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lunes, 3 de agosto de 2020

El coronavirus y el estado totalitario

El coronavirus y el estado totalitario

En Chile terminaba el verano del entrante 2020, que había dado un respiro de las protestas al acorralado desgobierno de Piraña –así lo llama acá la mayoría de la gente–, que ostentaba un porcentaje de aprobación de un 3 %, solo mayor al porcentaje de mortalidad del coronavirus.
Yo había estado unas semanas antes en Bogotá, y había visto allí aquel extraño e incipiente espectáculo mediático del coronavirus y el de la gente que ve mucha televisión con mascarillas en las calles, cuando todavía no pasaba nada.
En Santiago no ocurría nada de eso, y el asunto era información marginal referida al plano internacional. Comenzaba marzo y la vuelta a clases con lo que fue llamado “el mochilazo”: de nuevo los estudiantes cortaban las calles y a pesar de una ley recién aprobada que criminalizaba la protesta social, encendían otra vez la mecha del estallido.
Pero de pronto, terminada la primera quincena de marzo, el asunto del coronavirus –llamado COVID-19 por el año en que surgió (o se planificó)– irrumpía en los medios, y vimos al presidente-empresario declarando el estado de excepción por noventa días cuando había apenas una veintena de infectados y aún ni un solo muerto por el virus.
Pensé que el sujeto en cuestión había entrado en un estado de psicosis, pero mi sorpresa fue aún mayor cuando vi que la abrumadora mayoría de la gente acataba dócilmente las medidas del Gobierno, hipnotizada por el relato de los medios, e incluso unas semanas más tarde, con confinamiento obligatorio de varias comunas y toque de queda generalizado, exigían medidas aún más coercitivas en esta “lucha contra la pandemia”, pese a que en toda la historia de la medicina nunca antes se recurrió al ‎confinamiento de la población sana para luchar contra una enfermedad.
Hay ocasiones en las que existe tal incongruencia entre lo que los medios relatan y lo que capta una mirada atenta, que esas narraciones pierden toda verosimilitud quedando como falsificaciones apenas más surreales que lo que pretenden encubrir.
En el caso de la presente crisis, apellidada sanitaria, los medios la han descrito como una amenaza mundial por un virus de la familia de los coronavirus. Y ¿qué es un virus? Es un agente infeccioso, cuya grave amenaza se debe en este caso, dicen, a su rápida propagación y peligrosidad. ¿Pero cuál es realmente su peligrosidad? Las pandemias registradas como tales han reducido entre un tercio o dos a algunas poblaciones.
Sin embargo, más allá de la etiología de la supuesta pandemia del COVID-19, sus consecuencias se encuentran dentro de los estándares de los registros anuales ocasionados por los resfríos, gripes o influenza, que se llevan por delante cada año normalmente 650 000 personas en el mundo (80 000 en Estados Unidos y 15 000l en España –obviamente concentradas en periodos en que se produce el pico), sin que se lleve por ello un conteo televisado día a día.
Por lo que no es difícil adivinar tras un despliegue supranacional tan impresionantemente rápido, coordinado y extenso, que es otra la amenaza, y que se trata de agentes de rápida propagación que buscan de algún modo una corona, o un estado ampliado de dominación, y que la supuesta pandemia está siendo utilizada como laboratorio de control social global.
Si bien el coronavirus no es algo nuevo (se ha comenzado a estudiar hace al menos veinte años), ni tampoco son nuevos los intentos de ampliar el dominio por parte de una estructura corporativa supranacional que los estados casi en su totalidad avalan, al parecer nos encontramos en una nueva fase, y esa es la crisis que estamos presenciando, para aclarar lo cual hace falta revisar o recordar algunos datos.
La OMS, la entidad autorizada para declarar el estado de amenaza en el que nos encontraríamos, está en su mayor parte financiada y sostenida por las farmacéuticas, y sería de una extrema candidez creer a estas alturas que los objetivos de estas son la preservación de la salud de la población mundial. Tal es así que 17 millones de personas mueren cada año en el mundo por enfermedades cardiovasculares, lo que da la pauta del estado paupérrimo de salud de un volumen significativo de esta población.
Entonces, tenemos en la perspectiva que atribuye propiedades intrínsecas a los llamados agentes patógenos como causa de las enfermedades, y obvia que las epidemias son un conjunto de factores sinérgicos relativos al contexto y condiciones en las cuales una u otra infección prolifera, un enfoque que obvia todo análisis de las condiciones sociales y estado de salud de la población que de estas se deriva, como factores de riesgo.
El capitalismo es una catástrofe cotidiana. Sin embargo, presenta como un grave problema únicamente aquello a lo cual pretende dar solución. 30 000 personas mueren de hambre cada día en el mundo (casi un tercio son niños), según cifras de UNICEF, la OMS y el Banco Mundial. Y podemos imaginar las condiciones sociales en que vive un sector importante de la población dentro de la cual llegan a la inanición diariamente esta cantidad de seres humanos: alrededor de mil millones sumidos en la extrema pobreza y dos mil millones sin acceso al agua.
Justamente, otras instancias autorizadas citadas por los medios para hablar de esta y otras crisis y de sus consecuencias, para sugerir paliativos y soluciones son, cómo no, el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional, que ya barajan para esta crisis lo que en su modo eufemístico llaman “ayudas”, sin considerar que, por una parte, el estado de recortes sociales (llamado “estado de austeridad”) producido tras la crisis subprime de 2008, erosionó la infraestructura de salud, provocando una capacidad deficiente de atender emergencias sanitarias. Y, por otra, que los rescates sacados de los presupuestos públicos con los que se salvó de manera incondicional a los bancos de la quiebra por sus aventuras especulativas, constituyen probablemente parte de los “activos” con los que los bancos esta vez nos quieren “rescatar”; solo que esta vez no de manera incondicional, con lo que se ve que el estado de deuda es unidireccional, puesto que hoy el capitalismo se sostiene en base a la producción incesante de capital ficticio, de deudas y todo tipo de inyecciones financieras.
Esto se vio en las llamadas guerras mundiales, en las que además de la insólita doble invasión de Estados Unidos a Europa; a través de los rescates con que se llevó a cabo la reconstrucción de las zonas del viejo continente afectadas por la guerra, la banca tuvo un crecimiento geométrico por el que el poder mundial basado en la finanza pasó de su estado incipiente desde Inglaterra a su estadio de dominio establecido en Norteamérica.
Tenemos entonces que las llamadas crisis del capitalismo lo son ante todo para la población depredada por este, a la vez que constituyen saltos cualitativos de dominio de los agentes agazapados tras su funcionamiento. Pero se trata de una corona efímera, pues si la cleptocracia –término que define mejor ese dominio mundial basado en la finanza–, ha sido acertadamente definida como un cáncer que da muerte al organismo que la aloja; la presente crisis, no la del ocultamiento de la realidad que vivimos por la supuesta pandemia del coronavirus, sino esta crisis largamente larvada, y que es en realidad un conjunto de crisis imbricadas entre sí, de degradaciones medioambientales, precarización material y humana, etc; nos habla de un mundo empujado al abismo, un mundo que se hunde; por lo que puede verse que la pseudo élite que empuja estos acontecimientos, los cleptómanos, tienen un instinto de muerte, pues podrán sacar cada vez menos provecho de un huésped estrangulado y asfixiado por su actividad. Y esto incluye a todos los titanes que en este tiempo se disputan el dominio.
No obstante, donde un mundo se hunde, otro mundo emerge, y no hay fuerza ni poder si no es por Al-lah, el Conocedor Inmenso. Y no hay Victorioso, excepto Al-lah.

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