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jueves, 28 de noviembre de 2013

El Profeta, jefe militar *

El Profeta, jefe militar *


08/04/2002 - Autor: Fátima Mernissi - Fuente: Webislam



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Ejército musulmán
Ejército musulmán

Muchos de nosotros conservamos una visión idílica de Medina, falseada por las clases de Tarbiya Islamîya (educación islámica) que nos daban en la escuela primaria y que simplificaban la trayectoria del Profeta: éste se vio obligado a emigrar a Medina porque los suyos estaban en contra de él. Al llegar a Medina, fue recibido por una población alborozada, las jóvenes se le acercaban cantando la célebre Talaa al‑badru alaina (La luna se ha elevado por encima de nosotros), la luna que encarnaba Muhámmad, el visitante que iba a transformar todo gracias a su dulzura y su sabiduría. La maestra finalizaba el curso en el que accedíamos a la biografía del Profeta con una fiesta en la que, con los cabellos trenzados de jazmín, debíamos cantar ante la emocionada asistencia de padres: La luna se ha elevado por encima de nosotros, sobre unos endebles estrados levantados para la ocasión. Y una Medina lunar quedaba inscrita para siempre en nuestra memoria junto al himno nacional y todas las canciones en las que Marruecos, el Atlas, el sol, la felicidad y el futuro se enlazan estrecha y mágicamente para formar a la infancia, es decir, esa poesía que es la base de nuestra conciencia política.

Pero cuando, de adulto, te paseas por la ciudad que Muhámmad trató de iluminar durante una década con su luz, te encuentras en los callejones de una ciudad como las demás, una ciudad en guerra contra el progreso y la libertad, una ciudad donde Muhámmad sufrió, como nos dicen los libros de historia escritos para adultos. Sufrió por los rumores que circulaban sobre su persona, por las habladurías según las cuales sus mujeres, tan jóvenes y bellas, se casarían con maridos más jóvenes inmedia­tamente después de su desaparición. Se decía que ya no tenía el mismo vigor sexual que antaño; que su mujer favorita lo engañaba. Daban en el punto débil de un hombre que quería triunfar tanto en la vida privada como en la pública y que insistía en la imposibilidad de separarlas.

Quiero sugerir aquí que el Profeta fracasó en los años que nos interesan —del 3 (derrota de Uhud) a principios del 8 (entrada en Meka)—, en lo relativo a la igualdad de sexos, porque se negó a minimizar lo sexual, a esconderlo y a considerarlo marginal y secundario. El Profeta era vulnerable. Su proyecto fracasó porque rechazó siempre separar la vida privada de la vida pública. No podía concebir lo sexual y lo político sino íntimamente ligados. Iba a rezar saliendo directamente de la alcoba de Aixa, por la puertecita que la comunicaba con la mezquita. A pesar de los consejos de Omar, seguía saliendo en expedición flanqueado por una o dos de sus mujeres, que, habituadas a implicarse directamente en los asuntos públicos, circulaban y se informaban libremente de lo que sucedía a su alrededor. Tabari, ilustra un episodio en que Omar está fuera de sí al ver a Aixa deambulando por el frente, al borde de las trincheras: «¿Pero que la trae por aquí!, gritó. ¡Por mi vida que su audacia roza la insolen­cia! ¿Y si el desastre se abate sobre nosotros? ¿Si nos derrotan y hay capturas?’.» (1)

No parece en absoluto que las mujeres del Profeta consideraran los problemas militares o políticos ajenos a ellas. La liberación de los prisioneros de guerra, un asunto eminentemente político, les concernía tanto como las cuestiones domésticas: el mismo año, el 5 de la hégira, antes del descenso del hiyab, en el transcurso de la expedición contra la tribu judía de los Beni Koraisa, Um Salma intervino en la liberación de un prisionero político que estaba atado en el patio de la mezquita. No que tomara ella la decisión de soltarlo, pero dio su opinión en relación a él, hizo que llegara la información a los que tenían el poder de decisión y esperó su reacción. Y la fuente que narra el suceso especifica claramente que fue «antes del descenso del hiyab». Um Salma, tras pedir el parecer del Profeta, se encargó de ir a anunciar su liberación a Abu Lababa (2). Se comportaba como si se tratara de un asunto en el que las mujeres podían opinar. El hogar no era su único espacio legítimo.

Parece evidente que, si la aleya del hiyab vino a separar el mundo de las mujeres del de los hombres, confinar en el hogar a las primeras y prohibirles el acceso a la esfera pública, antes la situación era diferente. De lo contrario, la institución del hiyab habría sido inútil si ya los sexos estaban separados, y las mujeres excluidas de la vida pública. El propio advenimiento del hiyab nos revela una realidad social contraria a la que vino a instaurar. El descenso del hiyab en la boda de Zaynab no se comprende si no recordamos la extraordinaria soltura de las esposas del Profeta en la esfera pública. Una mujer, animada por su marido a considerar la mezquita y el campo de batalla como terrenos donde actuar, se comporta de una manera distinta de una mujer recluida y aislada del mundo. Al actuar de forma contraria a las costumbres de los ejércitos fuertemente homosexuales, en los que los hombres viven entre ellos desde la mañana a la noche, Muhámmad, que se retiraba bastante pronto por la noche a su tienda‑hogar, debía frustrar a sus comandantes. Sus enemigos políticos utilizarán esa perseverancia por su parte de vivir la relación con la mujer como una experiencia continua y privilegiada para atacarlo, herirlo, humillarlo y, finalmente, conducirlo a capitular en sus pretensiones sobre la igualdad de sexos. Sus oponentes políticos utili­zarán su vida privada como arma política. Sexualizarán sus ataques políticos, destinados a debilitar al Profeta, y ello en un momento en que éste vivía simultáneamente dos experiencias difíciles y nuevas: la incertidumbre en su carrera militar y la decadencia debida a la edad.

