“Leer es peligroso, pensar es peligroso. Al poder no le interesa”
Como pedía Nietzsche a sus lectores en el prólogo de Aurora, esta es una entrevista (de nuestra serie de entrevistas emocionales) para leerla lentamente. El filósofo y profesor Joan-Carles Mélich (Barcelona, 1961) ha publicado ‘La sabiduría de lo incierto’ (Tusquets Editores), donde sigue plantando cara al pensamiento metafísico que domina Occidente y que sostiene la idea de que existen verdades, principios y valores absolutos que trascienden al espacio, al tiempo y a la historia. “La tradición occidental”, asegura, “no ha soportado lo extraño, lo extranjero. Ha procurado siempre capturarlo, dominarlo, integrarlo a su sistema, en elTodo, en el Ser”.
Para Mélich el ser humano es un ser lector y señala que leer es salir de sí “en un viaje que no puedo saber hacia dónde conduce. Es, por eso, un viaje incierto”. El autor de obras como La lectura como plegaria (Fragmenta editorial) sostiene que leer es una forma de vivir, una forma de habitar el mundo, al tiempo que cree que el poder (político, económico, tecnológico…) no soporta la sabiduría de lo incierto. “Pensar es problematizar, es poner en cuestión lo dado, lo heredado, el mundo dado por supuesto, y eso significa atentar contra los sistemas sociales. Leer es peligroso”, afirma Mélich.
Decía Aristóteles que el ser humano es un animal que habla, que está dotado de lenguaje, que necesita de la comunicación para convivir, para vivir, para relacionarse con los otros. Tú añades que el humano es el “ser que lee”, el ‘homo legens’, y que lo hace antes incluso de que existieran los libros, a través de los mitos, los relatos y las historias. “Somos, querámoslo o no, seres enredados en historias”, apuntas. Y sobre todo somos eso que fuimos antes, todo eso que nos precede, todo esa gramática de signos, símbolos y normas que nos encontramos al llegar al mundo, todo ese “mundo interpretado”. ¿Y qué más somos en esta época de permanente huida hacia delante?
No hay una única característica que defina la condición humana, porque los humanos no tenemos una “esencia”. Por mi parte, llevo años batallando contra lo que llamo “pensamiento metafísico”, esto es, con un tipo de filosofía que ha sido la dominante en Occidente que cree que existen Verdades, Principios, Valores, etc., absolutos, trascendentes al espacio, al tiempo y a la historia. Una filosofía que cree que todo puede explicarse a través de un Único punto de vista que, por ser único, niega cualquier otro punto de vista. Un principio sólido y estable, inmóvil, eterno y universal. Una esencia o una substancia, en definitiva.
Desde mi perspectiva “literaria” o “narrativa”, sostengo que los seres humanos somos finitos, y lo seguiremos siendo. No podemos eludir nuestra condición finita, aunque no nos guste. Ahora bien, la finitud no es una “esencia” sino una “estructura”. Esto significa que no puede concretarse si no es en una historia, en un relato, en una situación, en una relación. No podemos decir nada acerca de la finitud que no sea histórico. Dicho de otro modo, la finitud adopta distintas formas en función del momento histórico y del mundo que uno habita. Yo diría que en estos momentos somos seres prisioneros de una nueva lógica social que ha colonizado el mundo: la lógica tecnológica. La tecnología no es la técnica. Ésta es un instrumento, mientras que aquélla es un sistema, una forma de vida que nos convierte en “piezas” de su engranaje.
El ser humano ha inventado un objeto diferenciador a todos los demás objetos, a todos los demás instrumentos: el libro. Leer es peligroso, leer es correr el riesgo de transformarse, de hacer añicos nuestra comodidad, hacer que nuestras certezas y nuestras protecciones salten por los aires. Leer es un irse para encontrarse, una forma de complicarse la existencia, una forma de vida…
Para mí, la lectura es uno de los aspectos en los que se concreta la finitud estructural de los seres humanos. El ser humano es un ser lector. Esto significa que necesariamente tiene que salir de sí para poder sobrevivir. Es un ser relacional y dependiente de los demás. Pero no solo de los demás humanos sino también de los objetos. Somos seres con objetos y uno de éstos es el libro, los textos, los relatos, las historias.
A veces se entiende la lectura como un viaje interior. Para mí, en cambio, la lectura tiene que ver con un viaje hacia lo desconocido. No me gustan nada las filosofías de la interioridad. Leer es salir de sí en un viaje que no puedo saber hacia dónde conduce. Es, por eso, un viaje incierto. Lo único que sé es que, si el texto que estoy leyendo es venerable, el viaje me transformará. Pero no sé en qué dirección. Puede ser una experiencia enriquecedora, o no. También se puede convertir en un viaje, para decirlo con el título de la obra de Joseph Conrad, al corazón de las tinieblas. Por eso, en La sabiduría de lo incierto, sostengo que leer es peligroso.
