Revuelta en Magreb y Medio Oriente
Que las imágenes de la guerra hablen por sí mismas
Robert Fisk
Detesto que me llamen reportero de guerra. En primer lugar, porque la palabra tiene el triste sabor del adicto. En segundo, porque no se puede informar de una guerra sin conocer la política subyacente en ella. ¿Podrían Ed Murrow o Richard Dimbleby haber cubierto la Segunda Guerra Mundial sin entender la política de contemporización de Chamberlain o el anexionismo de Hitler? ¿Podría James Cameron –cuya cobertura de Corea fue espectacular– haber registrado en vivo el lanzamiento de prueba de una bomba atómica sin tener conocimiento de la guerra fría?
Siempre digo que los reporteros deben ser neutrales e imparciales… del lado de los que sufren. Si uno cubriera el tráfico de esclavos en el siglo XVIII, no le daría espacio igual al capitán del barco esclavista. En la liberación de un campo de exterminio, no le daría tiempo igual a las SS. Cuando la jihad islámica palestina voló una pizzería llena de niños israelíes en Jerusalén, en 2001, no le di espacio igual al vocero de la jihad. En la masacre de Sabra y Chatila en Beirut, en 1982, no le di espacio igual al ejército israelí que contempló la matanza y cuyos aliados libaneses cometieron esa atrocidad.
Pero la televisión tiene prioridades diferentes. Al Jazeera en inglés –a diferencia de la versión árabe– logra hacerlo casi como debe ser. Sí, de cuando en cuando aparezco allí y sus reporteros son buenos amigos míos. Pero ese canal sí dice quiénes son los malos, se expresa sin cortapisas y pone en vergüenza a la BBC, por lo general pusilánime. Lo que más me impacta, sin embargo, es la calidad de su información. No las palabras, sino las imágenes.
En Túnez y Bahrein, a menudo compartí un auto con James Bays de Al Jazeera (sí, es amigo mío, y sí, ¡claro que viajaba a sus costillas!). Me fascinaba la forma en que se apartaba de la cámara diciendo “los voy a dejar ver la escena un momento” y entonces desaparecía y nos dejaba observar a las decenas de miles de refugiados egipcios en la frontera tunecina o las decenas de miles de manifestantes chiítas con sus banderas bahreiníes en la glorieta de la Perla (cuyo monumento fue destruido por el rey como en una quema ritual de libros). Las imágenes hablaban en vez de las palabras. El reportero se sentaba en la fila de atrás (en contraste, observen a los chicos y chicas de la BBC, todo el tiempo haciendo tontos ademanes) y la imagen contaba la historia.
Bays cubre ahora el avance rebelde y la constante retirada de Libia occidental –más retirada, sospecho, que la de los generales Wavell y Klopper en el desierto libio en la década de 1940–, pero una vez más se quita de la imagen y nos deja presenciar el caos de pánico en el camino más allá de Ajdabiya. “Los dejaré ver con sus propios ojos”, dice. Y vaya que sí. No estoy seguro de que ésa sea la forma en que deba cubrirse una guerra. ¿Se puede informar sobre la caída de Berlín en 1945 sin el general Zhukov? ¿O sobre junio de 1940 sin Churchill? Pero por lo menos nos permite sacar nuestras propias conclusiones.
Cuando Dimbleby informó sobre la tormenta de fuego de Hamburgo –aquella frase, “todo lo que puedo ver es una gran cuenca de fuego frente a mí”, todavía me persigue–, necesitábamos sus palabras. Como necesitábamos el comentario de Ed Murrow de que iba a mover “sólo un poco” el cable de su cámara para dejar que los londinenses que estaban fuera de la iglesia de Saint Martin in the Fields, en la plaza Trafalgar, fueran a cubrirse durante los bombardeos alemanes. Pero hay algo indeleblemente conmovedor en el informe directo de una cámara sin reportero. Eurovision hace eso a menudo –lo llama “sin palabras”– y yo me pregunto si no es presagio de un nuevo periodismo.
John Simpson trató de hacerlo en la BBC antes de la caída de Kabul en 2001, pero usó un método diferente: permitió que los televidentes observaran al segundo equipo de camarógrafos, el cual se volvía parte de la información mientras él avanzaba de una escena a otra, y poco a poco nos acostumbramos a la idea de que era un grupo de cuatro, hasta el punto de que se volvieron participantes naturales en la noticia, tan obvios como el propio reportero.
Soy totalmente partidario de eso. La idea de que todavía tengamos reporteros que siguen asintiendo significativamente con la cabeza mucho tiempo después que el entrevistado se ha ido, como si aún lo escuchara, me parece ridícula. Y volvamos un poco atrás, por favor: que alguien les diga a los reporteros de televisión que dejen de estar manoteando como si fueran un extra en una obra de Shakespeare, tratando de explicarse enfrente del aburrido público.
Bays aún usa un poco las manos –noté que yo lo hice en Al Jazeera el otro día–, pero casi siempre es para invitar al público a observar algo que él ha visto. Una vez escribí que no se puede describir una masacre en un medio impreso sin usar el lenguaje de un parte médico, y me temo que la televisión (incluso Al Jazeera) no ha logrado aún comunicarnos todo el horror de las atrocidades. La aseveración de que no se deben mostrar muertos –cuando nosotros los hemos visto en todo su horror– siempre me ha parecido una simulación. Si los gobiernos van a la guerra (¿cuántos vieron imágenes de los muertos en Libia luego de los ataques de la OTAN esta semana?; respuesta: cero), entonces se nos debe permitir ver el verdadero rostro de la guerra.
Por el momento, sin embargo, vean Al Jazeera, observen a mi buen amigo James Bays y rueguen que ya no tenga que retroceder. Y también que después de este artículo todavía me deje viajar en el auto con sus camarógrafos.
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