Los grandes historiadores y la historiografía musulmana
«La historia cautiva el oído del sabio y el del ignorante; el simple y el inteligente se encantan con sus relatos y los solicitan. La historia comprende todas clases de temas… Su superioridad sobre las otras ciencias es evidente, y todos los ingenios le conceden la supremacía. Con razón dicen los sabios que el amigo más seguro es un libro… Te ofrece al mismo tiempo el comienzo y el fin, poco o mucho; reúne lo lejano a lo que está cerca de ti, el pasado al presente; combina las formas más diversas, las especies más distintas. Es un muerto que te habla en nombre de los muertos, y que te hace accesible el lenguaje de los vivos. Es una persona íntima que se alegra con tu alegría, que duerme con tu sueño y que sólo te habla de lo que gustas».
Al-Mas’udi () en su obra (“Las praderas de oro”)
Los musulmanes contaron entre los siglos IX y XVII con grandes historiadores (muarrijín; singular, muárrij) que escribieron obras memorables. La historiografía en el Islam se ha expresado a través de una disciplina específica, el tarij cuya equivalencia habitualmente admitida por los traductores es «historia». Vinculado a necesidades particulares y muy diversas de la vida práctica (religiosos, legislativos, jurídicos, políticos, administrativos, sociales, científicos), el interés por el pasado se manifestó desde el siglo I de la Hégira (VII de la era occidental). Se asiste entonces a un vasto movimiento —que no hará más que extenderse, especialmente entre los siglos VIII y XVII de la era occidental— de recopilación y escritura de informaciones de todas clases (ajbar: relatos, informaciones; azar: huellas, vestigios, declaraciones, obras; ahadiz: dichos, narraciones, tradiciones).
Entre el siglo I y el IV de la Hégira (siglos VII al X d.C.), la cultura islámica acumula un vasto saber sobre el tiempo. Ese saber, que tiene sus raíces en la tradición árabe anterior, se enriquece con los aportes persas, indios, griegos y egipcios y se nutre de los trabajos de los astrónomos y los geógrafos. La magistral síntesis que de él lleva a cabo al-Biruni en la primera mitad del siglo V/XI impresiona por su tono de objetividad. Es la más vasta y rigurosa suma de conocimientos sobre el tiempo que el hombre haya acumulado antes de la época moderna. A partir del siglo II/VIII experimentan una expansión progresiva la datación, la adopción del orden cronológico y la elaboración de cuadros y esquemas. Consignar la fecha indicando el año, el mes y el día se impone ahora como regla casi absoluta cuando el historiador tiene que relatar la mayoría de los hechos. El contraste es manifiesto con la historiografía del Occidente medieval donde sólo a partir del siglo XI se generalizará el sistema cronológico unificado y donde todavía en el siglo XIV es poco segura la cronología de los principales acontecimientos.
La originalidad de la historiografía musulmana, pero también sus límites, residen en su concepción de la información histórica (jabar). El jabar (pl. ajbar) es el hecho, el acontecimiento tal como lo trata el discurso o como se presenta en un “relato”. El historiador no se ocupa de los hechos desnudos, sino que parte de un elemento dado que es el relato tal como lo transmite la tradición, escrita u oral, o tal como lo presenta un testigo vivo (que puede ser el historiador mismo). Su tarea consiste pues, prioritariamente, en autentificar o validar los relatos mediante la crítica de los testimonios y de los cauces de transmisión. El historiador no endereza su labor a buscar o sentar hechos sino a acopiar, clasificar y organizar informaciones, fundamentando su validez. La verdad intrínseca de los relatos no pasa de ser cuestión relativamente secundaria hasta Ibn Jaldún, el cual erige el conocimiento de las leyes del umran (el orden humano, la sociedad) como fundamento de la crítica histórica.
El historiador musulmán clásico está obligado a respetar, a menudo literalmente, los relatos que le llegan de la tradición. Y esos relatos puede clasificarlos en géneros muy diversos, organizarlos libremente en obras de compilación más o menos vasta, pero lo que no puede es elaborarlos a su guisa, reconstruirlos o refundirlos según una perspectiva propia.
Por consiguiente, no hay en la historiografía musulmana reconstrucción del pasado a la manera griega ni historia teológica tal como se nos muestra en la Edad media cristiana. De ahí esa imparcialidad que suele reconocérsele. De ahí también su concepción de un tiempo estacionario que no lleva en su seno dinámica alguna de evolución o de progreso sino que simplemente ordena desde el exterior la sucesión de los acontecimientos. Una vez más Ibn Jaldún quien, al contemplar la evolución del nacimiento al ocaso, de vastos conglomerados humanos como los árabes, los bereberes, los persas y los “rum” (griegos, romanos, bizantinos), conferirá a esa visión una dimensión nueva.