Afirmas que Montaigne te enseñó a leer, que para pensar hay que leer, y que se lee con un lápiz en la mano, subrayando, anotando en los márgenes o en un cuaderno. “El maestro que habla en el libro me obliga a levantarme y a caminar, y luego volver al libro”. ¿Se aprende alguna vez a leer o eso no es posible?
Montaigne me dio un testimonio de lectura con su propia vida, con la escritura de sus Ensayos. Él muestra cómo la lectura es una forma de vivir, una forma de habitar el mundo. Esta forma es incierta. Nunca se aprende a leer porque leer no es descodificar un texto. Si leer tiene que ver con la vida, si leer es una forma de vida, entonces no se aprende a leer como no se aprende a vivir. Además, es necesario aclarar que la lectura es infinita. Precisamente porque cada lectura es finita y relativa a un momento de mi vida, la lectura es infinita. En función de mi estado vital, el sentido de la lectura cambia. El texto me dice algo distinto aunque sea el mismo texto. Y también tiene que ver el formato. En mi libro realizo una defensa del libro como cosa matérica. No es un simple objeto, o, todavía menos, un dispositivo. Es una cosa singular en la que están presentes otros en forma de ausencias. En el libro hay espectros que reaparecen en cada nueva lectura.
“O bien no llevar más que lo puesto, no guardar nada, vivir en un hotel y cambiar a menudo de hotel y de ciudad y de país, hablar, leer indiferentemente cuatro o cinco lenguas; no sentirse en casa en ninguna parte, pero sentirse bien casi en todo los sitios (…) Ser extranjero siempre”, escribe Perec. ¿Cómo fue que perdimos nuestra condición de extranjeridad, ese nomadismo que nos recuerda que estar en el mundo es en verdad no ser de ninguna parte, vivir en la provisionalidad?
La tradición occidental, en su versión metafísica, no ha soportado lo extraño, lo extranjero. Ha procurado siempre capturarlo, dominarlo, integrarlo en su sistema, en el Todo, en el Ser. De ahí que no haya soportado la lectura, porque leer obliga a salir de sí y, al hacerlo, coloca al lector frente a lo extraño. Empiezo mi libro La sabiduría de lo incierto recordando el Viaje de invierno de Franz Schubert, una de mis piezas musicales favoritas. Allí se dice algo importante: nacemos extranjeros y nos vamos extranjeros. La extranjeridad forma parte de la condición humana, forma parte de la vida. Sin ella no es posible vivir porque no es posible establecer relaciones éticas. Es verdad que el extraño nos inquieta, tanto en el ámbito filosófico (como mostró Platón en su diálogo El sofista), como en la vida cotidiana. Y nos inquieta por su incertidumbre, porque no sabemos quién es, cómo piensa, cómo va a reaccionar en un momento dado. Los sistemas (y políticas) sociales han intentado integrarlo, para conjurar tu temible incertidumbre.
Frente a esa metafísica que se nos ha transmitido en nuestra vida cotidiana, esa metafísica de preguntas definitivas, sin sombras, ni matices, ni relativismos, esa especie de guía de vida confortable y obediente que coloniza todos los ámbitos como la educación, la política, la estética, ese sistema metafísico inspirado en Platón… está la sabiduría múltiple de la incertidumbre, de la ambigüedad, de la interpretación, de la impureza… ¿Al poderoso le interesa que leamos el mundo, que abramos grietas, que pensemos, o prefiere fomentar nuestra indiferencia y nuestra desgana educativa y cultural, alentar nuestra pertenencia a un rebaño indolente?
El poder (en cualquiera de sus expresiones, el poder político, económico, pedagógico, tecnológico, etc.) no soporta la sabiduría de lo incierto. Pero para poder pensar, por ejemplo, es necesario abrirse a la lectura. No hay pensamiento sin lectura, sin alteridad, sin un golpe que, como dice Kafka en su conocida carta, rompa el mar helado que llevamos dentro. Al poder no le interesa el pensamiento. Pensar es problematizar, es poner en cuestión lo dado, lo heredado, el mundo dado por supuesto, y eso significa atentar contra los sistemas sociales. Leer es peligroso, pensar es peligroso. Por eso, suelo sospechar de las políticas de fomento de la lectura, en la medida en que se convierten en artefactos de control y de dominación del pensamiento. Para un pensamiento lector es necesario atreverse a vivir en los márgenes del poder.
¿Cómo podemos ser originales en un mundo homogeneizado, repetitivo, tautológico, cómo podemos encontrar espacios de sustrato, espacios de posibilidad para la creación, para la poiesis?
No lo sé, ni creo que nadie puede saberlo. Además, si alguien muestra el modo de ser original ya está creando un camino y, por lo tanto, negando la originalidad. Pero sí que es importante tener en cuenta que una de las mayores patologías sociales de nuestro tiempo es la velocidad y, en concreto, la aceleración del tiempo vital. Nietzsche, en el prólogo de Aurora, pedía a sus lectores que le leyeran lentamente. No pretendo defender una filosofía de la lentitud, slow, ni nada parecido, pero es importante aprender que lo más importante en la vida necesita tiempo.
