Los que abandonan el barco
La pregunta surge siempre que alguno de los asiduos facilitadores de la demagogia obradorista abandona el barco, ya sea por arrepentimiento, por prudencia reputacional, o por diferencias irreconciliables, pues los hay de todos: quienes ven que el barco ya le pegó al iceberg y quieren salvar su prestigio, quienes buscan enmendar su ingenuidad, y quienes de plano fracasaron. ¿Qué trato habremos de darles?
No hablo del votante común. Castigar el voto sería convocar a una reacción despótica. El votante tendrá que hacer –más le vale– sus propias reflexiones. Pero los facilitadores son diferentes: se beneficiaron de asistir a un régimen sobre el que existen advertencias desde hace al menos 20 años. Algunos con poder, otros con dinero, otros más con impunidad. ¿Y qué le dieron al país a cambio?
Me parece que se les ha agotado el tiempo para salir indemnes. Hay quienes, como Carlos Urzúa, se dieron cuenta temprano y, a pesar del daño hecho, tuvieron la suficiente valentía no sólo para renunciar sino para volverse críticos. ¿Pero se podría decir lo mismo de alguien como Poncho Romo, quien fungió como atenuante durante años y ahora, a la tercera parte del sexenio, pretende escabullirse sin dar la cara?
El aviso es claro. Varios empezarán a dar volantazo a medida que los augurios se cumplen. Tienen preparada la salida y comienzan a tomar distancia para caer en blandito, saboreando la amnesia garantizada de un pueblo que lo perdona todo. Y no dudemos que los más jóvenes se conviertan, dentro de algunos lustros, en diputados y senadores, desde cuyos estrados pregonarán cómo entregaron su juventud a la justicia y la democracia.
No habremos de mantener listas macartistas: algo propio del obradorismo. Pero tampoco sería justo un lavado de cara automático –como sugieren algunos “pragmáticos”– para sumar a esos facilitadores a la oposición. Una oposición con esos perfiles sería intelectualmente deshonesta. El obradorismo ya también fue esa gran arca de Noé de perdón a cambio de lealtad.
No, la medida sana siempre será la crítica administrada en momentos oportunos, cuando este o aquel pillo quiera esconderse, o erigirse como portaestandarte de la democracia, sobre todo para volver a acceder al poder. Y ahí está justamente el antídoto a la amnesia popular. Porque el interés ulterior no es montar un tribunal inmisericorde, sino suscitar la reflexión y la memoria, donde el público tenga los suficientes elementos para reconocer a los farsantes. Y esa –la pedagogía– es la tarea de los guardianes de la democracia. Habremos de repetir a cuentagotas lo que fueron: hombres nocivos para la república, pues ya ha pasado demasiado tiempo y el daño ha sido enorme. A estas alturas la permanencia es complicidad.
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