Tenía casi sesenta años ya y estaba rodeado de mujeres extraordinarias que llamaban la atención, como Um Salma, Aixa y Zaynab. Unas mujeres más jóvenes que él, inteligentes y, sobre todo, implicadas activamente en la vida política y en la reivindicación de una condición social diferente. Aixa, su amada, será la presa que elegirán sus enemigos para hacerle sufrir, dándole a probar el pastel envenenado de la falta de confianza al acusarla de adulterio. Herido y debilitado, no será capaz de resistir a Omar y consentirá el encierro de las mujeres. Consentirá el hiyab. Consentirá el restablecimiento de la supremacía masculina.

Hay que tener muy presente el año 5 (627). Los acontecimientos con él relacionados pueden ser fácilmente localizables en dos azoras claves en las que las dificultades militares del Profeta y los ataques contra sus mujeres se nos presentan simbólicamente encabalgados. Se trata de las azoras 4, an‑Nisá (Las mujeres), y 33, al-Ahzab (Las facciones), que contienen, por una parte, los debates que se desarrollaban en Medina sobre la igualdad de sexos, especialmente las aleyas dedicadas a la herencia, los derechos sucesorios de las mujeres y las niñas, la acusación de adulterio contra Aixa y el descenso del hiyab, y, por otra, la «oración del miedo» (salat al‑jawj) que el Profeta hizo por primera vez en la batalla de Dat ar‑Riqa (a principios del año 5) y el sitio de Medina, la famosa batalla de La Fosa en el mismo año.

No está de más recordar que la clasificación de las azoras no obedece a un orden cronológico. En la misma azora, podemos encontrar aleyas que pertenecen al período mecano (610‑622) y otras que pertenecen al período medinense (622‑632). Ya hemos abordado en otro lugar la clasificación de las azoras y estamos completamente de acuerdo con Blachére cuando afirma: «En cierta medida, podemos decir que actualmente leemos el Corán a la inversa, pues los primeros textos, los más largos, por lo general están compuestos por las revelaciones sobrevenidas a Muhámmad al final de su predicación.» (3) La versión del Corán que leemos en la actualidad es la establecida oficialmente bajo el tercer califa, Uzmán. Sabemos que su transcripción se inició en tiempos del Profeta (4) y que la clasificación de las azoras en el texto «uzmaniano» no sigue en modo alguno la cronología de las revelaciones, sino que obedece a un orden que los expertos han tratado de justificar porque responde a necesidades pedagógicas. Las azoras mecanas, nos dice as‑Suyuti en su libro Los misterios de la clasificación del Corán, fueron reveladas en un contexto politeísta, mientras que las azoras medinenses fueron reveladas en una comunidad musulmana que preguntaba y se informaba de los detalles prácticos de la vida. Esto es lo que explica, según él, que muchas de las azoras medinenses estén al principio de la clasificación del Corán, pues éste se dirige a un musulmán y no a un politeísta. (5) No obstante, sigue subsistiendo un problema para los expertos: ¿cómo orientarse si no se pueden relacionar las aleyas con los acontecimientos que vienen a aclarar puesto que no hay una clasificación cro­ológica? El orden cronológico de las revelaciones es extraordinariamente importante también para descubrir el nasij (el que abroga) y el mansuj (lo abrogado), en el caso de que haya dos aleyas contradictorias sobre al mismo hecho. Tal fue el caso, por ejemplo, de la actitud con los no musulmanes, especialmente los judíos y los cristianos. En el Corán hay aleyas que aconsejan la tolerancia, y otras, la guerra santa y la lucha sin cuartel contra ellos. Los expertos del nasij (abrogación) dedicarán minuciosos análisis a las aleyas contradictorias y zanjarán la cuestión diciendo que las últimas reveladas son las que deben tomarse en consideración, de ahí la necesidad de situarlas en el tiempo. (6)

Las dos azoras que nos interesan, la 4 y la 33, fueron reveladas en Medina en tomo al año‑bisagra, el año 5 de la Hégira, la indicación no sólo está anotada en el texto Uzmaniano sino que todos los expertos así lo han establecido. Me referiré especialmente a la ordenación de as‑Sayuti y a la de Ibn Hazm. (7) Entre las ciento catorce azoras que componen el Corán, la azora «Las facciones» ocupa el nonagésimo lugar, y «Las mujeres», el nonagésimo segundo. Como sabemos que la primera azora revelada en Medina tras la hégira, en el 622, es «La becerra», que, según la cronología de las revelaciones, es la octogésima séptima (y la segunda, según la ordenación del texto), las dos azoras que nos interesan se sitúan unos años después, pues en el intervalo fueron reveladas otras siete. La cronología de las revelaciones y los acontecimientos históricos sitúan la azora 4, «Las mujeres», y la 33, «Las facciones», aproximadamente en el año 5 de la hégira, el año de las vicisitudes militares y de la oración del miedo.