Sostienes que aprender a vivir es acostumbrarse a la muerte. En este momento histórico de hoy la muerte es tabú. Todo lo que huele a ella se esconde, se desvía, se aleja, se niega. “El gran tema de la metafísica occidental es la muerte”, aseguras. ¿Rechazar la muerte es una forma de rechazar el tiempo?
Sí, totalmente, por eso la metafísica, en el fondo, aunque diga lo contrario, no soporta la muerte. Es lo que mostró Franz Rosenzweig en la Introducción de su libro La estrella de la Redención.
Para Epicuro no tener hambre, no tener sed y no tener frío era un buen comienzo para ser feliz. Nos pasamos toda la vida buscando la felicidad como un paraíso eterno y definitivo. Una sociedad agitada y en permanente desasosiego, en guerra consigo misma, que alienta la acumulación y la búsqueda de deseos efímeros, una sociedad sin serenidad ¿puede ser feliz?
Para los seres finitos solo hay un tipo de felicidad posible: la felicidad en la infelicidad. El filósofo alemán Odo Marquard (creo que, por desgracia, todavía poco conocido en España y Latinoamérica) tituló así un libro suyo. Los seres finitos no pueden cruzar las puertas del Paraíso. El desasosiego, la incertidumbre, la provisionalidad… son aspectos estructurales de la condición humana. Siempre están presentes en nuestra existencia, no podemos eludirlos. Por eso mi pensamiento es radicalmente antiutópico. No soporto las utopías. En cambio hay que prestar atención a las distopías, a los infiernos que los seres humanos han creado y soportado a lo largo de su historia. Como el ángel de la historia de Paul Klee, al que se refiere Walter Benjamin en sus Tesis sobre el concepto de historia, hay que volver la mirada al pasado.
¿Por qué al ser humano le han atraído y le siguen seduciendo tanto las guerras, las catástrofes?
Es una buena pregunta, la fascinación del mal, pero no puedo responderla. Solo me atrevo a decir que no creo que se deba a ninguna pulsión de muerte, ni nada parecido. Ni tampoco a una especie de instinto sádico. Pero ahora mismo no tengo respuesta a esta importante cuestión. Tengo que pensarlo mejor.
“Sobreviene la angustia cuando se pierde el centro”, advertía María Zambrano. ¿Qué podemos encontrar en los márgenes, en la periferia?
En el Centro está (supuestamente) el Sentido. Todos los sistemas totalitarios, sean del tipo que sean (políticos, morales, religiosos, tecnológicos, pedagógicos…) se colocan en el Centro. Hay que andarse con cuidado ahí. Porque, en efecto, si se pierde el Centro aparece la angustia. Es lo que muestra Dostoievski de forma magistral en la leyenda del Gran Inquisidor en Los hermanos Karamázov. Si nos colocamos en los márgenes aparece lo incierto, y no es fácil sobrevivir en ellos. Pero en los márgenes está la vida. Una vida no incierta es una vida muerta. En los márgenes está el sinsentido. El sinsentido no es lo opuesto al absurdo, sino todo lo contrario. Se trata de un sentido frágil, es un sentido provisional e incierto. Este es el sentido humano, el sentido de los seres finitos. Y si, como dice María Zambrano, esto provoca angustia, entonces hay que aprender a vivir en la angustia.
Frente al ‘kronos’ está el ‘kairós’, ese tiempo del momento oportuno, adecuado, fuera del reloj. Frente al sistema mercantilizado de hoy encontramos, entre los antiguos griegos, conceptos bellísimos como el de la ‘xenia’, el intercambio de dones, un sistema de hospitalidad que desconfía del dinero y de los beneficios. Los griegos ya nos lo explicaron todo, ¿no habría que volver todos los días a ellos?
Diría que los griegos no nos lo explicaron todo. Además, ¿acaso no hay muchos griegos? ¿De qué Grecia estamos hablando? Nietzsche, por ejemplo, volvió a la Grecia homérica y trágica, pero rechazó la Grecia metafísica (socrática y platónica). Por mi parte, creo que también hay que fijarse en la Biblia.
Me considero metafísicamente agnóstico, pero éticamente cristiano. No creo en un Dios creador, pero sí en el relato del Samaritano del Evangelio de Lucas, o en la narración de la mujer adúltera que va a ser lapidada que encontramos en el Evangelio de Juan. Es necesario leer la Biblia desde una perspectiva literaria, incierta. Somos hijos de Atenas y de Jerusalén. El cristianismo que hemos heredado nace en estas dos ciudades. Por eso es importante pensar nuestra vida con la ayuda de la lectura de la Ilíada, la Odisea, Edipo rey, Antígona, los diálogos de Platón, la Metafísica y las éticas aristotélicas, pero también en relación al Génesis, al Éxodo, y a los evangelios y las cartas de Pablo. Sin ellos no podemos entender, en definitiva, nuestra condición humana.
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