La censura y sus promotores
Me sorprende que les sorprenda que las plumas al servicio del presidente – las que escriben y las que dibujan–, esas plumas de izquierda, plumas anti neoliberales, se hayan volcado a defender a Trump cuando las cadenas televisivas decidieron interrumpir su perorata sobre un fraude. Me sorprende porque en los estamentos culturales de la progresía, desde siempre, es normal lo de honrar una tradición ya antigua: la de obedecer, que lleva inevitablemente, junto con parejo, la de promover la censura.
Es evidente: imaginar que la responsabilidad de una cadena o un canal es reproducir íntegramente un choro presidencial, dure lo que dure, sin importar el número o la gravedad de las mentiras que le sirven de esqueleto y obviando sus intenciones golpistas, implica, claramente, una pulsión censora, una cosmovisión síseñorpresidentista a la que hasta el más despistado sabrá encontrarle antecedentes, para no ir más lejos, en el escabroso siglo XX, el de los totalitarismos, en el que verdaderas manadas de intelectuales, periodistas y artistas que clamaron por libertades en el viejo régimen se entregaron a pedir que fueran suprimidas en el nuevo, el suyo.
Por supuesto, lo que vale para los medios vale para los individuos. Me viene a la mente, un ejemplo entre muchos, el congreso de escritores antifascistas, en la España en guerra del 37, en el que, al unísono, una pléyade de rockstars de la progresía (Pablo Neruda, André Malraux, Nicolás Guillén, Rafael Alberti e Ilya Ehrenburg, entre muchos otros) marginaron y luego denostaron a André Gide, futuro Nobel, por el pecado de viajar al reino de Stalin y contar lo que vio, una pesadilla, en Regreso de la URSS.
No, esto no es nuevo. La diferencia, muy importante, radica en que el socialismo tenía un orden, una estructura, un guion: del padrecito Stalin, hombre informado, bajaba hasta el ultimo escritor o monero una pauta de lo que se podía decir y lo que no, y la pauta se seguía. Eso era el socialismo de antes, el “realmente existente”. En cambio, el populismo, como hemos comprobado, procede conforme a una continua improvisación, con sus consecuencias: contradicciones, sobre todo. Y así, la verdad, está difícil saber cuándo aplaudir y cuándo abuchear. Porque un día te toca decir “Güey, qúe chido que Andrés haya puesto en la mañanera la rola de Óscar Chávez”, hombre de rigurosa izquierda, y al siguiente –asumes, porque nadie te lo ha indicado, en este desmadre– echarle una mano a Donald Trump, el amigo de los supremacistas blancos, el que nos llamó violadores, el misógino, porque tu presidente lo llamó “amigo”.
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