Según b. Hisham, la primera «oración del miedo» (salat al‑jawf) tuvo lugar durante la batalla de Dat ar­Riqa, en el quinto mes del año 4.(8) El Profeta marchó en expedición para Dat ar‑Riqa con la esperanza de enderezar la situación militar y que se olvidara el fracaso de Uhud. Pero, una vez frente al enemigo, prefirió evitar el enfrentamiento: «Allí se encontró con una enorme concentración de tribus Gatafan. Los dos clanes se aproximaron, pero no hubo guerra pues el miedo había ganado tanto a los musulmanes como a sus enemigos. El Profeta dirigió la oración del miedo y se retiró.» (9) Una de las razones de ese miedo era que los musulmanes no podían permitirse una confrontación que condujera a la derrota, pero tampoco podían permitirse el lujo de no entrar en guerra. No podían quedarse parados, pero se sentían demasiado afectados por la derrota de Uhud como para conseguir una victoria sobre el enemigo. Luego el Profeta, como estratega, obraba con extremada cautela en una situación en que prácticamente sólo existía un margen de maniobra de orden simbólico. «La oración del miedo» lo expresa perfectamente: despliegue de lo simbólico, a falta de poder desplegar la fuerza, pues el principio número uno de la estrategia de Muhámmad era no exponer la vida de sus soldados. Quería hacer la guerra sin perder vidas humanas.

El Profeta permaneció tres días seguidos frente al ejército enemigo, sin decidirse a lanzar a la batalla a sus hombres, de lo obsesionado que estaba por el desastre de Uhud: «La gente de Medina salió de la ciudad, y cada cual se puso a buscar a sus parientes muertos, dando gritos y lamentaciones. Querían llevarse a Medina los cadáveres. Pero el Profeta ordenó que se enterraran en el lugar donde habían caído.» (10) Desde entonces, las tropas no habían vuelto a tener la confianza en sí mismas que asegura la victoria. Las tribus enemigas, que Tabari designa con el nombre de árabes, es decir, no musulmanas, también estaban desmoralizadas: «Estaban acampados no lejos del ejército del Profeta. Entonces, Al-lâh les llenó el corazón de miedo, y no se atrevieron a abandonar su campo. Temían el combate. Los dos ejércitos, como se tenían miedo, permanecieron dos días frente a frente. Luego, los árabes no musulmanes huyeron sin haber combatido. Durante esos tres días, el Profeta llevó a cabo la oración del miedo, y la siguiente aleya fue revelada en dichas circunstancias: Cuando estuviste en medio de tus soldados, etc..» (11)

La oración del miedo se describe en la aleya 102 de la azora «Las mujeres» que aconseja al Profeta abreviar la oración en caso de urgencia, por ejemplo cuando se teme ser sorprendido por el enemigo. La oración del miedo consiste en organizar las tropas de forma que no se coloquen en una posición vulnerable, especialmente la de bajar al mismo tiempo la cabeza, como lo exige el ritual. Al-lâh dio ordenes precisas sobre ello:

«Un grupo se mantendrá de pie junto a ti para rezar, mientras que otro grupo tomará las armas. Cuando los que están orando se arrodillen, los otros deben situarse detrás de vosotros. El otro grupo que todavía no haya rezado vendrá a rezar donde tú estás, mientras el primero asegura la vigilancia y toma las armas.» (12)

La oración del miedo ilustra la dimensión pragmática del Al-lâh musulmán. El creyente no debe reproducir un ritual automáticamente sin tener en cuenta el contexto y la realidad que lo rodean. Debe utilizar su razón en cualquier circunstancia y, cuando deba elegir entre la oración y la supervivencia, que no lo dude, primero la supervivencia. «Los incrédulos querrían veros descuidando vuestras armas e impedimenta a fin de abalanzarse sobre vosotros de golpe», siempre puede encontrarse tiempo para pensar en Al-lâh, una vez que se está fuera de peligro. (13) En las batallas que emprende el Profeta tras Uhud, el objetivo no era tanto la ofensiva como una minuciosa defensiva, calculada para mantener la credibilidad a ojos de sus enemigos, sin darles la ocasión de medirse con sus tropas en un verdadero cuerpo a cuerpo. Dado que tenía que vérselas con importantes coaliciones que los mecanos lograban organizar en toda Arabia, Muhámmad debía responder a las agresiones e imponerse como una fuerza en presencia, pero, no obstante, sin arriesgarse a la intervención militar, que podía serle fatal.

La batalla de Dat ar‑Riqa se terminó como el Profeta quería, «en agua de borrajas». No hubo confrontación. Los dos ejércitos, frente a frente, no se lanzaron a cuerpo descubierto en la batalla. Al parecer, en aquel tiempo la vida de un soldado contaba mucho, tanto para Muhámmad como para sus enemigos. Ese espíritu pragmático que encontramos en la aleya de la oración de miedo aparece igualmente en la azora «Las mujeres» en la táctica que Muhámmad adoptará durante la batalla de la Fosa (al‑Jun­duq), descrita en la azora 33 (al‑Ahzab).

Medina está sitiada, los enemigos y la oposición local contra Muhámmad crecen en número, y se instala la inseguridad. Una inseguridad que impide circular a las mujeres, incluso a las mujeres libres y a las de la elite dirigente, con las mujeres del Profeta a la cabeza. Por primera vez, no es el Profeta el que decide el lugar de enfrentamiento entre mecanos y musulmanes: en la primavera del 627, Abu Sufiyan, jefe militar de la tribu de los Coraix, a la cabeza de una coalición de diez mil hombres, sitia a Muhámmad en Medina. Éste último, tras reñidas negociaciones, no ha podido movilizar más que tres mil hombres, lo que ya supuso un considerable esfuerzo. (14) El sitio se anunciaba larguísimo e implacable, pues las tribus más próximas de los alrededores, como los Quraizah, judíos medinenses, se habían unido a las lejanas tribus del Nachd en el campo de los adversarios bajo el mando de los mecanos. (15) El Profeta decide aplicar su táctica preferida cuando la superioridad numérica del enemigo es evidente: evitar el contacto. Pero, ¿cómo evitarlo esta vez, cuando el enemigo está a las puertas de la ciudad? Recurrirá a una técnica totalmente desconocida entonces entre los árabes: cavar una zanja alrededor de la ciudad para protegerla.