El primer período, que llega hasta el siglo III de la Hégira, culmina con esa suma que es el Kitab ar-rusul ua-l-mulk (Libro de los profetas y los reyes) de at-Tabari. La era de la Hégira entra rápidamente en vigor. El método de la isnad (constitución de una cadena de fiadores y crítica de los testimonios), concebido en un principio para satisfacer las necesidades de las ciencias religiosas, se aplica a la biografía del Profeta, al relato de las conquistas musulmanas y, progresivamente, a todo tipo de relatos.
Aparecen los primeros relatos históricos, que a veces cristalizan en géneros: maghazi y sira (incursiones y biografía del Profeta), futuh (conquistas), ahdaz (acontecimientos políticos principales), ajbar al-awa’il (narraciones relativas a los reyes y a las naciones anteriores al Islam), ayyam al-arab (relatos referentes al pasado de los árabes), ansab, ma azir, mazalib (genealogías, hazañas, vicios), biografías de sabios, también conocida como ‘Ilm al-Riÿal (ciencia de las biografías), listas de maestros, crónicas políticas y administrativas, historias de las dinastías omeyas y abasíes, colecciones de cartas de los secretarios. Poco a poco se va imponiendo la costumbre de fechar hechos y acontecimientos y de seguir el orden cronológico.
Ven la luz gran número de síntesis, como las Maghazi (sing. maghzat) de Muhammad Ibn Umar al-Waqidi (747-823), la Sira de Muhammad Ibn Ishaq Ibn Yasar (704-767), las Tabaqat (categorías; clasificaciones) de Ibn Sa’d (m. 845), las Ajbar al-tiwal (largas historias) de al-Dinawari (815-902), los Ansab al-Ashraf (nobles linajes) de Ahmad Ibn Iahia al-Baladhuri (m. 892) y el Tarij de al-Ya’qubi (m. 897). Todas estas obras forman ya una vasta literatura histórica de la que ha llegado hasta nosotros relativamente poco, pero acerca de la cual disponemos de un testimonio muy preciso gracias a la lista de los títulos de obras que se incluyen en las bibliografías elaboradas posteriormente, como el Fihrist (índice) de Ibn al-Nadim al-Bagdadi (936-995), terminado en el año 377 de la Hégira (988 d.C.).
El segundo período, el así llamado ‘clásico’, se caracteriza por la aplicación de todas esas tendencias, aunque con cierto menoscabo del método de las isnad (cadenas de testimonios) y, a la vez, por la aparición de nuevos géneros. Después de at-Tabari, pero sin ejercer la misma influencia que él, al-Mas’udi compone las “Praderas de oro”, otra historia de tendencia universalista. A partir del siglo IV de la Hégira (X d.C.), la historiografía, más o menos oficial, se apoya más decididamente en los archivos del estado o en los archivos provinciales. Así acontece con las obras de Hasan Ibn Thabit Ibn Sinán as-Sabi (el Sabeo).
La historia de las ciudades se impone como género de importancia cardinal, con una abundante producción, cuyo ejemplo más ilustre es la Historia de Bagdad de al-Jatib al-Bagdadi. Al mismo tiempo se perfeccionan y multiplican los diccionarios biográficos, relacionados con la vida religiosa e intelectual: repertorios de poetas y de especialistas diversos, colecciones de doctores pertenecientes a las distintas escuelas teológico-jurídicas, catálogos de escritores, vidas de santos, etc. La tradición historiográfica se implanta sólidamente y florece en las diversas regiones del dominio islámico.
En cuanto al tercer período, que se inicia a mediados del siglo V de la Hégira (XI d.C.), tiene su origen en la ruptura causada por las profundas transformaciones políticas que en aquella época experimenta el mundo del Islam. El horizonte de la producción historiográfica se encoge y estrecha hasta mediados del siglo VI (XII d.C.). seguidamente, es Siria la que va a desempeñar durante algún tiempo un papel prominente, con historiadores como Ibn al-Tayyi, Ibn Abi al-Dam e Ibn al-Nazif, autores de grandes historias universales, a los que un poco después viene a continuar Ibn al-Atir, autor de al-Kamil (Libro completo de las crónicas). Le toca después a Egipto la suerte de ser la cuna de grandes historiadores como Ibn Hayar, al-Maqrizi, al-Ayni, Ibn Tighiribirdi, al-Sajawi y al-Suyuti. En el Magreb vive y escribe por la misma época Ibn Jaldún, cuya obra innovadora será admirada en su siglo pero sin que tenga continuadores. Por último, le tocará el turno a los historiadores otomanos que se extienden hasta el siglo XX.
