blusas (fuerzas liberales de Nuevo León), les dijeron que los del pueblo vecino eran conservadores para que fueran y los mataran, pero quién sabe si de verdad lo eran.

Mucha de la violencia se debe a que cuando una guerra civil estalla ya no es una lucha bipolar, clara, entre unos y otros; quizá sí a nivel de los dirigentes, pero los que combatían, y más con la leva, luchaban por sobrevivir. Por eso fue una guerra tan salvaje.

AR: ¿Cuál era la experiencia local? ¿Cómo eran esos conflictos locales? ¿Qué clase de trabajos sobre esos conflictos te gustaría ver en el futuro?

WF: Me gustaría que el libro fuera el principio de una serie de estudios que se hagan sobre este periodo porque, si se pueden escribir 50 mil libros sobre la guerra civil de Estados Unidos, podemos tener 50 mil sobre la de aquí.

Se puede ver que en varias regiones hubo conflictos locales entre diferentes líderes; por ejemplo, en Querétaro fue entre Tomás Mejía y José María Arteaga. Y mientras que había una guerra a nivel nacional entre liberales y conservadores, a nivel local había un pleito entre esos dos hombres y lo que ellos representaban para los que son de Querétaro y de la Sierra Gorda.

En Puebla fue el conflicto de Miguel Cástulo Alatriste contra ciertas figuras poblanas, en Oaxaca los hermanos Cobos contra otros personajes liberales, etcétera. Fueron muchas guerras diferentes que tuvieron lugar dentro de una guerra general.

AR: Está también el caso de Santiago Vidaurri, un caso de conflicto liberal.

WF: Exacto. Vidaurri fue un personaje fascinante porque además fue un federalista radical, al que a veces le importaba más Nuevo León que el liberalismo o el conservadurismo, lo que quizá explique por qué al final acabó por apoyar al Imperio. Pero es un error —y es lo que intento decir en el libro— intentar ver la Guerra de Tres Años desde la perspectiva de la Intervención francesa, porque el hecho de que Vidaurri haya hecho lo que hizo en esta última no quita que en la primera fuera un personaje crucial para la causa liberal. En el primer año de guerra, si no hubiera sido por el Ejército del Norte, es muy posible que los conservadores hubieran arrasado.

AR: En ese primer año fue clave Juan Zuazua.

WF: Zuazua y el ejército que Vidaurri había armado, los blusas, que eran una fuerza muy eficaz. Fueron ellos los que pararon a Miramón cuando tomó Zacatecas y luego San Luis Potosí en el verano de 1858.

AR: Como se puede ver en el libro, quienes comenzaron la crueldad en grande, los fusilamientos, fueron los liberales encabezados por Zuazua, pero la matanza de Tacubaya tuvo más resonancia, se volvió escándalo internacional (recuerda usted el texto de Francisco Zarco al respecto). ¿Llegaron a dominar propagandísticamente los primeros?

WF: Las atrocidades las cometían todos: en la toma de Guadalajara, por ejemplo, Degollado estaba desesperado por detener a los liberales que mataban gente de un lado para otro, y con la crueldad de un personaje como Antonio Rojas, un sanguinario de cuidado.

Pero la matanza de Tacubaya fue en las afueras de la Ciudad de México y murieron extranjeros, además de que hubo un panfleto muy bien escrito por Francisco Zarco y que tuvo un impacto tremendo, por eso tuvo una resonancia que no tuvieron otros conflictos. Fue fascinante la repercusión que tuvo.

Años después Leonardo Márquez se excusó y dijo que aquello no le gustó (no le creo por lo siniestro que era) y que estuvo muy disgustado porque le dijeran que tenía que matar a la gente, cuando antes había estado quemando pueblos. Es también significativo que Miramón sintiera la necesidad, antes de ser ejecutado, de escribirle al hermano de Agustín Jáuregui, uno de los asesinados en aquella ocasión.

Pero el documento que, para mí, finalmente demostró que aquello fue terrible fue el que encontré en la Foreign Office, de Charles Otway, el ministro británico que tuvo problemas con Miramón aunque, finalmente, se decantó más por los conservadores. Fue él quien narró cómo el día después de la matanza, el 12 de abril, entró en Palacio Nacional preocupado porque quizá había un británico entre quienes iban a ser ejecutados, y él fue para representarlo. Encontró el Palacio Nacional en caos, según dice en la carta que escribió a la Foreign Office: había gente desesperada por saber qué había pasado con su familia, y notó que había una sensación de pánico entre las autoridades, que el problema se les había ido de las manos y no querían que de ningún modo Otway fuera al lugar donde estaban los cadáveres.

