Francisco Villa y la incursión a Columbus
Por Carlos Betancourt Cid
En los primeros días de enero de 1916, Francisco Villa no cabía de tanta rabia y enojo. No solamente la otrora imponente División del Norte se había reducido de forma considerable tras las derrotas en el Bajío y el farragoso tránsito de sus tropas a la zona norte del país, sino que además, las intrigas de alto nivel que se fraguaban en su contra, empantanaban cualquier acción que intentara ante las acometidas de las fuerzas carrancistas que lo perseguían y que, con pleno apoyo estadunidense, se dedicaron a cerrarle todos los caminos posibles.
El cariz de su sentir en esos momentos quedó testimoniado en una carta emitida a su par en el sur del país, Emiliano Zapata. Redactada el 8 de enero de ese año, en la Hacienda de San Jerónimo, en Chihuahua, por avatares del destino nunca llegó a las manos de su corresponsal. En esa misiva se plantearon las motivaciones de su enfado. Comienza detallando al líder suriano su plan de batalla, consistente en emprender una campaña de expansión ofensiva en el noroeste, con miras a controlar en un principio Ciudad Juárez, lugar que consideraba esencial para lograr su cometido. Sin embargo, esa importante plaza estaba en manos de los carrancistas, gracias a que las autoridades de Estados Unidos habían permitido el paso por su territorio de las tropas gobiernistas. Esta acción era calificada por Villa como un acto de ofensa para el pueblo mexicano y un artero ataque a la soberanía nacional. Sobrada razón para su descontento. Así, su odio se bifurcaba hacia dos destinatarios: Venustiano Carranza y el gobierno del país vecino del norte, entonces bajo la égida de Woodrow Wilson. Antes aliados por una causa común, ahora enemigos irreconciliables.
La relación de quien originalmente se llamó Doroteo Arango con los estadunidenses, estaba repleta de altibajos. Hacia 1913, cuando apenas despuntaba la campaña constitucionalista, e incluso desde antes del enfrentamiento contra Pascual Orozco, el intercambio mutuo era sumamente afable. Pero no se trataba más que de una reciprocidad fingida, producto de la complicidad que se requería para solventar las urgencias de la guerra. Por un lado, el revolucionario mexicano estaba ávido de armas y bastimentos militares, y la frontera norte era el mejor lugar para conseguirlos. En sentido contrario, el intercambio mercantil redituaba en un gran negocio para algunos norteamericanos, entre los que se contaba uno de ascendencia judía, llamado Samuel Ravel, oriundo del poblado de Columbus, Nuevo México, quien obtuvo ganancias abundantes surtiendo de pertrechos a las tropas beligerantes. Empero, lo cierto es que en la guerra, los negocios y el amor, nada es estable.
Y en esos términos se desarrollaron las transacciones con Ravel. Todavía para 1916, quien con justicia se ganó el apelativo de “El Centauro del Norte”, proscrito de la ley por decreto carrancista del 14 de enero del mismo año, mantenía negociaciones con el empresario de Columbus, quien a fin de cuentas lo engañó, haciéndole llegar cartuchos defectuosos, además de incumplir otras entregas de suministros bélicos. De este modo, el rencor hacia los “gringos” se revestía con nombre y apellido, y encontraba en el poblado de Columbus el blanco de su ira.
La estrategia para perpetrar la venganza contra el traidor extranjero comenzó. El primer paso fue destacar a un enviado a Columbus, para que reconociera el lugar y ubicara las propiedades de Ravel. El capitán Juan Rodríguez dedicó varios días a esta labor. El croquis que presentó fue dibujado en un simple papel, pero en él se congregaron las indicaciones precisas que servirían para la incursión. La misión principal había sido cumplida, mostrando el lugar exacto donde se encontraban las tiendas y posesiones de Samuel Ravel en el pequeño pueblo de Nuevo México.
Más de 500 villistas cruzaron la frontera ese 9 de marzo de 1916, arribando alrededor de las 4:25 de la mañana al tranquilo poblado, donde se resguardaba el 13 regimiento de caballería del ejército estadounidense. Al grito de ¡Viva Villa!, el ataque se dirigió sin premura hacia las propiedades de Ravel, entre las que se contaba un hotel y una ferretería que, al poco tiempo de comenzada la irrupción, iluminaron con ráfagas de fuego la obscuridad de la noche. Pancho Villa, como lo corroboran testimonios posteriores, estaba observando a 400 metros de distancia lo que sucedía, desde ahí contempló la estela brillante que cruzaba el horizonte. Una sonrisa se proyectó en su rostro.
Cerca de tres horas duró la refriega que, a pesar de la sorpresa que produjo, no debe contarse entre las victorias villistas. Al contrario, más de cien combatientes mexicanos quedaron en el camino, frente a menos de dos decenas de militares estadunidenses y unos cuantos civiles, además de que no se logró la captura de Ravel, quien estaba ausente de su domicilio, pues desde días antes había ido a consulta dental a El Paso, en donde plácidamente descansaba, mientras sus propiedades eran destruidas. Tampoco se logró un botín considerable, si se toma en cuenta que solamente, según el informe oficial del altercado, los villistas se retiraron con 30 mulas, 300 rifles Mauser y 80 caballos. Pero las consecuencias de la acción trascendieron el acontecimiento.
Polémico debate ha ocasionado el análisis sobre los motivos de Villa para ejecutar lo que se ha reconocido como la única invasión de un cuerpo guerrero latinoamericano a territorio estadunidense. Más allá de la venganza contra el judío norteamericano, algunos comentaristas del hecho han asumido que se trataba de una estrategia del antiguo líder de la División del Norte para provocar un alejamiento diplomático entre el gobierno norteamericano y el carrancista, que había sido reconocido de facto por la administración de Wilson. En ese mar de intrigas, se ha mencionado un supuesto apoyo de Alemania a Villa, con la intención de distraer la atención estadunidense de la guerra que se desarrollaba en Europa. También se ha presumido que fueron los propios norteamericanos quienes incitaron a Villa a ejecutar el ataque, como pretexto para invadir territorio mexicano, pero estas conjeturas no han podido ser probadas fehacientemente hasta el momento. Lo cierto es que la traición era considerada por el grandioso general como la mayor afrenta que se le podía hacer. Y traicionado sí se sentía ante las acciones de Ravel y la actitud norteamericana, que antes lo había colocado en un pedestal, llamándolo incluso el “Napoleón mexicano”, y después, cuando ya se encontraba en desgracia, le volvió a tratar como un simple bandolero.
Las consecuencias del asalto a Columbus son bastante conocidas. El gobierno de Wilson ordenó una expedición para capturar al osado malhechor que se había atrevido a poner en práctica lo inimaginable. Más de 10,000 soldados, al mando de John Pershing, cruzaron la frontera en busca de un solo hombre. Su atrevimiento resultó en un fiasco. Es sintomática la frase que se atribuye a los reportes del contingente punitivo contra Villa, que parafraseando decía lo siguiente: “Se informa que Pancho Villa no está en ningún lado y está en todas partes”. Pero el fracaso que resultó la captura del connotado revolucionario mexicano, es otra historia.
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