Ante la incertidumbre del futuro, los pueblos originarios nos plantean formas de vida que son atisbos de soluciones globales. ¿Somos capaces de voltear la mirada y valorar las enseñanzas de las abuelas?
I: Lo que nos tocó vivir
Cuando pensamos el futuro, vemos nuestros sueños, anhelos y esperanzas materializadas. ¿Es posible construirlo en medio de una crisis civilizatoria que amenaza la vida del planeta? ¿Podemos aprender de los consejos de nuestras abuelas y vivir en armonía con la naturaleza?
Probablemente nadie imaginó una pandemia como la que nos tocó vivir en 2020 y mucho menos los cambios que experimentaríamos en la vida cotidiana; desde pérdidas de personas cercanas y el duelo para las familias; hasta cuestionamientos profundos sobre el presente y devenir en nuestras vidas.
El confinamiento obligó a cambiar nuestras dinámicas cotidianas laborales y sociales. El home office se volvió nuestra forma de trabajo más eficiente y quizás la única posible; al estrés lo combatimos tocando la guitarra en casa o pintando acuarelas; y, más que nunca, nuestro vínculo con las aplicaciones digitales se fortaleció: la vida social abandonó los cafés y los bares y se refugió en las videollamadas. Incluso la compra del súper dejó de requerir que salgamos del departamento y caminemos por la ciudad: basta un click para tener comida en casa.
Lo que resultó ser una nueva, difícil y retadora experiencia, se convirtió en fuente de reflexiones sobre la vida que hoy tenemos; sobre la que soñamos en aquellos tiempos cuando iniciamos los estudios universitarios y la vida que se mira posible en el horizonte.
La pandemia y sus consecuencias sanitarias, económicas y sociales desnudaron la realidad de las ciudades que habitamos. Se hicieron evidentes el desempleo, la dependencia tecnológica y la necesidad de estilos de vida saludables, entre otras tantas debilidades. Al mismo tiempo, esta crisis mostró las posibilidades y oportunidades de vida en el campo, en la ruralidad, en los pueblos de nuestros abuelos.
En este contexto, descubrimos o recordamos que la dependencia laboral desligada de la tierra es muy frágil en tiempos difíciles, y que las reglas de la economía global son totalmente desiguales. Sectores como el turismo dieron cuenta de lo desechable que puede ser un empleo.
La crisis económica intensificada por la pandemia afecta de distintas formas. Mientras las empresas transnacionales reportan pérdidas que representan aquello que no pudieron acumular; para la sociedad significa pérdida de empleos que no permite pagar una renta, comprar alimentos y disfrutar de los servicios básicos.
En la tierra está la respuesta a las necesidades fundamentales de la vida.
Y por el otro lado, está la vida del campo y de la milpa; autosuficiente para aquellas familias que la trabajan con la convicción de que en la tierra está la respuesta a las necesidades fundamentales de la vida. Esta es la vida tradicional de los pueblos originarios y nos plantea una alternativa a lo que pareciera un catastrófico e inexorable futuro.
II: De donde nacieron nuestros sueños
La infancia la vivimos con la abuela, disfrutando de sus deliciosos guisos, cuyos ingredientes eran las cosechas del patio de la casa o de la milpa del abuelo: elotes, frijoles, calabazas, camotes y un sin fin de frutos del campo.
Éramos libres para correr en el pueblo y trepar a los árboles para bajar naranjas y, cuando había un río o una laguna cercana, nadar como peces, disfrutando del canto de las aves y los colores del monte.
Al crecer, estudiamos la secundaria en el pueblo; quizás tuvimos que trasladarnos a una comunidad más grande. La preparatoria fue en la ciudad y, quienes pudimos ingresar a la universidad, dejamos atrás la vida rural para instalarnos en una vida urbana que sería desde entonces nuestro nuevo hogar.
Los caminos hacia un título académico fueron largos y espinados: la economía no siempre es buena para los estudiantes foráneos y menos para nuestras familias que se quedaron en aquellos pueblos con nombres impronunciables en el castellano —lengua que se volvió la única permitida.
El esfuerzo y trabajo disciplinado permitieron lograr lo que nuestras madres soñaban: tener en la familia a un licenciado, una médica, un abogado, una ingeniera. Superar nuestra condición original de pobreza, de marginación y de limitaciones inherentes a los pueblos indígenas. Ahora podríamos aspirar a una nueva vida, próspera, cómoda y feliz.
III: De la diversidad a la tabula rasa
Lo que aprendimos en la universidad es innegablemente valioso: métodos, técnicas, conocimientos científicos. La academia nos permitió mirar un horizonte de posibilidades laborales y de crecimiento personal con el que tendríamos asegurado un futuro prometedor en el que —sin embargo— no cabría la vida que en la infancia disfrutamos todos los días.
Aceptar el modelo de desarrollo que la universidad nos ofreció implicó decir adiós al pueblo, en donde no encontraríamos una oportunidad laboral adecuada para nuestra formación. Significó, también, dejar nuestra lengua materna y priorizar el aprendizaje de alguna lengua extranjera que potenciara nuestras capacidades.
Cambiar la vida tranquila del campo por la agitada vida citadina con sus tiempos y ritmos propios, significó cambiar la libertad del pez en el lago por la prisión de la comodidad y de las oportunidades. El desarrollo significó negar quiénes somos.
Nos convertimos en la tabula rasa que recibió nuevas instrucciones para encajar en el sistema económico global para el que fuimos llamados y formados.