La idea se le debió de ocurrir cuando conversaba con Salman, un esclavo persa que había liberado. Éste le había explicado que «en Persia, cuando una ciudad está sitiada, se cava un foso a su alrededor». (16) Cuando el Profeta ordenó cavar la zanja, muchos se asombraron de semejante iniciativa, y los munafiqin, aquellos hipócritas de Medina hostiles a cualquier iniciativa que proviniera del jefe musulmán, se aprovecharán de ello para ponerlo en ridículo. Pero ni la sorpresa de su entorno ni la ironía de los hipócritas le hicieron desistir de su proyecto: pidió a los combatientes que trocaran el sable por la pala y pusieran el vacío entre ellos y el enemigo, en lugar de ir a su encuentro: «El Profeta dio orden de cavar alrededor de Medina una zanja de veinte codos de profundidad y otros veinte de anchura. El trabajo fue asignado a diez hombres. Los hipócritas se burlaron del Profeta porque se encerraba en la ciudad. No obstante, todos los días iba a donde se estaba trabajando, se sentaba en una tienda que habían levantado para él, a fin de que los hombres, en su presencia, pusiesen más celo.» (17) Al mes, se acabó el foso.

Los tropas enemigas se sorprendieron enormemente al ver la zanja: «Cuando los infieles vieron el foso alrededor de Medina se quedaron perplejos, pues nunca antes habían visto nada igual. Como no podían atravesarlo, se presentaban todos los días a las puertas de la ciudad. El Profeta permanecía al borde del foso, y nadie salía de la ciudad para luchar. Allí pasaba también las noches, mientras los hipócritas regresaban a la ciudad para dormir y decían: Si algo le sucede a Muhámmad por la noche, al menos nosotros estaremos al amparo de nuestras casas.» (18) Los hipócritas pensaban que el Profeta los había engañado; había prometido conquistas y sólo había conseguido atraer a los enemigos a las puertas de la ciudad, a la que estaba conduciendo a la ruina. La aleya 12 de la azora 33 describe bastante bien su miedo y su decepción:

«Al-lâh y su Profeta nos han hecho promesas únicamente para engañarnos.» (19)

Pero no eran los únicos en estar aterrorizados, los buenos creyentes también lo estaban, según las aleyas 9 y 10 de la misma azora:

«¡Creyentes! recordad ... . Cuando avanzaban contra vosotros de todas partes, cuando vuestras miradas se apartaban con terror, cuando se os ponía un nudo en la garganta y cuando os entregabais a vanas suposiciones sobre Al-lâh.» (20)

Tras veintisiete días de asedio, la ciudad seguía resistiendo, y el enemigo había perdido tres hombres pues, de cuando en cuando, «los dos ejércitos se lanzaban de lejos saetas». (21) El sitio, no obstante, se eternizaba, amenazando seriamente el equilibrio psicológico de la ciudad. Era preciso intervenir con presteza y de la única forma posible para quien se halla en inferioridad numérica, es decir, utilizando el arte de la guerra psicológica: propagar y dosificar noticias falsas y verdaderas tanto en el mando central enemigo, como en la base o entre los aliados más lejanos. Para ello, Muhámmad utilizó los servicios de un converso en las filas enemigas, que había entrado en contacto con él clandestinamente. Gracias a ese espía, que instilaba rumores falsos en el campo enemigo, actuando sobre la susceptibilidad y la rivalidad entre aliados, especialmente la falta de seguridad en el mando judío, el desánimo y la desconfianza se alojaron entre los mecanos. (22) El acontecimiento que condujo al levantamiento del sitio fue una tormenta providencial que Al-lâh envió del cielo: «Al anochecer, Al-lâh desencadenó en el campo de los infieles un viento que tiró por tierra todas las tiendas. El terror se albergó en los enemigos.» (23) Al día siguiente, Abu Sufiyan levantó el sitio y desapareció, dejando tras de sí una ciudad muy diferente a la que existía antes del sitio. El Profeta sabía que empezaba una nueva guerra, la que consideraba peor de todas, la guerra intestina, el desorden interno en la ciudad, la fitna.

El Corán es el fiel reflejo no sólo de las dificultades militares del Profeta, por ejemplo durante el sitio de Medina, sino también de las dificultades de orden íntimo, en que su vida privada es diseccionada y criticada por una oposición medinense cada vez más virulenta. Si el Profeta logró evitar la matanza de musulmanes, el sitio de la ciudad afectó duramente a sus habitantes por los sacrificios (24) que imponía el avituallamiento de un ejército de tres mil hombres. La hostilidad de una parte de la población de Medina conducirá a la ciudad al borde de la guerra civil e instaurará la inseguridad en su sentido más elemental. Para una mujer, circular por la ciudad sin ser molestada era casi imposible, hasta para las mujeres del Profeta, que eran importunadas fuera y en su propia casa, a veces incluso en presencia del Profeta. Es a la luz de esos acontecimientos como deben leerse hoy la aleya del hiyab y las explicaciones que sobre ella da Tabari.

