La muerte como misericordia de Al-lâh
El profeta Muhámmad dijo: los hombres están dormidos y cuando mueren, despiertan. También aconsejaba: muere antes de morir. Esta es su Sunna.
20/11/2008 - Autor: Abdennur Prado - Fuente: Blog de Abdennur Prado
La muerte (mâwt) forma parte de la actividad de Al-lâh, es una misericordia de Al-lâh para las criaturas. Así como Dios es El Dador de Vida, Él es el Dador de Muerte. Estos dos Nombres o Atributos de Dios son complementarios, es imposible pensar lo uno sin lo otro. La vida y la muerte son un par, forman un todo inseparable. La vida conduce a la muerte, pero de toda muerte brota nueva vida, en un ciclo ininterrumpido, el propio ciclo de la Creación. Nacimiento-vida-muerte-resurrección, estas palabras son suficientes para explicar los procesos en los cuales nos hallamos insertas todas las criaturas. La muerte delimita la vida, según un plazo fijado de antemano:
Y ningún ser humano muere
sino con el permiso de Al-lâh,
en un plazo prefijado.
(Qur’án 3: 145)
Fijar un plazo es establecer un punto de partida, dar un recorrido y una meta, una posibilidad de destino para las criaturas. Es durante este periodo donde las criaturas tienen la posibilidad de realizarse, de cumplir con la función que les ha sido asignada.
La idea de que la muerte es un accidente, sujeto a la casualidad, y que por tanto puede prevenirse, es del todo ajena a la cosmovisión islámica. El Qur’án se refiere a la ilusión de que alguien pueda protegerse ante el destino o retardar el momento de su muerte:
Dondequiera que os halléis,
la muerte os alcanzará
—aunque estéis en torres elevadas.
(Qur’án 4: 78)
No hay protección o escape posible ante el decreto de Al-lâh, Él supera todas las barreras. Las torres elevadas son el sueño de protección de una sociedad enferma, que ha puesto la seguridad por encima de toda otra consideración. Es una sociedad basada en la acumulación de bienes que no han de servir de nada ante la Verdad que nos precede. Frente a esta actitud temerosa ante la muerte del que quiere preservar su ego, la actitud básica del creyente es la aceptación consciente de que la muerte es inevitable, y de que nadie puede saber el cómo, el cuándo, el dónde:
En verdad, sólo Al-lâh conoce
cuando ha de llegar la Última Hora;
y Él hace caer la lluvia;
y Él conoce lo que hay en los úteros:
mientras que nadie sabe lo que adquirirá mañana,
y nadie sabe en que tierra morirá.
(Qur’án 31: 34)
Si decimos que la muerte es una misericordia es porque la Misericordia de Dios siempre prevalece, más allá de todas las pequeñas muertes cotidianas, más allá del extinguirse de los días y de las estaciones, del ajarse de las apariencias consumidas por el tiempo. El Corán insiste: todo lo existente tiene un plazo, viene de la inexistencia y permanece abocado a la muerte. Las montañas, el mundo, las galaxias: todo está destinado a perecer. Tras toda apariencia destinada a la muerte late la misma Realidad indivisible. Sólo la Faz de Al-lâh sobrevive a las destrucciones y a la muerte:
Todo perece salvo Su Faz.
(Qur’án 28:88)
Esta es la base de la visión islámica sobre la muerte. La actitud del musulmán pasa, en primer lugar, por la aceptación consciente del Decreto de Al-lâh. No una aceptación resignada sino un estado de conciencia. Conciencia de que somos musulmanes, seres contingentes y acabables, sometidos a una fuerza anterior a nuestro propio nacimiento, sometidos al Creador de los cielos y la tierra, a las condiciones eternas de la vida. Consciencia de que no tenemos ninguna capacidad de cambiar lo que está escrito, de que Al-lâh es el Señor de la existencia.
En segundo lugar, esta actitud de aceptación consciente del destino implica una apertura, la entrega confiada al Creador de los cielos y la tierra. Abismarse en el Universo de Al-lâh, entrega confiada a su Misericordia, al más allá de nosotros mismos, a la vida que hay más allá de los limites de nuestra conciencia limitada, a la vida que se abre tras nuestra pequeña muerte de criaturas.