Esa carta para mí es la muestra de que allí pasó algo grave, realmente nefasto, y que de ello fueron conscientes los perpetradores de esas atrocidades.

Pero hay que volver a lo mismo: eso estaba sucediendo en todas partes.

AR: Esa es la crueldad de la guerra, pero el libro recupera otras facetas, desde las cartas sobre la guerra y el amor entre Conchita Lombardo y Miramón, cómo se hicieron amigos los integrantes de la Familia Enferma (Juárez, Ocampo y otros más cuando se fueron a Panamá), los festejos que se hacían cuando ganaba uno u otro bando, e incluso la aparición del fenómeno de la aurora boreal y las diversas interpretaciones que le dio la gente. ¿Podría decirse que estos aspectos cotidianos son la contracara de la guerra?

WF: Es lo increíble de los conflictos: a veces, aunque sí tenemos una guerra total, aun así hay momentos en que evidentemente en un poblado no está sucediendo nada, aunque estén matando gente a dos valles de él. Pero la experiencia de la guerra inevitablemente es variada y va a haber momentos en que incluso dentro de ella habrá gente que disfrute porque se beneficia.

A modo de ejemplo: yo estaba en Barcelona cuando estallaron las protestas por la sentencia del proceso catalán. Uno podía estar en la ciudad, donde estaban las barricadas y la gente estaba peleando, o podía estar a sólo dos kilómetros en un pueblo junto a la playa, y allí estar tomando el aperitivo en la playa, como si no pasara nada. Esa experiencia me hizo recordar y recapacitar que, en los años de la guerra, en la Ciudad de México se inauguró la ópera de Paniagua en 1859 y allí se podía estar disfrutando de la música.

AR: Cuando le avisaron de la victoria final contra Miramón, Juárez estaba en la ópera en Veracruz, por dar otro ejemplo.

WF: Sí, es que la vida sigue.

AR: La historia de México no se puede entender sin Estados Unidos, y en este conflicto no podía ser de otra forma. Por supuesto, está el Tratado McLane-Ocampo, en el que el gobierno liberal de México cedió derechos comerciales al país vecino a cambio de financiamiento. ¿Podría decirse que Estados Unidos realmente cargó la balanza hacia un lado?

WF: Yo digo que sí. Y hay que resaltar el cinismo de Estados Unidos; o hay que matizar: el cinismo del gobierno de James Buchanan, porque finalmente el Congreso de Estados Unidos, el Senado, votó en contra del Tratado McLane-Ocampo.

Pero alguien como Buchanan, que había estado con James Polk durante la guerra de intervención estadounidense, tenía la visión de querer apropiarse de Baja California y de los estados del norte, y quería acceso transoceánico a través de Tehuantepec por el descubrimiento del oro en California. Si al principio reconoció al gobierno tacubayista fue de una manera cínica, ya que pensaba que, como este iba a estar desesperado por la guerra, estaría dispuesto a venderle lo que él quisiera a cambio de que lo apoyara con armas, dinero y demás.

Pero el gobierno conservador se negó en abril de 1858, y a partir de allí Estados Unidos claramente apoyó a los liberales: reconoció en 1859 al gobierno de Juárez. De nuevo se sorprendieron de que Ocampo tampoco estuviera dispuesto a ceder aquellos territorios enseguida. Allí el mérito de Ocampo y de Juárez fue decir que no vendían nada, aunque, por otro lado, el Tratado McLane-Ocampo era muy problemático por razones obvias.

Pero era una situación terrible para el gobierno juarista: la desesperación de que necesitaba armas y dinero, y que era Estados Unidos el que les iba a proveer, pero a sabiendas de las ambiciones norteamericanas.

Por parte de los conservadores, figuras como Miramón odiaban a Estados Unidos porque a fin de cuentas luchó contra ellos. Entonces necesitaban encontrar otro aliado, y por eso se entiende el Tratado Mon-Almonte, que también era nefasto, en el que se ofrecía hasta lo absurdo a España, pero fue porque necesitaban asegurarse de que no ganaran los liberales al lado de los norteamericanos.

