LA SEGUNDA EDAD MEDIA
ENRIQUE SERNA plantea que “el siglo XXI podría ser la segunda Edad Media, porque millones de seres involutivos creen que la veracidad histórica o la verdad a secas es una cuestión de fe o un dictamen emitido por mayoría”.
Por Enrique Serna
7 dic 2020
EMEEQUIS.– En la Edad Media, la búsqueda de la verdad era más ardua que la del Santo Grial. Con la filosofía estrangulada por la escolástica, el pensamiento libre sólo aspiraba a reformar algunos dogmas religiosos, pero la Iglesia no toleraba ningún brote de disidencia que amenazara su poder absoluto. El Santo Oficio, la primera policía del pensamiento, fue creada para reprimir a los pocos valientes que intentaban aventurarse por ese camino. Junto con la herejía, la Inquisición mató la curiosidad intelectual o al menos la hirió de muerte. Los historiadores de la época se las veían negras para introducir criterios de veracidad en el corpus doctrinal de la Iglesia, porque los milagros de vírgenes y santos, por ejemplo, habían espoleado tanto la imaginación de los fieles que resultaba difícil imponer versiones oficiales de sus proezas. El dominico italiano Santiago de la Vorágine (1228-1298) emprendió esa tarea en La Leyenda dorada, una compilación de vidas de santos que buscaba limpiar de impurezas la devoción popular.
En aquel tiempo, leyenda no significaba, como ahora, fantasía o ficción, sino “lo que se debe leer”, es decir, el canon admitido por toda la cristiandad. Para separar el trigo de la cizaña, el compilador de milagros desmintió algunos atribuidos a santos de pacotilla, sin poner en duda las resurrecciones o las curas fabulosas realizadas por los figurones de la santidad. El funcionamiento del purgatorio era un tema que los padres de la iglesia habían dejado en la imprecisión. Mucha gente creía que el castigo de los pecadores arrepentidos in extremis (quemaduras mucho más atroces que las padecidas por los mártires en la hoguera, según San Agustín) no corría a cargo de los ángeles buenos, sino de las huestes infernales. Como esa creencia ennoblecía a los demonios, Santiago de la Vorágine se atrevió a señalar: “En mi opinión parece más verosímil y digno de crédito que los espíritus malos no intervienen para nada en las penalidades purificatorias, pues proceden directamente de una determinación equitativa de Dios”. Los masoquistas del Opus Dei deben estar de plácemes, pues cumplirán en el purgatorio su más caro anhelo: ser marcados con hierro candente por un ángel andrógino con las alas negras de hollín.
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Fue un pecado de soberbia suponer que el racionalismo, los avances científicos, la historiografía y la comprobación de hechos en los mejores periódicos o noticieros bastarían para desterrar de la arena política el pensamiento mágico y la creencia en milagros. Esos atavismos se han fortalecido y junto con ellos, la proclividad de la masa a negar evidencias cuando contravienen dogmas ideológicos o religiosos. De hecho, el siglo XXI podría ser la segunda Edad Media, porque millones de seres involutivos creen que la veracidad histórica o la verdad a secas es una cuestión de fe o un dictamen emitido por mayoría. Sólo dan crédito al líder espiritual que previamente los ha cautivado con la promesa de llevarlos al paraíso en esta o en la otra vida. Los odiosos buscadores de una verdad ajena a las ideologías y válida para todo el mundo no tienen la menor esperanza de conmoverlos.
El evolucionismo de Darwin, por ejemplo, dista mucho de ser una verdad universalmente aceptada. Los fieles de muchas religiones la rechazan, si acaso la conocen. Y no me refiero sólo a los creyentes de África y el Tercer Mundo: en el país más poderoso de la tierra, millones de primates rubios todavía se niegan a creer que el hombre desciende de sus ancestros. En esa franja de la población, Donald Trump obtuvo los votos que lo llevaron a la presidencia en 2016. Sus feligreses le creyeron a ciegas que el mayor problema de Estados Unidos era la lenta pero inexorable invasión de mexicanos en busca de trabajo, y ahora se tragaron un disparate mayor: el supuesto fraude electoral de los demócratas. Ninguna verdad, por flagrante que sea, puede inquietar a las máquinas de creer. Bastaría que se asomaran a la CNN o al New York Times para cotejar noticias, pero esos medios informativos les repugnan porque representan a su némesis, la odiosa modernidad que primero los condenó a la pobreza y ahora los considera una rémora.
Una democracia sólo puede funcionar cabalmente cuando algunas verdades fundamentales no están sujetas a discusión, pero lograr ese consenso se ha vuelto una empresa titánica. O la educación se extiende con rapidez a todas las capas sociales, incluyendo a la más alta, o el secuestro de la verdad seguirá siendo el camino más corto al poder. Un reformador social no debería temer a los desengaños, pues como decía José Revueltas, “la verdad siempre es revolucionaria, venga de donde venga”. La utopía igualitaria está viva, pero será impracticable mientras los desposeídos se entreguen inermes a los profetas autoritarios. Ni ellos ni nadie les pueden ahorrar el deslinde entre lo cierto y lo falso.
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