FERNANDO DÍAZ VILLANUEVA
Bahrein es un minúsculo país insular en la costa occidental del golfo Pérsico. Las trece islas que lo forman arrojan una superficie de 750 kilómetros cuadrados, poco más que el municipio de Madrid y algo menos que la también diminuta república de Santo Tomé y Príncipe, en el golfo de Guinea. A pesar de su pequeño tamaño Bahrein es, con más de 1.200.000 habitantes, un país muy poblado. La combinación de ambos parámetros le convierten en uno de los lugares más densamente poblados del golfo. Los bahreiníes viven, literalmente apiñados en su pequeña isla.
Pero si lo hacen no es porque no quepan –Madrid, con la misma extensión tiene dos millones de habitantes más–, sino porque casi todos viven en la capital, Manama, y sus alrededores, es decir, en el tercio superior de la isla principal. El resto del país está casi vacío. Sólo hay algunos pozos de petróleo, el circuito de Fórmula 1 donde todos los años se celebra el Gran Premio de Bahrein, algunos resorts de lujo y palacetes que pertenecen sin excepción a laminoría sunnita que gobierna el país.
Pero Bahrein no es un país de mayoría sunnita sino chiíta. Siete de cada diez musulmanes que residen en el emirato son fieles de esta última rama del Islam. Este hecho explica más que cualquier otro los recientes altercados que se han producido en el país. La mayoría chiíta, reducto de cuando Bahrein era parte de Persia, vive sojuzgada por la sunnita. Aunque, en principio, los chiítas pueden practicar su religión libremente, el emir Hamad Al Jalifa, su Gobierno y los propietarios de la tierra son sunnitas. Como consecuencia la diferencia de renta entre unos y otros es muy grande.
Esto es algo que conocen todos los bahreiníes. Al ser el país tan pequeño han visto con sus propios ojos cómo viven unos –los chiítas–, generalmente hacinados en barrios de Manama, y como lo hacen los otros –los sunnitas–, en confortables apartamentos o, si pertenecen a la élite en lujosas mansiones costeras con piscina rodeadas de verdes palmerales. También saben que parte del país está vacío y que ellos, en cambio, tienen verdaderos problemas para encontrar una casa nueva a precios razonables.
Entonces llegó Google y lanzó en 2005 uno de sus productos estrella: Google Earth. Con un simple ordenador y una conexión a Internet cualquier bahreiní podía ver su pequeño país desde arriba... y comparar. El ojo digital del satélite no miente. Muestra lo apretados que viven los chiítas en sus barrios, los jardines de ensueño que disfrutan otros o las inigualables vistas al mar de los nuevos desarrollos para ricos, como los de "El Pétalo", un conjunto de islas artificiales construido a imagen y semejanza de las famosas "palmeras" de Dubai.
Abrir Google Earth e indignarse se convirtió repentinamente en un deporte muy practicado en el emirato. A Al Jalifa y los suyos, sin embargo, esto de que sus súbditos comparasen no les gustaba nada, así que en el año 2006 el Gobierno, a través del ministro de Información, bloqueó el acceso a la aplicación. Los medios occidentales apenas se hicieron eco de tal medida hasta hoy, cuando la situación en el emirato se ha tornado insostenible.
Pero los habitantes de Bahrein no obedecieron la orden que les impedía visitar su propio país desde el espacio. Pronto empezaron a circular esas imágenes por Internet, se las enviaban unos a otros en correos electrónicos o se conectaban a Google Earth a través de servicios de Internet que garantizan el anonimato. La decisión del Gobierno se quedó en nada y ver Google Earth se transformó en un acto de protesta. La prohibición agudizó la vista de los internautas, más atentos aún a identificar palacios y señoríos a los que nunca tendrían acceso de otro modo.
Cuando la revuelta empezó hace un mes en Bahrein todos ya conocían mejor el país desde el satélite que a pie de calle. Entonces los medios occidentales repararon en este accidental pero relevante hecho. El aparentemente inofensivo Google Earth se había convertido en un arma revolucionaria.
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