Al-Mas’udi () en su obra (“Las praderas de oro”)
Los musulmanes contaron entre los siglos IX y XVII con grandes historiadores (muarrijín; singular, muárrij) que escribieron obras memorables. La historiografía en el Islam se ha expresado a través de una disciplina específica, el tarij cuya equivalencia habitualmente admitida por los traductores es «historia». Vinculado a necesidades particulares y muy diversas de la vida práctica (religiosos, legislativos, jurídicos, políticos, administrativos, sociales, científicos), el interés por el pasado se manifestó desde el siglo I de la Hégira (VII de la era occidental). Se asiste entonces a un vasto movimiento —que no hará más que extenderse, especialmente entre los siglos VIII y XVII de la era occidental— de recopilación y escritura de informaciones de todas clases (ajbar: relatos, informaciones; azar: huellas, vestigios, declaraciones, obras; ahadiz: dichos, narraciones, tradiciones).
Entre el siglo I y el IV de la Hégira (siglos VII al X d.C.), la cultura islámica acumula un vasto saber sobre el tiempo. Ese saber, que tiene sus raíces en la tradición árabe anterior, se enriquece con los aportes persas, indios, griegos y egipcios y se nutre de los trabajos de los astrónomos y los geógrafos. La magistral síntesis que de él lleva a cabo al-Biruni en la primera mitad del siglo V/XI impresiona por su tono de objetividad. Es la más vasta y rigurosa suma de conocimientos sobre el tiempo que el hombre haya acumulado antes de la época moderna. A partir del siglo II/VIII experimentan una expansión progresiva la datación, la adopción del orden cronológico y la elaboración de cuadros y esquemas. Consignar la fecha indicando el año, el mes y el día se impone ahora como regla casi absoluta cuando el historiador tiene que relatar la mayoría de los hechos. El contraste es manifiesto con la historiografía del Occidente medieval donde sólo a partir del siglo XI se generalizará el sistema cronológico unificado y donde todavía en el siglo XIV es poco segura la cronología de los principales acontecimientos.
La originalidad de la historiografía musulmana, pero también sus límites, residen en su concepción de la información histórica (jabar). El jabar (pl. ajbar) es el hecho, el acontecimiento tal como lo trata el discurso o como se presenta en un “relato”. El historiador no se ocupa de los hechos desnudos, sino que parte de un elemento dado que es el relato tal como lo transmite la tradición, escrita u oral, o tal como lo presenta un testigo vivo (que puede ser el historiador mismo). Su tarea consiste pues, prioritariamente, en autentificar o validar los relatos mediante la crítica de los testimonios y de los cauces de transmisión. El historiador no endereza su labor a buscar o sentar hechos sino a acopiar, clasificar y organizar informaciones, fundamentando su validez. La verdad intrínseca de los relatos no pasa de ser cuestión relativamente secundaria hasta Ibn Jaldún, el cual erige el conocimiento de las leyes del umran (el orden humano, la sociedad) como fundamento de la crítica histórica.
El historiador musulmán clásico está obligado a respetar, a menudo literalmente, los relatos que le llegan de la tradición. Y esos relatos puede clasificarlos en géneros muy diversos, organizarlos libremente en obras de compilación más o menos vasta, pero lo que no puede es elaborarlos a su guisa, reconstruirlos o refundirlos según una perspectiva propia.
Por consiguiente, no hay en la historiografía musulmana reconstrucción del pasado a la manera griega ni historia teológica tal como se nos muestra en la Edad media cristiana. De ahí esa imparcialidad que suele reconocérsele. De ahí también su concepción de un tiempo estacionario que no lleva en su seno dinámica alguna de evolución o de progreso sino que simplemente ordena desde el exterior la sucesión de los acontecimientos. Una vez más Ibn Jaldún quien, al contemplar la evolución del nacimiento al ocaso, de vastos conglomerados humanos como los árabes, los bereberes, los persas y los “rum” (griegos, romanos, bizantinos), conferirá a esa visión una dimensión nueva.
