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Especial: Aprendiendo a ser otros

Seis años no me bastaron para conocer realmente a ese pequeño ser que vino de mí, mi hijo, el primero y ahora sé que el único. Intento hacer memoria y sólo recuerdo haberme separado de él dos noches en toda su vida; sin embargo, no lo conocía. El confinamiento obligado por la pandemia me lo presentó, así tal cual es: con sus negros, blancos y grises, sin la rigurosidad de un horario laboral y escolar, y sin un montón de etcéteras que no me permitieron ver más allá de lo evidente.

Este pudiera ser un relato bonito, una historia de cómo un hecho mundial me ayudó a acercarme a lo que más amo, pero... ni sabía que estaba desconectada de él, ni tampoco me imaginaba que tras un temperamento “de fábrica” se escondía una condición que los médicos llaman Trastorno por Déficit de Atención con Hiperactividad (TDAH) y a la que yo desestimé por años porque se me hacía “la enfermedad de moda”.

Marzo de 2020 nos paró en seco y nos encerró en casa: un niño y dos papás, una “condición” y dos adultos que la ignoraban. Si bien notamos en él comportamientos distintos, manías por asegurarse de que las puertas estuvieran cerradas, lo atribuimos a la ansiedad del no contacto con el mundo, a lo que escuchaba de dos padres periodistas sobre el “conoravirus” y sus efectos, a la casa ahora muy chica que antes nos resultaba perfecta porque estaba a pasos de la escuela y sólo usábamos para reposar y dormir.

Dos meses después ya no era cuarentena sino “nueva normalidad”: con papá instalado en casa, escribiendo noticias y cocinando. Una nueva vida tan “normal” que mamá hasta consiguió empleo, una contratación sui generis la llamaron. Y así transcurrió el año, entre mucho calor, muchas lluvias, exceso de tecnología y un trastorno que crecía escondido.

Cambiamos de casa, más fresca, más grande, con espacio para jugar y correr; pero a nuestro niño se le olvidó jugar, o ahora lo hacía distinto, de una forma que no entendíamos y tampoco nos gustaba. Lo asumimos como rebeldía y seguimos porque las ocupaciones nos consumieron. Hasta que una noche el problema nos explotó en la cara: tics nerviosos. ¿En niños? Sí, son posibles y alarmantes porque se manifiestan como consecuencia de un mal mayor. Como la fiebre y las infecciones, pero para esto no hay antibiótico.

Desde el diagnóstico hasta ahora hemos vivido noches de insomnio “controlado”, de esos que indican previo a un estudio cerebral, he llorado mientras su cabecita está atada a cables y sometida a estímulos de luz en procedimientos médicos nada agradables. Lo he visto pasar de la risa al llanto, del grito al silencio, de la ansiedad al sosiego, todo porque la región del cerebro en la que se gesta el autocontrol funciona irregularmente, no está “madura”.

El TDAH es, si se quiere, una condición común, que de no tratarse en la infancia causa múltiples problemas en los adultos. ¿Qué habría pasado si el mundo no se para? ¿Cómo habría podido advertir que un problema de conducta se gestaba en el interior de su pequeña cabecita? Y por último y no menos importante: ¿Cómo lo manejo?

La vida no ha sido fácil desde la noche del 30 de noviembre, no es lo mismo suponer que el encierro le está pasando factura y que cuando nos vacunen contra coronavirus todo pasará a tener la certeza de que existe una condición que marcará su vida y que de nosotros depende de que logre adaptarse a ella, tener una infancia plena y un futuro feliz, pero sí, le tengo miedo al proceso, lo admito.

Qué necesitas, me han preguntado muchas veces las personas de mi entorno a las que les he contado, pero ni yo misma lo sé. Supongo que seguir como hasta ahora, dándole todo el amor que puedo y mantenerme ocupada en lo que me gusta: mi trabajo, uno que por cierto -y tras la dura migración- me devolvió de nuevo a la alta exigencia, a ligas en las que me formé.

Hoy se cumple un año desde que fue declarada pandemia y en casa estamos a cuatro días de cumplir 365 encerrados. Mi balance, sin embargo, es positivo, vamos invictos de Covid-19 y con la esperanza de que mi hijo volverá a sonreír como antes.