La muerte el preludio del encuentro entre el amante y el amado, el fin del estado de separación en que vivimos. Rabi’a al-Adawiya soñó que venía a buscarla el ángel de la muerte y le dijo: “He venido a buscarte. Soy el que sacaba con los placeres de esta vida, el destructor de las ilusiones y los ídolos que los humanos fabricáis en esta vida”. Y Rabi’a le contestó: “¿No puedes presentarte con tú rostro más amable? Eres el que acaba con la separación entre el amante y el amado”.
Esta anécdota refleja la respuesta de un alma consciente, de alguien que se ha desapegado hasta tal punto de las vanidades que llega a morir antes de morir y superar cualquier sombra de angustia ante la muerte. Los íntimos de Al-lâh suelen referirse a la muerte como "la noche de bodas con la eternidad".
Todo el islam es un aprendizaje a superar la fractura ilusoria entre la muerte y la vida. La muerte no es un fin absoluto, sino que nos aboca a la vida anterior a la vida, a la vida más allá de nuestra existencia en este mundo. La dirección física del cuerpo es la tumba. Allí se dirigen todos los anhelos, todas las construcciones, creencias o esperanzas. Allí se depositarán nuestros miembros y órganos vitales. Todo aquello que parece hacer funcionar la maquinaria de nuestro cuerpo será depositado en la tumba como un despojo de nosotros mismos. Si seguimos siendo, ya no somos eso. La posibilidad de la muerte, su presencia en nuestras vidas, es una constante. Nadie puede prever o conocer el plazo que le ha sido concedido. Sólo Al-lâh tiene el poder de decidir sobre la vida y la muerte.
La muerte no es el final de la criatura, es tan solo el final de una forma de existencia que todos sabemos pasajera. El profeta dijo: “los hombres están dormidos y cuando mueren, despiertan”. Hablar de la muerte es hablar del destino final de la criatura, es abismarnos en el universo escatológico, en los acontecimientos que tienen lugar en el otro lado, el otro mundo u orilla en el cual nuestra percepción habitual y limitada de lo Real quedan desbordados, arrasados por la inmensidad del mundo de Al-lâh, Uno y Único, que no ha engendrado ni ha sido engendrado, y permanece siempre más allá de nuestra capacidad de criaturas.
Toda la vida del musulmán está orientada a la Otra vida y es por tanto una preparación para la muerte. El profeta Muhámmad dijo: “Muere antes de morir”. ¿Qué significa esto? No necesitamos esperar eso que llamamos muerte para liberarnos de los obstáculos que tiene la conciencia para romper con los límites de la conciencia y saborear el más allá. No necesitamos esperar porque la conciencia humana está lo suficientemente avanzada como para comprender tanto la vida como la muerte y decir: moriré ahora antes de que la muerte me llegue, conoceré la experiencia de la unidad entre la muerte y la vida para poder ser más humano, para poder entregarme a Al-lâh sin límites, sin mis esperanzas y deseos orientados a nada de este mundo. Con la plena consciencia de que todos mis actos solo tienen sentido si son realizados con el Nombre de Al-lâh inscrito en el corazón, en el Recuerdo de nuestro origen increado, insha Al-lâh.
¿Cómo podemos morir? Toda vida espiritual es un aprendizaje de la muerte. Dice Al-lâh en el Corán: vuestra estancia en “este mundo” no es sino pasajera. El carácter efímero de la existencia es algo evidente por si mismo. La presencia de la muerte a nuestro alrededor es una constante, una presencia anunciadora. Pensar la vida en función del antes y el después implica una apertura, un cambio de percepción hacia lo que nos rodea. Debemos integrar en nuestra vida cotidiana la verdadera dimensión completa de la vida. Se trata de dejar de vivir en la ficción de que somos autosuficientes, eternos y autogenerados, dejar de pensar que tenemos el control sobre la vida y la muerte, reconocer que venimos de Al-lâh y a Él nos dirigimos. Orientar nuestros esfuerzos hacia la Última Vida (al-ajira) no implica abandonar este mundo (dunia), sino superarlo. El desapego hacia lo mundano es, al mismo tiempo, un elemento de satisfacción y de estabilidad “en este mundo”. Nos procura placer, nos libera del afán de control sobre las cosas. Nos permite amar libremente a nuestros semejantes, sin la angustia del deseo de posesión, sin los celos de aquel que se esclaviza a sus seres queridos hasta el punto de que llega a ahogar sus relaciones.