Sobre la intervención en Antón Lizardo: es muy difícil saber si, en caso de que Estados Unidos no hubiera intervenido, el ataque naval conservador hubiera terminado la guerra. Eran dos barcos y un ataque por dos lados, con la esperanza de que hubiera conservadores dentro del puerto de Veracruz que, ante esa disyuntiva, se volvieran contra Juárez. Lo que ocurrió es que para Miramón allí se terminaron las posibilidades de ganar la guerra.

Lo tremendo es que el Congreso de Estados Unidos estaba furibundo porque Buchanan hubiera autorizado esa acción.

AR: En Antón Lizardo estaban muy cerca las potencias europeas. ¿Cómo fue la vinculación con Europa?

WF: Toda guerra civil tiene una dimensión internacional, desde quién vende armas hasta cómo reaccionan los países vecinos, como las potencias, y si se quieren aprovechar de la miseria.

En el caso de México el problema es que, como después vino la Intervención francesa, la tendencia es creer que desde 1858 las potencias extranjeras pensaban lo mismo, pero no es así. El gobierno británico no quería intervenir: su obsesión era que le pagaran la deuda. Pero evidentemente los hechos de Tacubaya afectan a la Foreign Office. Hay una carta preciosa de un diplomático que dice que se sienten manchados por los actos horribles que allí se cometieron porque eran amigos de quienes habían cometido esas atrocidades. Eso repercutió en ellos y fue el principio del fin del apoyo que tuvieron los conservadores.

En Francia, Napoleón III sí que tenía ya ambiciones imperialistas, pero estaba demasiado preocupado por lo que estaba ocurriendo en Italia: en 1859 Francia estaba metida en lo que será el resurgimiento de la guerra de independencia italiana.

Además, todas las potencias europeas estaban muy conscientes de Estados Unidos: no iban a meterse si defendía al gobierno juarista. No querían una guerra con ellos (la guerra de Intervención francesa fue precisamente cuando Estados Unidos estaba en su propia guerra civil).

España estaba en una época en la que volvió una doctrina imperialista de rescatar su presencia en las Américas. En 1861 recuperarían Santo Domingo, que volvió a ser parte de la Corona española durante buena parte de esa década, e intentarían, además, conquistar las Islas Chincha, frente a Perú, Bolivia y Chile (creo que fue la única vez que estos países se unieron contra España y lucharon a pesar de que se odiaban). Pero los españoles estaban muy preocupados de lo que hiciera Gran Bretaña; no se iban a meter, además de que había generales como Juan Prim, que estaban en contra de cualquier intervención en México.

En esa situación era cierto que en el puerto de Veracruz había barcos españoles por lo que sucedió en Tampico; había buques británicos para asegurarse de que la deuda fuera pagada; había barcos franceses, que también tenían que ver con la deuda, y había barcos norteamericanos. Esa presencia no la podemos ignorar, además de que la idea de intervención todavía se debatía y no se fraguaba. Eso sucederá hasta 1861, cuando Juárez, al posponer la deuda, dispara la situación.

Sobre la importancia de los actores internacionales, también hay que mencionar que si los gobiernos extranjeros no hubieran reconocido al gobierno de Zuloaga al principio de la guerra, quizá no la hubiera habido. Pero todos lo reconocieron, por lo que había dos gobiernos legítimos: uno de facto, reconocido por la comunidad internacional, y otro al que no reconocían en el extranjero pero que estaba allí según la Constitución.

AR: Sobre la guerra es muy interesante ver su descripción de los movimientos militares, pero ¿cómo fue posible que los liberales le dieran vuelta al conflicto? Hay varias partes en las que Miramón festejaba con su esposa y le decía que estaban ganando, por ejemplo, cuando fue a Veracruz por primera vez y parecía que iba por el golpe final. Además, los que más sabían sobre la guerra y sus estrategias eran Miramón, Márquez y Mejía, mientras que del otro lado estaba el “Héroe de las derrotas”, Santos Degollado.

WF: Hay varios factores; uno es que, por el control de los puertos y sus aduanas, los liberales tenían más fondos. Finalmente con eso, junto con la enajenación de la propiedad de la Iglesia, se proveyeron de fondos, de manera desigual pero todavía de forma importante.