IV: Voltear la mirada
Hay un malestar que nos acompaña cotidianamente; un sentimiento de nostalgia, de enojo; a veces, de frustración. Esta sensación se activa cuando miramos la situación que se vive en las ciudades que habitamos: la pobreza, la injusticia, la desigualdad, el crimen y la sobre explotación de los recursos naturales.
Y, así, entendemos que hay un vínculo entre el modelo de desarrollo global y esta descomposición social y ambiental que desmantela los ideales de la sociedad postmoderna.
Es entonces que nos cuestionamos si el futuro que estamos construyendo con las herramientas que aprendimos a utilizar, es el adecuado para lograr esos sueños de felicidad a los que aspiramos; es entonces que reflexionamos sobre la superficialidad del consumo, de las apariencias y del valor de lo material que nos imponen las lógicas capitalistas. ¿Tenemos alternativas para el futuro?
Voltear la mirada es quizás la respuesta a estos cuestionamientos: recordar los consejos de la abuela, valorar la libertad de trepar a los árboles y de correr por el campo y, con ello, valorar lo que nos ofrece la ruralidad y sus saberes ancestrales. Esa alternativa de vida a la que muchas personas llaman buen vivir y que es, en esencia, la vida comunitaria, solidaria y en armonía con el entorno que practican los pueblos originarios.
V: El futuro es nuestro
Somos el resultado de las decisiones que tomamos y también somos el resultado del azar y de las circunstancias. Es sólo hoy, en el presente, cuando podemos decidir el rumbo que tomará eso que muchos llaman destino.
Pero cuestionar quiénes somos puede ser el primer paso de cara a ese final. Cuestionar lo que nos han enseñado —el sistema del que parecemos un engranaje más— el trabajo que tenemos; lo que aportamos a nuestra comunidad, a la ciudad y al país. Cuestionar el futuro que nos ofrecen y el que merecemos.
Cuestionar es el inicio de la construcción de un futuro digno para la humanidad.
El buen vivir es una alternativa de vida, es el legado de nuestros pueblos y tiene que ver con lo sagrados que son para nuestras abuelas el fuego, el agua, la selva, las montañas; el profundo respeto hacia la naturaleza. Se trata de valorar la sabiduría milenaria sobre plantas medicinales; el trabajo de la tierra; la cría de las abejas, y la ritualidad en la milpa. Es ante todo una actitud de comunidad.
Ante la competitividad que individualiza, el buen vivir nos ofrece solidaridad. Ante la explotación de la naturaleza que la acaba, el buen vivir nos ofrece respeto y cuidado para ella. Ante la desigualdad que empobrece, el buen vivir nos ofrece reciprocidad. Ante la desesperanza, el buen vivir nos ofrece oportunidad de vida digna.
Es posible construirnos un futuro digno en la ciudad con los elementos esenciales del buen vivir, es posible también replantearnos nuestro lugar en el mundo y retornar a la ruralidad.
Todo es posible siempre que haya esperanza; y la esperanza está en los campesinos, en las danzantes, en los apicultores, en las parteras. Hay esperanza en aquellos niños que corren en los pueblos y trepan los árboles; hay esperanza en aquellas abogadas, arquitectos y maestras en la ciudad que llevan en el corazón a su pueblo.
Hay esperanza en los pueblos originarios y en sus juventudes, estén donde estén.
VI: Lo que me tocó vivir
Crecí en un entorno urbano, un lugar considerado un pueblo grande o una ciudad pequeña. Mi familia viene del campo: de la tradición maya que cultiva la tierra y que ofrenda a la milpa. Mi abuelo además fue chichero, apicultor y comerciante. Mi abuela bordaba huipiles, elaboraba velas y rezaba a los montes.
En la escuela aprendí que podría tener un mejor futuro que el de mis padres y que, para lograrlo, debía transitar el camino académico. Y así me gradué con dos carreras y un postgrado.
Lo que nunca me enseñaron en la escuela fue a valorar mis raíces; honrar mi esencia; amar a mi tierra. Lo que tampoco me enseñaron fue a voltear la mirada y encontrar sabiduría; posibilidades de vida; enseñanzas, y un buen futuro ahí, donde nací, del lugar del que vengo.
Y un día, después de travesías por muchos mundos y profundos cuestionamientos; comprendí que la mayor grandeza para mi vida está justo en el lugar en el que partí; que las enseñanzas de mi abuela, de mi madre y del pueblo son invaluables. Entonces decidí volver a mi tierra.
VII: ¿Qué nos toca hacer?
Ahí dentro —en lo más profundo del corazón— aún cuando la memoria no nos ayude, está nuestra esencia. Vale la pena que honremos siempre nuestro origen, que recordemos quiénes somos, de dónde venimos, quiénes son nuestros abuelos y nuestras abuelas.
Hoy, cuando estamos construyendo nuestro futuro en medio de esta crisis civilizatoria, es cuando más necesitamos voltear la mirada a ese buen vivir que nos muestran los pueblos originarios.
Quizás decidamos volver al territorio donde nacimos, quizás decidamos quedarnos en la ciudad o incluso mudarnos al extranjero. Lo importante es que esas raíces que nos conectan a nuestros pueblos estén fuertes y nos permitan traer a nuestros espacios académicos, laborales y sociales esos elementos tan indispensables como la solidaridad, la comunidad, el respeto a la naturaleza, el amor por el territorio. También, que las actividades que realicemos honren la vida ancestral y procuren la defensa del derecho de existir de nuestros pueblos.
Las fronteras, los grados académicos, las políticas globales, las distancias geográficas y las otras formas de vida no deben ser barreras para que las enseñanzas de las abuelas sean parte de nuestra vida.
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