El primer período, que llega hasta el siglo III de la Hégira, culmina con esa suma que es el Kitab ar-rusul ua-l-mulk (Libro de los profetas y los reyes) de at-Tabari. La era de la Hégira entra rápidamente en vigor. El método de la isnad (constitución de una cadena de fiadores y crítica de los testimonios), concebido en un principio para satisfacer las necesidades de las ciencias religiosas, se aplica a la biografía del Profeta, al relato de las conquistas musulmanas y, progresivamente, a todo tipo de relatos.
Aparecen los primeros relatos históricos, que a veces cristalizan en géneros: maghazi y sira (incursiones y biografía del Profeta), futuh (conquistas), ahdaz (acontecimientos políticos principales), ajbar al-awa’il (narraciones relativas a los reyes y a las naciones anteriores al Islam), ayyam al-arab (relatos referentes al pasado de los árabes), ansab, ma azir, mazalib (genealogías, hazañas, vicios), biografías de sabios, también conocida como ‘Ilm al-Riÿal (ciencia de las biografías), listas de maestros, crónicas políticas y administrativas, historias de las dinastías omeyas y abasíes, colecciones de cartas de los secretarios. Poco a poco se va imponiendo la costumbre de fechar hechos y acontecimientos y de seguir el orden cronológico.
Ven la luz gran número de síntesis, como las Maghazi (sing. maghzat) de Muhammad Ibn Umar al-Waqidi (747-823), la Sira de Muhammad Ibn Ishaq Ibn Yasar (704-767), las Tabaqat (categorías; clasificaciones) de Ibn Sa’d (m. 845), las Ajbar al-tiwal (largas historias) de al-Dinawari (815-902), los Ansab al-Ashraf (nobles linajes) de Ahmad Ibn Iahia al-Baladhuri (m. 892) y el Tarij de al-Ya’qubi (m. 897). Todas estas obras forman ya una vasta literatura histórica de la que ha llegado hasta nosotros relativamente poco, pero acerca de la cual disponemos de un testimonio muy preciso gracias a la lista de los títulos de obras que se incluyen en las bibliografías elaboradas posteriormente, como el Fihrist (índice) de Ibn al-Nadim al-Bagdadi (936-995), terminado en el año 377 de la Hégira (988 d.C.).
El segundo período, el así llamado ‘clásico’, se caracteriza por la aplicación de todas esas tendencias, aunque con cierto menoscabo del método de las isnad (cadenas de testimonios) y, a la vez, por la aparición de nuevos géneros. Después de at-Tabari, pero sin ejercer la misma influencia que él, al-Mas’udi compone las “Praderas de oro”, otra historia de tendencia universalista. A partir del siglo IV de la Hégira (X d.C.), la historiografía, más o menos oficial, se apoya más decididamente en los archivos del estado o en los archivos provinciales. Así acontece con las obras de Hasan Ibn Thabit Ibn Sinán as-Sabi (el Sabeo).
La historia de las ciudades se impone como género de importancia cardinal, con una abundante producción, cuyo ejemplo más ilustre es la Historia de Bagdad de al-Jatib al-Bagdadi. Al mismo tiempo se perfeccionan y multiplican los diccionarios biográficos, relacionados con la vida religiosa e intelectual: repertorios de poetas y de especialistas diversos, colecciones de doctores pertenecientes a las distintas escuelas teológico-jurídicas, catálogos de escritores, vidas de santos, etc. La tradición historiográfica se implanta sólidamente y florece en las diversas regiones del dominio islámico.
En cuanto al tercer período, que se inicia a mediados del siglo V de la Hégira (XI d.C.), tiene su origen en la ruptura causada por las profundas transformaciones políticas que en aquella época experimenta el mundo del Islam. El horizonte de la producción historiográfica se encoge y estrecha hasta mediados del siglo VI (XII d.C.). seguidamente, es Siria la que va a desempeñar durante algún tiempo un papel prominente, con historiadores como Ibn al-Tayyi, Ibn Abi al-Dam e Ibn al-Nazif, autores de grandes historias universales, a los que un poco después viene a continuar Ibn al-Atir, autor de al-Kamil (Libro completo de las crónicas). Le toca después a Egipto la suerte de ser la cuna de grandes historiadores como Ibn Hayar, al-Maqrizi, al-Ayni, Ibn Tighiribirdi, al-Sajawi y al-Suyuti. En el Magreb vive y escribe por la misma época Ibn Jaldún, cuya obra innovadora será admirada en su siglo pero sin que tenga continuadores. Por último, le tocará el turno a los historiadores otomanos que se extienden hasta el siglo XX.
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