Eso, combinado con las acciones de Jesús González Ortega y de Ignacio Zaragoza, quienes tuvieron el mérito de mostrar ciertas habilidades militares que quizá don Santos (al que queremos mucho) no tenía. En el caso de Silao, se tiene que reconocer cómo a [los liberales] se les ocurrió la idea de movilizar sus cañones de noche, lo que le dio un giro a esa batalla porque Miramón se encontró, al amanecer, con que le estaban atacando muy de cerca. De no haber sido así, tal vez se hubiera perpetuado la guerra.

Antes, efectivamente observamos que Miramón, un militar profesional que había estudiado táctica, ganaba contra fuerzas mucho mayores. Encontré cartas de Leandro Valle justo antes de la batalla de la Albarrada, a las afueras de Colima, y dice: “Los liberales nos estamos peleando entre nosotros; no sabemos qué estamos haciendo. Ellos son menos y nos van a ganar otra vez”. Pero esa dinámica cambió, y lo que sucedió en Antón Lizardo afectó psicológicamente a los conservadores.

También había un cansancio de la Iglesia, que ya no quería apoyar a los conservadores y se estaba negando a darle dinero a Miramón. Después de la derrota, de la inhabilidad de Miramón para conquistar Veracruz, también hubo pleitos dentro de la familia conservadora, y hubo quienes quisieron sacar a Miramón de en medio para traer a Santa Anna. Todo eso fue el principio del fin.

Y que el gobierno británico, después de Tacubaya, le retirara el reconocimiento a Miramón también lo dejó débil.

AR: Sobre el liderazgo: en una carta Juárez se burlaba de los tacubayistas al decir que estos no tenían muy claro quién era su  verdadero líder: Comonfort, Zuloaga, Miramón, o el presidente de la Suprema Corte. Del otro lado sí estaba muy claro quién era el presidente. ¿Ese liderazgo fue una ventaja liberal?

WF: Creo que son dos asuntos. En cierta manera ya había una tradición militar, de pronunciamientos, del aspirantismo. Y hablo de que precisamente Juárez se mofaba de que Robles Pezuela y varios más estaban peleando entre sí. Pero González Ortega y Degollado estaban dispuestos a sacrificar a Juárez, además de que Lerdo de Tejada lo odiaba y a Ocampo lo desesperaba.

Juárez tiene un mérito, que es algo que ha trabajado Brian Hamnett, el historiador británico que se ha dedicado a él. [Hamnett] Dice que Juárez tuvo una habilidad, un poco como la de Lincoln: sabía cómo manipular a las diferentes personas para, de alguna manera, sobreponerse a ellas.

Hay un capítulo de Hamnett en Gobernantes mexicanos —libro que yo coordiné— que trata precisamente de cómo Juárez fue capaz de despachar a un rival tras otro, tanto a liberales como a conservadores; una lista que incluye hasta a Maximiliano y a Porfirio Díaz. Juárez tuvo ese mérito.

AR: Pero Juárez no es el gran protagonista del libro, y hasta tengo la impresión de que tiene mayor importancia Santos Degollado.

WF: No, porque finalmente estaba en Veracruz debatiendo cómo conseguir el apoyo de Estados Unidos, y cuando lo tuvo, en qué condiciones, de si se debían implementar las Leyes de Reforma o no, etcétera. Pero esa era su posición así como representar a la Constitución mientras estuviera vivo.

Es fascinante el manifiesto de Guillermo Prieto al principio de la guerra: él se dio cuenta de que a Juárez no le podía pasar nada porque él era la Constitución, lo cual es tremendo.

Pero ¿quién estaba peleando la guerra? Pues Degollado, González Ortega, Zaragoza. Ellos eran los que estaban combatiendo en el día a día, y evidentemente son, en cierta manera, más protagonistas que Juárez en el libro.

Miramón, a diferencia de Juárez, en vez de quedarse en Palacio Nacional para gobernar, era un presidente a caballo.

AR: También hay un aspecto humanista en el lado liberal: ¿qué tanto influyó en la victoria liberal la conducta de González Ortega cuando tomaba prisioneros y no sólo les respetaba la vida sino que incluso los dejaba ir? Se dio el caso de que a algunos los enfrentó varias veces y les volvía a dar la libertad. ¿Fue una actitud civilizatoria, de pacificación?