Según éste último, la segunda parte de la aleya del hiyab. «No tenéis derecho a hacer daño al Profeta de Al-lâh ni a casaros jamás con las que hayan sido sus esposas. No lo hagáis nunca, semejante acto sería a los ojos de Al-lâh una enormidad», fue revelada después de que un hombre llegó a conocer al Profeta y se puso a decir que «tenía la intención de casarse con una de sus esposas cuando éste muriera, y además dijo su nombre». (25) En esta versión, esas palabras no fueron pronunciadas delante del Profeta, pero circulaban por la ciudad. En otro comentario del Corán, el de Nisaburi, se da el nombre de la mujer deseada, y el hombre de quien se trataba habría tenido la grosería de expresar su deseo en voz alta delante del propio Profeta y en presencia de la interesada. Se trataba de Uaína b. Hasn, jefe de una tribu árabe conocido por sus modales rústicos, quien, tras su conversión al Islam, habría visto a Aixa durante una visita al Profeta:

Se dice que Uaína b. Hasn vino a ver al Profeta y que abrió la puerta y se introdujo en la casa sin pedir permiso. El Profeta le dijo:

— Uaína, ¿dónde deja las buenas maneras que exigen pedir permiso antes de entrar en casa de alguien?

— Que yo recuerde —contestó Uaína—, en mi vida he pedido permiso a un hombre.

Luego, preguntó al Profeta:

— ¿Quién es esa belleza que está sentada a su lado? (26)

Cuando el Profeta le explicó que se trataba de Aixa y que tenía el título de Madre de los Creyentes, título que la vedaba a los demás hombres, aquél le propuso un intercambio: él tomaría a Aixa y le daría en compensación a una mujer todavía más hermosa, a la suya propia. El Profeta le respondió fríamente que «Al-lâh prohibía tales prácticas» a los musulmanes. (27)

Otra versión nos cuenta que Aixa, asombrada al oír a Uaína decir al Profeta que estaba dispuesto a ceder­le a «la madre de sus hijos» a cambio de su persona, no pudo evitar exclamar: «¿Pero quién es este individuo?» (28) El Profeta, sin abandonar su calma, explicó a Aixa que el hombre que tenía delante de ella había sido elegido por los suyos para dirigirlos: «¡Este hombre que estás viendo dirige a su tribu!», (29) exclamó. Algunos historiadores refieren que sólo una de las mujeres del Profeta volvió a casarse tras su muerte. Se trata de Alia b. Dabiyan. El Profeta se había casado con ella, ésta había permanecido algún tiempo con él, pero la había repudiado. Ella volvió a casarse, señalan los alfaquíes, antes de que la aleya que lo prohibía hubiera sido revelada. Por otra parte, no todos están de acuerdo sobre el nombre de esa esposa del Profeta que osó buscar otro marido después de él. Algunos dicen que se llamaba Alia, otros afirman que Qila. En todo caso, por muy incómodos que se sientan por ese matrimonio, los historiadores musulmanes no lo ocultan, al menos lo citan. Según Tabari, se trataría de Qila Bint al-Ashaz. Se habría casado con Akrama b. Abi Jahl después de muerto el Profeta, bajo el reinado de Abu Bakr. Éste se sintió muy apenado, nos dice Tabari, por ese matrimonio que, evidentemente, juzgaba escandaloso, y Omar le explicó que, después de todo, estaba divorciada, que ya no era «verdaderamente» mujer del Profeta, pues había preferido abandonarlo en el momento de la aleya de la elección. Esa elección otorgada a sus esposas por el Profeta de abandonarlo si lo deseaban, puso fin a una importante disputa entre éste y sus mujeres. (30) En su calidad de jefe de la comunidad musulmana, las obligaciones del Profeta lo llevaban a recibir a las delegaciones que llegaban de todos los rincones de Arabia, con horizontes tan diferentes y costumbres y prácticas extrañas, tales como intercambiar las esposas. (31) Las recibía en su casa, en ocasiones en presencia de sus mujeres. Tabari precisa que el incidente de Uaína tuvo lugar antes del descenso de la aleya del hiyab. (32)

La insistencia del Profeta en no trazar límites entre su vida privada y su vida pública, lo que permitía a las mujeres implicarse directamente en los asuntos del estado musulmán, iba a volverse poco a poco en contra suya: será la brecha que utilizarán, en los años de crisis, para sistematizar los ataques. Lo hostigarán y se introducirán en su casa sin permiso. «Un visitante se presentó a la puerta del Profeta y dijo: ¿Se puede?’ El Profeta dijo a su esclavo Rawda: Haz que salga y enséñale los buenos modales, no sabe ni siquiera pedir permiso. Dile que tiene que decir: ¡La paz sea con vosotros! ¿Se puede?’ » (33) A veces, los hombres lo seguían cuando volvía a su casa y se amontonaban en torno a su mesa de forma que no conseguía alargar la mano para coger un bocado. (34) Podemos adelantar que el Profeta no estuvo dispuesto a considerar la separación de lo público y lo privado, instaurada por el descenso del hiyab, hasta la aparición de dos nuevas facciones entre los hipócritas, a saber, al‑ladina fî qulûbi‑him mara­dun (la gente que tiene el corazón enfermo) y al‑muryifuna fî‑I‑madina (los que siembran rumores en la ciudad).

