2 de diciembre de 1547.
Yace en un lecho prestado, envejecido, jorobado y sin dientes al borde de la muerte, aquel que dispuso de la vida de cientos de personas.
Tiene días delirando o al menos eso piensa su hijo quien lo escucha entablando diálogo con personas que no se encuentran en la obscura habitación.
El pobre hombre con sudores fríos en la arrugada frente, un día discute fuertemente con un tal Pedro de Alvarado, le recrimina un error; lo hace responsable de muchas muertes y la pérdida del oro en la noche triste.
Otro día habla con una mujer. Le dice que no quiere irse con ella, que el cumplió su promesa, que la hizo libre, que le quitó a su hijo por su propio bien. Agitado, de momento exclama: ¡Qué hacéis aquí Malintzin!? ¿Qué acaso veis que aún no es mi momento? tengo que casar a mí hija, tengo que limpiar mi nombre y hablar con el rey.
Entre dientes reza una oración, sabe de sobra que cometió pecados mortales pero está seguro que obtendrá el perdón de Dios por las miles de almas que salvó de la idolatría.
Después se pone pálido, se le agita el pecho mientras se sienta en la cama y ve con los ojos bien abiertos llenos de miedo a la nada, su voz que antes se dejaba escuchar firme y fuerte como un trueno, ahora balbucea con terror:
¡Catalina! ¿Que hacéis aquí? ¿Es que queréis volverme loco? ¿Qué daño os he hecho a vuestra merced que habéis decidido venir desde el mismísimo infierno a reclamar que yo os di muerte? Suficiente tengo ya con el mentado juicio de residencia para que vengáis a decid que yo os ahorqué.
¡Martín! ¡Martín! Sacad de aqui a esta loca, quitadla de mi vista!
Su hijo desconcertado le tranquiliza, le da a beber un poco de agua y lo recuesta de nuevo.
En momentos les platica a sus hijos las grandes hazañas que realizó en su vida. Al mencionar al Rey Carlos V, lo hace con un dejo de resentimiento, repitiendo una y otra vez que entregó un gran imperio a su trono.
Sabe que la muerte esta próxima y lo que más le duele es morir lejos del maravilloso ijmperio que conquistó. Así que deja como última voluntad que sus restos sean llevados a tierra sagrada, a la Nueva España, a su tierra.
Es viernes, a los 62 años exhala su último aliento un anciano que no es ni la sombra de aquel gallardo hombre que enamoró a muchas mujeres y que llegó con un puñado de hombres a las playas de Cozumel: Hernán Cortés.
Texto: Historias de Tierra Sagrada
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