WF: Creo que sí fue importante, pero cada conflicto es distinto. Muchas veces, en una guerra civil lo difícil es terminarla, porque si nadie tiene un ejército más fuerte o más dinero y la situación es reñida, puede durar para siempre, se puede fosilizar. Finalmente hay una dinámica: si un grupo —y aquí menciono a Norbert Elías— machaca a otro, éste se vengará cuando tenga la oportunidad y se crea una dinámica muy difícil de romper, a menos de que alguien diga: “No te voy a pegar otra vez; vamos a intentar hacerlo de otra manera”. Es lo que hizo González Ortega.

Pero le funcionó a él y no a Comonfort, quien hizo lo mismo: tomaba a un militar, salía y volvía al ataque. Creo que en el caso de González Ortega ocurrió así porque la gente estaba cansada después de tres años de matanza. Que alguien estuviera dispuesto a perdonar y a liberar fue algo que incluso los conservadores reconocieron, como Concha Lombardo, aunque también recordaban que mató y colgó a hombres, pero que había llegado un momento en que ya no era así. Y en eso González Ortega tuvo un gran mérito.

AR: ¿Cuáles son las grandes enseñanzas de este gran conflicto? Al final usted habla, por ejemplo, de prevenirnos contra la polarización.

WF: Es complicado porque, por un lado, nadie puede negar que fue en el fragor de la batalla cuando finalmente tuvo lugar la separación entre la Iglesia y el Estado. Las Leyes de Reforma sucedieron en ese contexto, un poco como la abolición de la esclavitud en Estados Unidos: sin la guerra quizá no hubiera sucedido o hubiera tardado mucho más en ocurrir.

Por otro lado, en otros países hubo una separación entre la Iglesia y el Estado pero sin que la gente se matara de esa manera. Ahí es donde uno se pregunta: ¿hubiera sido posible llegar a un acuerdo sin tener que matarse? A mí me gustaría pensar que sí, pero no tengo una respuesta clara. Lo que sí se me hace obvio es que finalmente vemos una historia trágica: Comonfort y los moderados sí que intentaron [evitar la matanza]. Pero el contexto ya no lo permitía.

Entonces es cuestión de saber observar cuándo se están combinando una serie de elementos que, juntos, van a llevar a una guerra civil. Pero impedirlo… No lo sé. […]

Lo importante es volver a esa guerra y entender qué significó para los mexicanos de entonces, y reconocer que hubo un país muy dividido, que no fue de mexicanos buenos y mexicanos malos; la mayoría quería lo mejor para su país, sólo que lo veían desde perspectivas muy distintas. La tragedia es que no supieran crear un consenso, una manera de combinar esas dos visiones tan antagónicas (aunque no sólo eran dos sino múltiples) para haber evitado la masacre.

AR: Hay otras historiografías que no reflejan de manera tan tajante los conflictos entre liberales y conservadores, y usted cita casos de América Latina. ¿Cómo explicar la concepción historiográfica tan contundente que tenemos en México? ¿Tuvo la violencia del conflicto algo que ver en el desarollo de esta visión tan tajante de la historia?

WF: En parte, pero también depende de cómo el gobierno que triunfa en una guerra civil después decide reconstruir el país. Yo sospecho, en el caso mexicano, que fue porque después vino la Intervención francesa y algunos conservadores la favorecieron, y ya no hubo ningún intento o voluntad de buscar reconciliar a la familia mexicana. Entonces fue un “finalmente nosotros ganamos después de la Guerra de Tres Años y la Intervención francesa, y a ustedes los vamos a borrar de la historia”.

En el caso de la Guerra Grande, en Uruguay al final llegaron al acuerdo de que no había vencedores ni vencidos y, por lo tanto, en Montevideo hay estatuas tanto de militares conservadores como de liberales. En Ecuador uno puede ir por la avenida José Eloy Alfaro y acabar en la plaza con el nombre del líder conservador, porque allí tienen una visión que ha buscado la reconciliación.

 

Ariel Ruiz Mondragón
Estudió Historia en la UNAM. Ha colaborado en diversas publicaciones políticas y culturales. En 2017 obtuvo el tercer lugar del Premio Alemán de Periodismo Walter Reuter.