El aprendizaje de la muerte no es fácil, es un despojarse radical de todo lo mundano, vivir para Al-lâh, orientados a una dimensión final que nos desborda. El término coránico al-âjira se aplica a la vida después de la muerte física del cuerpo. Significa “lo último, que está más allá, lo distinto, la otra cosa”. En el Corán se dice:
La Última vida es mejor (jayr) para vosotros que la primera.
(Qur’án 93:4).
El ájira es mejor porque en él nuestra visión habrá sido desvelada, las cosas se verán tal y como son: la Verdad en si misma es mejor que su apariencia. Como resultado, no habrá ya nada que se interponga entre el hombre y la realización de sus anhelos: los placeres en el ájira serán eternos, no están sujetos a la caducidad de lo mundano. El Placer intenso del Jardín es wa’ad al-lâh, la promesa de Al-lâh. En el Corán, la Promesa por antonomasia es el ÿanna, el Jardín Paradisíaco:
A quienes se confían y actúan con integridad,
les haremos entrar en jardines por los que corren arroyos
y allí permanecerán más allá del cómputo del tiempo:
la promesa de Al-lâh es real (wa’d al-lâhi haqqâ).
(Qur’án 4: 122).
El Jardín puede ser saboreado ya en el dunia. Lo que nos ofrece un presentimiento del Jardín son las hasanat, acciones bellas, buenas obras. Mediante las hasanat creamos paraíso. El Jardín se va poblando de fuentes, arroyos, palacios, árboles frutales. Cada hasanat es un árbol infinito, en la medida en que nuestras bellas acciones tienen una repercusión en nuestro entorno. Lo contrario de las hasanat son los dzunub, plural de dzanb, trasgresión. Mientras el dzanb nos aísla, cada hasanat nos conecta con el mundo, amplía nuestro horizonte vital, nos enlaza con el todo. La palabra árabe husn engloba dos aspectos: el bien y la belleza. Todo lo que rompe barreras y nos abre a los demás es un acto que conduce al Jardín. Todo lo que nos separa y nos encierra en nosotros mismos es un acto del Fuego. El Fuego es estrecho y el Jardín es amplio. El Fuego es sucio y hediondo, el Jardín es hermoso y transparente. Este tipo de dualidades son simples pero muy efectivas. Todos podemos reconocer donde está nuestro verdadero anhelo, hacia donde se dirige nuestro anhelo. Deseamos intensamente ser criaturas del Jardín, y esta es la fuente de nuestro Amor a Al-lâh.
Estamos abocados a ese más allá que empieza con la muerte, a sucesos que no podemos controlar, y en los cuales se decidirá nuestro destino final en el orden de la Creación. Hay que mantener el temple ante lo desconocido, tomar conciencia de lo que ha sido anunciado. Todos los acontecimientos que tienen que ver con la escatología son tremendamente sugerentes, pero también aterradores. No solo la ‘amenaza del Fuego’ sino el propio modo de producirse el Fin del Mundo, como un cataclismo cósmico, un desgarro, un oscurecimiento. Este es material sensible, en la medida en que aceptamos la Realidad que nos propone. No se trata de ficciones apocalípticas, sino del modo como la Verdad se nos presenta en toda su crudeza. No es nada fácil de asumir, no nos ofrece un fácil consuelo. Incluso la visión del Paraíso es precedida por acontecimientos estremecedores, de los cuales ninguna criatura permanece a salvo. Ante la imagen de las montañas despedazadas como copos de lana cardada, no queda más que refugiarse en Al-lâh, rasgar nuestro pecho y abrir nuestros corazones. De Él venimos y a Él es el retorno.
