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martes, 10 de noviembre de 2020

Buscar aliados y encontrar parientes: la captura de lo español en el valle de Toluca

 

Buscar aliados y encontrar parientes: la captura de lo español en el valle de Toluca

Durante las primeras décadas del desarrollo de la compleja empresa llamada genéricamente “la conquista de México”, tanto las huestes de Cortés como las poblaciones nativas construyeron, por fuerza o necesidad, vías de diálogo e intercambio de sus propias visiones del mundo y de las formas en las cuales éstas se traducían en acciones concretas.

 Los españoles no sólo conocieron muy pronto los más diversos idiomas, climas, comidas, divinidades, estilos de organización social o religiosa; además, uno de los primeros descubrimientos que hicieron (y que seguramente muchas sorpresas les habrá causado) fue el de las complejas formas de pensar y hacer la guerra en Mesoamérica. En un Amoxtli muy reciente, Federico Navarrete nos refiere los efectos de esta compleja combinación de estilos bélicos a la hora de someter a los mexicas y asolar Tenochtitlán (“La ficción jurídica de Hernán Cortés”, disponible en https://bit.ly/3oLt9zL).

Frecuentemente, cuando hablamos de las alianzas entre castellanos y aquellos grupos indígenas dominados por los mexica, solemos pensar exclusivamente en el establecimiento de relaciones estratégicas que proveyeron de soporte material el avance invasor sobre el territorio; sin embargo, considero importante poner énfasis en que por “alianza” entenderemos también una forma de construir “aliados y parientes”.

Así, quiero describir las formas de adjudicación o confiscación de lo extranjero por lo nativo, y visibilizar una especie de “conquista inversa”. Pido la atención del lector para repasar brevemente la inverosímil captura ejecutada por los indios del Valle de Toluca, tanto de lo español como de sus símbolos sagrados a través de la etérea herramienta del parentesco. Sabemos que, desde inicios de la segunda década del siglo XVI, los indios (hombres y mujeres) se volvieron cónyuges, ahijados, y compadres de los castellanos, además de transformarse en hijos e hijas de sus santos patronos, los cuales fueron designados como vigilantes y encargados de la protección de la vida y prosperidad de los nuevos pueblos.

Entre los casos de mestizaje conyugal más famosos conocemos el caso de Isabel Moctezuma Techuichpo, hija menor de Moctezuma y quien, luego de su matrimonio con el español Juan Cano, recibió como dote los pueblos sujetos a Tacuba. Mujeres como Techuichpo no fueron botines de guerra, sino que se convirtieron en legítimas esposas, en troncos de familias que con el paso tiempo exhibirían sus escudos heráldicos en juicios en los cuales reclamaban tierras y privilegios, y que demostraban la nobleza de su origen y linaje tal y como los vemos en varios de los llamados Códices Techialoyan. Surgen entonces varias interrogantes: ¿cómo se reconfiguró la distribución del territorio cuando muchos nobles indígenas se emparentaron con los españoles? ¿Cómo se trataron estos nuevos parientes entre sí? ¿Qué lealtades surgieron y desarrollaron? Y lo más importante: ¿cómo se construyeron nuevas memorias, narrativa y símbolos que reivindican el origen de estas nuevas comunidades emparentadas a partir de estas alianzas con los conquistadores?

Estas preguntas son relevantes, sobre todo cuando muchas comunidades invocan sus orígenes “desde inmemoriales tiempos”, los cuales, como veremos, son también una narrativa muy sofisticada.

La región del Valle de Toluca vivió su propio proceso de sujeción al poder hispánico a partir del establecimiento de pactos como el que nos refieren las fuentes coloniales tempranas y que nos relata la muy temprana asociación entre Cortés y el primer cacique indio bautizado en este valle, conocido como “Tochcoyotzin”. Este ritual se llevó a cabo durante la primera visita personal de aquel a dicha región. Sobra decir que, para ese entonces, Cortés ya había comprendido la importancia del apoyo de los caciques locales, ansiosos de sacudirse el dominio mexica. El bautizo y apadrinamiento del cacique se selló con una operación de alto contenido simbólico: el ahijado recibió el nombre de “Don Hernando Cortés” y su padrino protector le donó un vestido de español, un caballo y el don de mando sobre la tierra y sus naturales.