Si se toma como referencia el Corán y los textos fundamentales de la historia religiosa, se deduce que, hasta ese momento, las mujeres no estaban enclaustradas ni tenían costumbre de encerrarse en casa. Salían para «dedicarse a sus asuntos» (Ii‑qadâ’i l‑haya). Antes de que comenzaran las agresiones, solían hacerlo por la noche, probablemente porque la ciudad, amodorrada por el calor durante el día, se animaba entonces: «Las mujeres del Profeta salían por la noche para dedicarse a sus asuntos (li-hayatihinna) , y algunos de los hipócritas se cruzaban en su camino (ya taarradun lahunna) y las agredían.» (35) La aleya 58 de, la azora «Las facciones» hace suponer que las agresiones llegaron a tal extremo que Al-lâh decidió intervenir lanzando anatemas y amenazas de eventuales expediciones punitivas contra las nuevas categorías de hipócritas: «Si los hipócritas, esos cuyos corazones están enfermos y que se dedican a sembrar de rumores Medina, no ponen fin a sus maniobras, lanzaremos una cam­paña contra ellos. Y en verdad que se verán obligados a abandonar vuestra vecindad.» (36)

La primera categoría, la de aquellos «cuyos corazones están enfermos», se refiere, según Tabari, a los hombres que sufren perturbaciones en su comportamiento sexual. En los párrafos que dedica a la aleya 60 de la citada azora 33, precisa que se trata de «quienes mantienen relaciones perturbadas con las mujeres», de «quienes padecen un deseo incontrolado de fornicar y la pasión de entregarse a actos sexuales ilícitos» (37) La segunda categoría, la de los muryifun (los propagadores de falsos rumores) desempeñó un pernicioso papel, sobre todo cuando la acusación de adulterio contra Aixa, como veremos.

Así pues, las agresiones se situaban en dos niveles: las agresiones físicas, el hecho de importunar a las esposas del Profeta cuando salían a la calle, y las agresiones verbales, poner en circulación rumores sobre ellas o sobre el Profeta. Según Tabari, la aleya 69: «¡Creyentes! No hagáis como los que ofendieron a Moisés, Al-lâh lo declaró inocente de sus acusaciones», (38) remite a la acu­sación que le dirigió el pueblo de Moisés: que era adar. El diccionario Lisán al‑arab nos explica que adar se refiere a la persona que tiene una hernia testicular, una «inflamación en uno de los testículos». En todo caso, para Tabari, la aleya respondía a una acusación de esa naturaleza. (39)

Sin duda, ese tipo de acusaciones tiene su origen en el incidente ya evocado relativo a una disputa entre el Profeta y sus esposas, que condujo a Muhámmad a exiliarse algunos días y que dio lugar a la aleya que los imames titulan «la aleya de la elección» (ayat al‑tajyir). Los comentarios que han tratado de analizar las razones de la disputa indican que el descontento de al menos la mitad de las nueve esposas del Profeta era de orden económico, según otros, de orden sexual. (40) Según la ley de la poligamia musulmana, el hombre debe repartir equitativamente sus noches entre sus mujeres, se sobrentiende que no debe contentarse con dormir plácidamente durante esos vagabundeos nocturnos. El marido polígamo ha de ser capaz de satisfacer sexualmente a sus esposas, pues una musulmana frustrada es una mujer que traerá la fitna al buscar la satisfacción en otra parte. Tabari explica que la aleya 51 dispensa a Muhámmad, por orden del propio Al-lâh, de compartir el lecho con aquéllas de sus mujeres que ya no deseaba. Lo que, evidentemente, es una medida excepcional. Por otra parte, ni el propio Al-lâh podía forzar a una mujer sexualmente insatisfecha a permanecer con su marido. La aleya de la elección permitía, pues, a las mujeres del Profeta que se quejaban de su reciente frialdad aban­donarlo si lo deseaban.

Según autoridades tan reconocidas como Tabari y b. Saad, a cinco de sus mujeres les concernía esa aleya, y sólo cuatro de las nueve esposas siguieron gozando de sus favores, entre ellas Aixa y Um Salma, claro está. (41) El Profeta, que se acercaba a los sesenta, no tenía nada de viejo. A pesar de la edad, seguía teniendo el pelo negro, gozaba de una salud a toda prueba y tenía un innegable atractivo físico: «Tenía la nariz recta y los dientes separados. Ora dejaba caer los cabellos de forma natural, ora los recogía en dos o cuatro bucles. A los sesenta y tres años, la edad sólo había blanqueado en todo el cuerpo una quincena de cabellos y diez o veinte pelos de la barba.» (42) Los historiadores árabes dan mucha importancia al físico de las personalidades políticas que, según ellos, puede aclarar algunos comportamientos.

Otras descripciones insisten sobre «su andar tan enérgico que hubiérase dicho que despegaba los pies del suelo y, al mismo tiempo, tan ligero que parecía revolotear de arriba abajo». Pero, precisa Tabari, «no andaba con orgullo, como hacen los príncipes». (43) No es, pues, sorprendente que, cuando la aleya de la elección otorgó el derecho de abandonarlo a aquellas esposas que estuvieran frustradas por la desigualdad en el trato y porque ya no les daba la misma ternura ni caricias que antes, una sola determinara marcharse. (44) En este sentido, puede decirse que los rumores de los hipócritas se saldaron con un verdadero plebiscito del Profeta por sus esposas. Cuando decidió abandonar el mirador de la mezquita donde se había atrincherado, regresó a su casa y repitió ante cada una de sus esposas la aleya de la elección, rogándoles que se pronunciaran por separado. Las que querían quedarse debían aceptar que el Profeta no se viera obligado a satisfacerlas sexual ni económicamente. A Aixa, la más joven, le aconsejó que consultara a sus padres antes de pronunciarse. Ésta se sintió ofendida y le respondió que nunca pedía la opinión de sus padres para ese tipo de cosas. (45)

Al margen de los rumores que circulaban sobre su rendimiento sexual, los otros se referían o a sus matrimonios o a Aixa, que estaba en el punto de mira de deseos y envidias. Dos de los matrimonios del Profeta, contraídos en el año 5 y en el 7, eran considerados escandalosos por una parte de la opinión pública.

