Hernán Cortés contra el virrey Mendoza
El último cuarto de siglo del conquistador fue para él una fuente de frustraciones. Imbuido de arrogancia, se vio enfrentado al virrey de México y arrinconado en España por el emperador
A Hernán Cortés le conocemos por un episodio que apenas ocupa dos años de su existencia: la conquista del Imperio azteca, de 1519 a 1521. Sin embargo, en el momento de la victoria aún le quedaban veintiséis años de vida.
Intentó repetir su hazaña, pero la suerte no volvió a acompañarle. Primero, en 1524, protagonizó una desastrosa expedición a las Hibueras, en la actual Honduras, para castigar la rebelión de Cristóbal de Olid, uno de sus mejores capitanes en la lucha contra los aztecas, que ahora aspiraba a brillar con luz propia. Cortés salió vivo de milagro. Cuando llegó a su destino, Olid ya había muerto, por lo que la expedición había sido inútil.
Entonces decidió regresar a Ciudad de México, donde sus enemigos lo habían derrocado. Pronto recuperó el gobierno, pero no tardó en ser destituido. En los años siguientes tuvo que enfrentarse a la desconfianza del emperador Carlos V, inquieto ante el desmesurado poder que había acumulado el conquistador.
Según las falsas habladurías que habían llegado a la península, el extremeño pretendía proclamarse rey de México. El soberano le otorgó honores, como el título de marqués del Valle en 1529, pero no lo que más deseaba, el gobierno de México.
El enemigo del virrey
Cortés se obsesionaba con reverdecer sus antiguos laureles. Se lanzó a la conquista de California, pero, ante la falta de alimentos, hubo de reconocer el fracaso y evacuar el asentamiento que había fundado, Santa Cruz.
Tanto Hernán Cortés, por sus hazañas militares, como Mendoza, por designación real, se creían con derecho a ostentar el poder en la Nueva España
Mientras tanto, en 1535 llegó a la Nueva España el primer virrey, Antonio de Mendoza. Su presencia, tras la cordialidad inicial, supuso para el conquistador una fuente inagotable de conflictos. Los dos hombres, uno por sus hazañas militares, el otro por la designación real, se creían con derecho a ostentar el poder. Ambos, además, tenían proyectos de expedición sobre el mismo territorio, el situado al sur de lo que hoy es Estados Unidos.
El virrey llevaba las de ganar. Utilizó su autoridad para coartar la libertad de movimientos de su competidor, al que amenazó con un duro castigo –cincuenta mil castellanos de multa y la prisión– si se atrevía a iniciar conquistas por su cuenta. Se peleaban por algo inexistente: unas supuestas ciudades llenas de oro.
Cansado de que el virrey Mendoza se entrometiera en sus planes, Cortés partió para España en 1540, con la esperanza de que en el Consejo de Indias le dieran la razón. No se le ocurría otra forma de neutralizar a un rival que le estaba amargando la existencia, con una hostilidad que había subido de tono hasta extremos insospechados.
Se trataba, en principio, de un viaje con un objetivo puntual. Iría a España, resolvería sus problemas y regresaría a México con los suyos. No imaginaba que, por unos motivos u otros, su estancia en la metrópoli se prolongaría los siete años que le quedaban de vida. En este tiempo iba a mantener una actividad incansable, en medio de continuos trámites burocráticos, aunque su salud le acompañaba cada vez menos.
Los eternos trámites
En un memorial que escribe para Carlos V, acusa al virrey de sabotear sus proyectos de exploración. Él ha estado en el norte de México, por lo que cree poseer un derecho de preeminencia. Al haber pisado aquellas tierras con su propio pie, sabe perfectamente de lo que habla. No como el virrey, quien se basa en informes cuestionables.
A la Corona le sobran motivos para desconfiar del excesivo poder que habían acumulado los conquistadores
Además, exageró la cifra que había invertido en sus expediciones sin haber recibido compensación. Su conclusión, por tanto, es clara. Mendoza no debe inmiscuirse enviando a sus propios hombres a explorar ni intentando arrebatarle el mérito de los descubrimientos. Ese no es su cometido, sino el de gobernar con rectitud las tierras que le ha encomendado su soberano.
El memorial llegó al Consejo de Indias, pero esta institución se veía por entonces inundada de peticiones para hacer conquistas al norte de la Nueva España. Mendoza había hecho llegar sus demandas, por supuesto, lo mismo que Pedro de Alvarado, el antiguo capitán de Cortés en los tiempos de la lucha contra los aztecas, o Hernando de Soto, uno de los militares que se habían distinguido en Perú durante la anexión del Imperio inca.
La justicia española debía aún decidir quién tenía razón, si Cortés o Mendoza, pero el asunto, como solía suceder en estos casos, acabó alargándose indefinidamente, en medio de una maraña de alegaciones presentadas por los diversos abogados.
Cortés nunca iba a recuperar el poder. A la Corona le sobran motivos para desconfiar del excesivo poder que han acumulado los conquistadores. El peligro que representan ha quedado de manifiesto en Perú, donde Gonzalo Pizarro encabeza una rebelión muy peligrosa. Finalmente, Hernán Cortés moriría en España sin haber logrado su objetivo.
Este texto se basa en un artículo publicado en el número 598 de la revista Historia y Vida. ¿Tienes algo que aportar? Escríbenos a redaccionhyv@historiayvida.com.
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