Nota sobre el enterramiento islámico
En todo momento debe tenerse en cuenta que después de la muerte física del cuerpo, el difunto sigue (de algún modo) vivo, e incluso sufre. Esto quiere decir que se debe tratar su cuerpo con delicadeza y con respeto. Dijo el profeta que romper el hueso de un muerto es como rompérselo a un vivo. El cadáver no es un pedazo de carne carente de significado, sino el envoltorio terrestre de un alma que ha pasado una de las etapas de su existencia y está abocado a otra, a una nueva vida. El alma inicia el proceso de su disolución hasta liberar al espíritu o Ruh, pero sigue en el cuerpo. La separación entre el espíritu y el cuerpo no es algo que llegue automáticamente con la muerte, es el resultado de un proceso que sucede “en la tumba”.
Lo primero que debe hacerse es cerrar los ojos del difunto y cubrirlo con una tela fina. La visión exterior ha finalizado, ya no vive abocado a la exterioridad, hacia el afuera. Ha llegado el momento del despertar de la visión interior.
Los ritos de enterramiento deben realizarse lo más pronto posible y lo más cerca posible del lugar de la muerte. Se procede al lavado del cadáver. Es el equivalente a las abluciones que se realizan antes de las oraciones, en este caso un lavado completo o gusl. Purificar el cuerpo por el agua de adherencias externas, eliminar impurezas y dejarlo en estado de fluidez. El lavado puede realizarlo cualquier musulmán digno de confianza. El hombre suele ser lavado por un hombre y la mujer por una mujer. Si no es posible, también puede realizar el ritual un cónyuge o un familiar. El lavado se realiza un número impar de veces, normalmente tres. Las dos primeras con jabón y la tercera con alcanfor. Luego se seca, se peina y se perfuma. No se deben cortar las uñas ni el pelo al cadáver.
Tras ser lavado, el cuerpo es envuelto en un sudario blanco, en un número impar de telas. Se extienden los paños uno encima del otro y el cuerpo se coloca encima. El paño superior, que también es el más amplio, se dobla sobre el cadáver. Se perfuma. Se trata de preservar el estado de pureza y procurar la intimidad con su Señor.
Oración fúnebre. Como en toda oración, lo primero es la intención. Luego se realizan cuatro takbirat, o Al-lâhu Akbar, con invocaciones intercaladas. La primera es la fatiha, la primera sura del Corán. La segunda es la salat al profeta, que la paz sea con él. La tercera consiste en pedir la Misericordia y el Perdón de Al-lâh para el difunto, y la cuarta consiste en pedir para los vivos, desde la conciencia de lo efímero de nuestra existencia terrenal.
La muerte se acepta con naturalidad, tanto como el dolor que sentimos ante la desaparición de seres queridos. Pero no es aconsejable que se llore o se grite de modo desmesurado, ya que las muestras desaforadas de dolor pueden llegar a afectar al muerto, recordándole los lazos que mantiene en esta vida, y haciendo más difícil la adaptación a su nuevo estado.
Sepultura. El cuerpo envuelto en el sudario es depositado directamente sobre la tierra, sin caja. Se realiza un agujero menor dentro de la tumba, para depositar el cuerpo sobre el costado derecho. Orientado hacia la Kaaba, en Meka. Se ponen cerámicas o piedras, creando una pequeña cámara de aire, y luego se cubre con tierra. La tumba es una estancia en la cual suceden cosas, donde el difunto recibirá la visita de los ángeles y sufrirá los tormentos de la tumba, mientras se va acostumbrando a su nuevo estado. Existe una concepción orgánica de la vida después de la muerte. El cuerpo es tratado como una semilla en contacto con la tierra.
Se recomienda no enlucir de forma artificial o exagerada la tumba. Los cementerios son lugares de austeridad y sencillez. La tumba es inviolable y se prohíbe remover los cuerpos, aunque con excepciones por motivos de fuerza mayor. El cementerio suele visitarse los jueves por la tarde o los viernes. No es un lugar triste, así que es habitual encontrarse niños jugando o incluso merendando mientras se realiza la visita.
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