El primero que escandalizó Medina fue el que contrajo con Zaynab, su propia sobrina materna, tras haber insistido, sin embargo, para que se casara con su antiguo esclavo Zaid b. Hariza. Zaynab, a quien siempre había interesado el Profeta, se rebeló cuando le propuso ese matrimonio con Zaid, el esclavo que él había emancipado y a quien confiaba entonces puestos de mando militar. Había adoptado a Zaid y lo trataba como a un hijo, hasta el pun­to de que lo llamaban Zaid hijo de Muhámmad.

Ahora bien, la adopción, según las costumbres pre­islámicas, establecía una relación de parentesco casi biológica entre el hijo adoptado y su padre. Cuando Zaid se divorció de Zaynab y ésta se casó con el Profeta en el año 5, muchos medinenses juzgaron incestuoso el matrimonio y pusieron el grito en el cielo. Lo que explicaría por qué el Profeta habría estado interesado en invitar a «toda la comunidad», como nos cuenta Anas b. Málik, el discípulo testigo de la revelación del hiyab. Por otra parte, a las aleyas que fueron reveladas con ocasión del divorcio de Zaynab y en respuesta a los rumores que circulaban en Medina, que decían que la adopción crea una relación de parentesco efectiva, debemos que, en la actualidad, la mayoría de los códigos civiles musulmanes modernos no reconozcan la adopción como una institución. (46) Para la mayoría de dichos códigos, la adopción no puede crear nunca una relación de parentesco similar a la que crea el parentesco biológico. Un hijo adoptado no puede, en principio, heredar nunca como un hijo biológico. Túnez, que reconoce el derecho de adopción, es considerado un caso excéntrico y sumiso totalmente a la influencia nefasta de Occidente.

El otro controvertido matrimonio del Profeta fue el que contrajo con Safiya Bint Huyay, una joven cautiva judía, con la que se casó tras la toma de la ciudad de Jaibar en el año 7 de la hégira. (47) «Jaibar estaba en posesión de los judíos; era su fortaleza más sólida. Se componía de siete fuertes, de diferentes tamaños, rodeada de plantaciones de palmeras datileras.» (48) Safiya era la mujer de Kinana, un jefe de la tribu judía de los Beni Nadir. Los parientes de Safiya habían tomado parte en la guerra del Foso, del lado de los mecanos. (49) El Profeta, seducido por la belleza de Safiya, que le había correspondido en su parte de botín, le propuso convertirse al Islam, la emancipó y se casó con ella cuando ésta aceptó la condición. (50) Según Tabari y b. Saad, cuando el Profeta echó su jaíque por encima de la nueva cautiva, tras la toma de uno de los fuertes, los que lo rodeaban comprendieron que tenía la intención de quedarse con ella. Pero b. Saad añade «que la gente se preguntaba si se casaría con ella o se la quedaría como um walad». Um walad, la «madre del hijo», es una esclava que mantiene oficialmente relaciones sexuales con su amo, y cuyos hijos tendrán la condición de libres. (51) Al parecer, el caso de Safiya era excepcional, dado que era de religión judía. Las otras dos mujeres no musulmanas con las que el Profeta mantuvo una unión sexual fueron Marías la Copta, que le fue regalada por el gobernador de Alejandría, y Rayhana, de la tribu judía de los Beni Qoraiza. A pesar de que María le dio un hijo, Ibrahim, que murió en la primera infancia, se la clasifica, junto con Rayhana, entre las sabaya del Profeta, es decir, las esposas que tenían la condición de esclavas. (52)

Lo que sorprendía en el caso de Safiya era que el Profeta no tenía con respecto a ella el comportamiento que se esperaba en tales casos: «La gente se decía: si le pone el hiyab, sabremos que quiere hacerla su esposa; si no, la hará um walad solamente.» (53) Um walad era una de las nuevas categoría jurídicas que el Islam acababa de instaurar para luchar contra la reproducción de la esclavitud y según la cual los hijos nacidos del matrimonio entre un hombre libre con su esclava eran necesariamente libres, fuera cual fuera su sexo. Antes del Islam los hijos nacidos de una esclava y un hombre libre eran esclavos. Una de las razones que impulsaba a los hombres a prostituir a sus esclavas, como veremos, era obtener de ellas hijos que podrían vender si se diera el caso. El estatuto de Um walad daba la mujer esclava el derecho de tener hijos libres, que accedían por tanto a la herencia de todo lo que pudiera ser heredado: fortuna y poder. Tal institución permitió a estas mujeres alimentar ambiciones para sus hijos, algunas los impulsaron incluso a convertirse en califas. (54) Volviendo a Safiya, no hay que olvidar que en plena revolución de costumbres el gesto más insignificante del Profeta tenía una enorme importancia simbólica, puesto que él era quien enseñaba la Sunna, la vía, el nuevo modo específico de hacer las cosas en el Islam, como ruptura con el pasado y renovación. Cuando el Profeta la ayudó a acomodarse en su montura, puso buen cuidado en velarla, y así no hubo ninguna duda de que tenía la intención de casarse con ella. Emancipar a una cautiva judía y casarse con ella, en lugar de mantenerla en la categoría de esclava, debió de sorprender a Medina y especialmente a los munafiqin, que buscaban motivos para sus críticas.