Esta acción no era improvisada, pues Hernán Cortés había apadrinado con su nombre a otros renombrados personajes de la primera hora de la conquista, como al cacique texcocano Ixtlixóchitl, bautizado como Fernando (variación de Hernán o Hernando). Según las crónicas, antes de “ajusticiar” a Cuauhtémoc, Cortés le hizo bautizar como “Don Fernando” y le concedió igualmente un traje de español, una espada, una daga y un caballo blanco. Cortés, además, repitió esta operación con otros tlotoque o caciques matlatzincas del valle de Toluca, específicamente con los de Zinacantepec, Tepemajalco y Calimaya, en donde otro tantos “Don Hernando Cortés” replicaban los atributos, la imagen, el caballo la autoridad y el poder del Marqués del Valle: su padrino, su protector, su aliado. La ropa, “segunda piel”, no sólo cristianizaba a los caciques, los hacía verdaderas imágenes vivas (en náhuatl, ixiptla; k’oi, en otomí) de su padrino.

Cortés estableció estas lealtades al tiempo de avanzar en la ocupación del valle: se entendía con quienes se llamaban y eran como él. Sus kói ejercían el control político de sus propios pueblos o altepeme. Pero el parentesco también se extendió hacia la filiación, esto es, al reconocimiento de la paternidad/maternidad de nuevos santos tutelares, custodios del territorio. De los muchos pueblos que se afiliaron (se volvieron hijos) de los santos, llama poderosamente el culto a uno de ellos, que es el apóstol Santiago; el cual recibe aún hoy en el valle de Toluca, y especialmente en el muy antiguo pueblo otomí de Temoaya una veneración desbordante, al grado que este año es considerado uno de los grandes protectores contra el Covid-19. De tamaño natural y montado sobre su caballo blanco, vestido a la usanza española, con yelmo y armadura, blandiendo su espada y con los cuerpos muertos de varios musulmanes yaciendo bajo las patas de su animal de guerra, Santiago recibe el homenaje de los indígenas cada 25 de julio. Flores y copal, músicas y cohetes, danzas y plegarias saturan el ambiente de una fiesta en la que se congregan miles de fieles de los pueblos cercanos, quienes traen en andas a sus propios santos y vírgenes para saludar y comer con el guerrero encaballado. Los devotos vienen a pedir milagros y justicia, a agradecer, y le veneran tanto como le reclaman. La mirada mestiza dirá que Santiago es en realidad un avatar de Hernán Cortés y que los indios sólo vuelven a sumergirse en las tinieblas de la derrota. Lo que muchos ignoran es que comparecen para contemplar a un heroico pariente. Es muy posible que, mirando a Santiago, los otomíes miren en realidad a un poderoso y legítimo ancestro suyo. De la misma manera que los indios guañonas y guaraníes sostienen que descienden de dos hermanos españoles llegados del otro lado del mar, entre los otomíes la captura del cuerpo, el caballo, la espada y el traje español legitima una memoria hecha de muchas otras. Quizá por eso, las ordenanzas pastorales durante la colonia prohibieron a los indios nacidos en Julio llamarse “Santiago”, porque se les consideraba “hijos del rayo”, y promovieron en su lugar los nombres de “Diego” y “Jacobo”. Nuevamente, el nombre propio aparece como un don de peligrosas consecuencias.

En este juego de perspectivas, los datos nos vienen como manantiales: en los años de la colonia, en el valle del Mezquital, una mujer otomí acusada de brujería declaró que su poder venía de las visitas que de noche le hacía un hombre vestido como Santiago, quien la visitaba de noche amarrando su caballo blanco a la puerta de su jacal. También en esos siglos, los otomíes de Huitzizilapan adoraban al dueño de las semillas en el Cerro de la Verónica, a quien llamaban Mixenthe, el gato del monte, pero también “el español del monte”. Los ídolos que los otomíes de Xochicuautla veneraban en las cuevas, se llamaban mbœhes, es decir, “mestizos o españoles”. Aún hoy, el colosal Santiago de Temoaya no puede salir de su pueblo.  Aprehendido, es prisionero de sus hijos. De ahí que vale la pena preguntar: en la mirada indígena ¿quién conquistó a quién? Aún hoy, los niños otomíes de Ayotuxco (Huixquilucan) que cada año bajan a bailar al santuario de los Remedios (Naucalpan), mantienen en su reparto coreográfico a un pequeño “Hernán Cortés”, provisto de daga y caballito. Necia, muy necia, es la memoria ritual de estos otomíes, los cuales aparecen siempre bien muy bien apadrinados.

 

Para saber más

  • García Castro, René, Indios, territorio y poder en la provincia Matlatzinca. La negociación del espacio político de los pueblos otomianos, siglos XVI-XVII, El Colegio Mexiquense, CIESAS, CONACULTA-INAH, 1999.
  • Chipman, Donald E., Moctezuma’s Children. Aztec Royalty Under Spanish Rule, 1520-1700, University of Texas Press, 2005.
Para citar:

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