Las armas artesanales con las que se ganó la Guerra de Independencia
Gente común tuvo que aprender a combatir y a construir armas rudimentarias para luchar contra las fuerzas españolas
La guerra por la independencia de México convirtió a la gente común en soldados improvisados que no tuvieron de otras más que aprender tácticas de combate, disciplina militar e incluso fabricación de pólvora y armas para luchar contra los ejércitos españoles.
Es posible que el primer gran problema que avizoraron los rebeldes fue cómo tomarían la Alhóndiga de Granaditas, solo contando con hondas y escasas armas de fuego. Así que convinieron en realizar el ataque con dos cañones de madera con “cuero crudito” reforzados con cinchos de fierro, se desconoce si éstos habían sido hechos por ellos mismos o si fueron fabricados de forma profesional.
Sin embargo a los insurgentes les quedó aún más clara la importancia de las armas para sus propósitos, así como gente capacitada para operarlas. El cura Miguel Hidalgo reclutó más personas en Guanajuato y recogieron a la población toda aquellos artefactos bélicos que les pudieran ser útiles a su causa.
Al mismo tiempo empezaron con el acopio de capellinas, es decir piedras de bronce, que les sirvieran para fabricación de cañones. Colegiales de minería, matemáticos, hombres con conocimientos básicos en forja, como fue el caso de Rafael Dávalos, Casimiro Chowell, Ramón Fabié, Vicente Valencia y José Mariano Jiménez, fueron reclutados por Hidalgo para estar al frente de factorías improvisadas de armamento.
Así los insurgentes se fabricaron espadas, sables, hachas y machetes pero especialmente se dispusieron a generarse cañones basándose en manuales de construcción españoles como las Ordenanzas de Artillería. Los primeros estuvieron hechos de frascos de azogue, pero llegaron a ser tan defectuosos que algunos les reventaron en la cara al ser detonados.
Muchos de ellos los fabricaron en tiendas de herrerías y talleres improvisados de Guanajuato, Guadalajara, Valladolid (hoy Morelia) y poblados con reales de minas, como es el caso de Zacatecas, en donde encontraban plata, cobre y hierro para acuñarse monedas insurgentes pero también para fundirse armas de grueso calibre como cañones, obuses y culebrinas.
Torcuato Trujillo, militar español que dirigió a las tropas realistas contra los rebeldes, dijo en su momento que lograron quitarles 22 cañones a los inconformes durante diversos enfrentamientos entre mayo y septiembre de 1811, algunos “muy buenos” pero otros “de la construcción más monstruosa”.
“Se formaban también cañones de madera con cinchos de fierro; pero no solo éstos, sino los de metal, quedaban imperfectos”, indican las crónicas recopiladas por el investigador Moisés Guzmán Pérez, quien apunta que gracias a los manuales los insurrectos pudieron conocer la gama de calibres de cañones, balas para cada uno de ellos y la diversidad de modelos.
En distintos momentos los ejércitos españoles derrotaron a los insurgentes y capturaron su artillería. Por ejemplo, en el caso de la fatídica derrota de Puente de Calderón, las mejores 44 piezas se las llevaron a recapturada Guadalajara, ocho más (quizá las de menor calidad) fueron tiradas a una barranca, otras más fueron inhabilitadas al colocarles muñones en las bocas, otras más fueron enterradas, la misma suerte corrieron las balas de cañón.
Los investigadores coinciden en que la fabricación de su propio armamento — más allá de acabar con los contrarios— tuvo al menos dos funciones principales: alzar la moral insurgente y servir como elemento disuasorio más que agresivo. Tal vez para los líderes de la insurrección era claro que frente a una guerra desigual, la mejor batalla es la que se puede evitar.
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