Muchas de las grandes ciudades del mundo han vivido los profundos efectos de los desastres. Aunque estos han acompañado constantemente la historia de la humanidad —sobre todo en su faceta urbana—, lo cierto es que en muchos países y contextos tienden a verse bajo una óptica cortoplacista, como eventos delimitados en un tiempo de días o semanas, y en lugares o regiones específicos. A pesar de que en México y el mundo hay un volumen importante de investigaciones históricas y forenses de desastres, en el ámbito público hay una limitada comprensión de las causas humanas que los producen. Ello es visible en la mayor parte de la administración pública mexicana —incluso la que trabaja directamente en la reducción del riesgo— que, con honrosas excepciones, deja las causas de fondo y se enfoca en los aspectos de emergencia social.

Ilustración: Patricio Betteo

Estas causas de fondo están extraordinariamente encarnadas en la forma en la que vivimos en las ciudades contemporáneas, pues abarcan dinámicas territoriales, condiciones materiales, reglas e instituciones que estructuran nuestra vida social. En este sentido, las soluciones necesarias para la reducción del riesgo de desastres no son independientes de otros procesos sociales, económicos y políticos. Por esta razón, las acciones de atención y preparación de emergencias en metrópolis complejas como la Ciudad de México son indispensables, pero del todo insuficientes para desencadenar los cambios profundos requeridos para la reducción del riesgo de desastre. Sin atender los procesos de desarrollo a largo plazo, se atienden los síntomas, pero no las causas.

El caso de la Ciudad de México presenta algunos ejemplos paradigmáticos de la insuficiencia de la visión cortoplacista con que se han manejado sus múltiples riesgos durante las últimas décadas, agravando las potenciales condiciones catastróficas en varios sentidos. Pondremos como ejemplo de ello la retroalimentación negativa entre tres elementos de todo el sistema: la explotación del agua subterránea en el Valle de México, la transformación de las condiciones sísmicas del suelo y la dictaminación estructural como una práctica propia de las élites de la construcción de la ciudad. Esto nos da la oportunidad de considerar la relevancia de una visión a largo plazo para lo que serán los problemas agudos y crónicos de esta urbe en las próximas décadas.

La explotación del agua en el Valle de México es un problema muy añejo y sobre el que se ha escrito mucho. Baste decir que, desde finales de la década de los cuarenta, cuando estaba en proceso el diseño del primer sistema de trasvase de agua de la cuenca de Lerma hacia la cuenca de México, ya se registraban hundimientos por la extracción de agua local, así como problemas de contaminación por la pulverización de los suelos que anteriormente constituían el lecho del lago de Texcoco, afectando desde entonces la calidad del aire de aquella ciudad de tres millones de personas. A pesar de la ampliación de este sistema para tomar también el caudal del Cutzamala y trasvasarlo hacia la cuenca de México en los años ochenta, lo cierto es que más de la mitad del consumo urbano recae aún en los acuíferos locales.

Aun así, tras décadas de extracción intensiva de agua y de hundimientos diferenciales —que en ciertas zonas alcanzan hasta los nueve metros—1 la Ciudad de México no ha implementado medidas de largo alcance para aprovechar o infiltrar el agua de lluvia al subsuelo. La consecuencia es que a la ya compleja configuración de este subsuelo, producto del vulcanismo, la erosión y la acumulación de sedimentos propios de una cuenca lacustre, se suman el fracturamiento y la consolidación de arcillas, resultado de las actividades humanas. Y esto tiene a su vez consecuencias importantes en la respuesta sísmica de la cuenca.

De acuerdo con investigaciones recientes realizadas en el Instituto de Ingeniería de la UNAM,2 si las prácticas de extracción de agua subterránea continúan como hasta ahora, en las próximas décadas se dará un proceso de rigidización del subsuelo de la ciudad. Ello implicará la transformación de uno de los parámetros más importantes para definir la respuesta del parque habitacional a la aceleración producida por los sismos: el “periodo dominante del suelo”.

Este parámetro busca anticipar la respuesta que tendrá ese suelo ante las ondas sísmicas. Gracias a esta medida, los ingenieros pueden visualizar, al menos en parte, la danza entre una estructura construida y el suelo en el que se asienta cuando ocurre un temblor. Los especialistas toman en consideración dicho periodo para evitar un fenómeno llamado “resonancia”: una vibración en la misma frecuencia entre esa estructura y el suelo, lo cual aumenta la posibilidad de daño grave o colapso. Con un suelo de arcillas compactadas cada vez más rígido, la respuesta sísmica de los edificios cambiará en las siguientes décadas, porque los periodos dominantes serán cada vez más cortos.

El acortamiento de los periodos del suelo generará un cambio en el factor de amplificación que experimenta el suelo ante ondas sísmicas; con ello, algunas estructuras que previamente se consideraban seguras por los parámetros que se tomaron en cuenta al momento de su construcción se verán sometidas a aceleraciones distintas para las que fueron diseñadas. Con la consolidación de las arcillas del subsuelo, y ante ciertos tipos de sismo, las edificaciones de pocos niveles podrían presentar una reacción desfavorable para su estructura en ciertas zonas de la ciudad. En esta categoría podría caer un gran porcentaje de viviendas unifamiliares.

Aunque la consideración de estos parámetros ya forma parte de la normatividad técnica aprobada después de 2017, no fueron considerados en la construcción de la inmensa mayoría de las edificaciones previas. En las próximas décadas, muy probablemente tendremos un parque habitacional de decenas de miles de edificaciones con respuestas sísmicas diferentes a las consideradas al momento de ser construidas, sin que a la fecha exista un diagnóstico público de su vulnerabilidad sísmica estructural y, mucho menos, los instrumentos o programas de reforzamiento o renovación de la vivienda usada de nuestra ciudad.

Lo anterior nos lleva a algunas reflexiones sobre los escenarios a mediano y largo plazo para el riesgo sistémico de desastre de la Ciudad de México.

Como absoluta prioridad, la ciudad debería volver público el diagnóstico de la seguridad estructural de las edificaciones, nuevas y usadas, junto con la consideración de los escenarios de daños y pérdidas de las próximas décadas. Actualmente, parte de ese diagnóstico está en manos de algunos académicos, pocas empresas y del Instituto para la Seguridad de las Construcciones, que se ha negado a publicar dichos estudios a pesar de que es parte de sus obligaciones de transparencia. Si un ciudadano común desea tener un diagnóstico estructural de su vivienda, deberá pagar altos honorarios a alguno de los auxiliares de la administración pública autorizados. Incluso los tabuladores de pago están diseñados para formar parte de los costos propios de las obras medianas y grandes, altamente extractivas de plusvalía (y de agua del subsuelo), consideradas en el Reglamento de Construcciones como edificaciones de los grupos A y B1.

En efecto, la contratación y el costo de los dictámenes de seguridad estructural no están pensados para formar parte de la batería de información que garantice los derechos del ciudadano de a pie. Además, aunque el cambio más reciente del Manual de Lineamientos y Procedimientos Técnicos de Valuación Inmobiliaria ya permite realizar una valuación con métodos más libres, el nivel de exposición al peligro sísmico de los predios de la Ciudad de México está muy lejos de ser considerado como un componente en el valor del suelo y de la propiedad. Mientras estos aspectos no cambien en nuestra ciudad, hay pocos alicientes para considerar la seguridad estructural como parte de un conjunto integral de prácticas preventivas, indisolublemente ligadas al derecho a la vivienda.

Este breve recorrido por las interacciones entre la dictaminación estructural de largo plazo de las edificaciones, el peligro sísmico y la extracción de agua del subsuelo nos habla, precisamente, del perfil de los desastres en el futuro de la Ciudad de México. Los desastres no son eventos aislados; son procesos acumulativos de larga duración que muestran las desigualdades no atendidas, y las prácticas ambientales insostenibles de décadas en nuestra urbe.