Pero, entre el matrimonio de Zaynab (año 5) y el de Safiya, hubo un escándalo aún más grave que desató las lenguas de los munafiqin, que criticaban con saña al Profeta desde la derrota de Uhud y el asedio de la batalla del Foso. En el año 6, los munafiqin acusaron a Aixa de adulterio. Los alfaquíes y los imames musulmanes llaman a este incidente al‑ifq (la mentira), y los orientalistas, pri­vilegiando su lado escandaloso, «el asunto del collar».

En el transcurso de una expedición, la de los Beni al Mustaliq, en la que Aixa acompañaba al Profeta, ésta perdió un collar de conchas del Yemen al que tenía mucho cariño. Al enterarse de que partirían unas horas después, se puso a buscarlo. Cuando lo encontró, la caravana ya se había ido, pues los que tenían que colocar su litera en el camello, como pesaba tan poco, la creyeron dentro. Al descubrirse su ausencia, el Profeta mandó detenerse para esperarla. Ya empezaba a inquietarse, cuando apareció en el horizonte, acompañada de Safuan b. al‑Muattal, un joven discípulo que, al encontrársela caminando, se puso a escoltarla.

No fue necesario más para desencadenar una verdadera campaña de difamación contra Aixa, orquestada por el jefe de los hipócritas, Abdal-lâh b. Ubayy, quien, como veremos, se ganaba la vida obligando a prostituirse a sus esclavas. Al ver a Aixa, que llegaba con Safuan, habría exclamado: «Se puede disculpar a Aixa de lo que acaba de hacer; Safuan es más guapo y más joven que Muhámmad.» (55) El asunto tomó tales dimensiones que el jefe del joven Estado musulmán decidió abordar el tema públicamente, subió al almimbar y se dirigió así a los creyentes reunidos en la mezquita: «¿Cómo se atreven a arrojar la sospecha sobre la casa del Profeta de Al-lâh?... » (56) Es uno de los pocos casos en nuestra historia musulmana en que un político toma la defensa de su mujer, en lugar de adherirse a la opinión de sus calumniadores. Puso a las tribus de Medina frente a su responsabilidad, a los Aws y especialmente a los Jazraj, tribu a la que pertenecía Abdal-lâh b. Ubayy. Con su intervención en la mezquita transformó aquel simple rumor en un asunto de responsabilidad tri­bal: la tribu a la que pertenecía el difamador debía encargarse de castigarlo. Por último, intervino el cielo: «Al-lâh reveló diecisiete aleyas sobre la inocencia de Aixa.» (57)

El asunto del ifq, que hizo de un incidente trivial un asunto de Estado que estuvo a punto de reproducir la fitna en Medina, ilustra perfectamente el deseo de humillar a las mujeres y de ponerlas en su sitio, que suele seguir a los períodos en que éstas han accedido a algunos derechos y conseguido ciertas ventajas. Aixa, como todas las mujeres inteligentes, hermosas y amadas por un hombre poderoso, no debía de estar exenta de insolencia y narcisismo y debía de cristalizar envidias, suscitar odios y ofrecer un medio fácil de alcanzar al que poseía el poder. Las calumnias contra Aixa, combinadas con la inseguridad que reinaba en las calles, debieron de hacer vacilar la fe del Profeta en el proyecto que tanto apreciaba de una vida privada abierta y mezclada con la vida pública, sin roces ni barreras. Su entorno, frente a la inseguridad y a los rumores, le presentará una solución esclavista: proteger a las mujeres, únicamente a las libres, velándolas. Dejar a las esclavas sin velo, era reconocer implícitamente que se las podía abordar y agredir.

En una ciudad al borde de la guerra civil, en la que el número de hipócritas se había multiplicado peligrosamente después del asedio, la política antiesclavista que el Islam trataba de promover va a abandonarse oficialmente, por lo menos en lo que se refiere a las mujeres. Como ya no puede garantizarse la seguridad de todas, incluidas las esclavas, se limitarán a proteger a las libres. El hiyab encarna, expresa y simboliza ese retroceso del principio de igualdad. Simbólicamente, la regresión de la igualdad social se encabalgará y amalgamará con la regresión de la igualdad sexual, en el caso de la mujer esclava. El hiyab-cortina descenderá sobre las dos, mezclando y confundiendo ambas nociones en la conciencia de los musulmanes durante los quince siglos que siguieron.

Notas

(1) Tabari, Tarij, op. cit., vol. III, p. 49.
(2) ídem, P. 54.
(3) Blachére, Introduction á la traduction du Qoran, p. 180.
(4) B. Saad, at‑Tabaqat, op. cit., vol. II, p. 355.
(5) As‑Suyuti, Asrar tartib al‑Qur’an, Dar al‑Ftisam, El Cairo, 2ª ed., 1978.
(6) Ibn Hazm, Nasij y Mansuj, Dar al‑Kitab al‑Ilmiya, Beirut, l ed., 1986; as‑Suyuti, op. cit.
(7) Ibn Hazm, Nasij y Mansuj, op. cit., p. 69. Véase también el comentario a esta nueva edición de Suleimán al‑Bindari, especialmente la clasificación cronológica realizada a partir de las clasificaciones clásicas.
(8) El quinto mes, si tomamos como mes de partida Muharram, el primer mes del calendario musulmán. El año musulmán tiene doce meses: el primero, Muharram, y el último, Du‑l‑Hichcha; Ramadán es el noveno mes. El mes musulmán, como está determinado por la aparición de la luna, puede contar un número de días diferente según el año y, en el mismo año, según la localización geográfica del lugar donde uno se encuentra. Lo que, como puede suponerse, crea confusiones en cuanto a las fechas.
(9) Hisham, Sira, op. cit., vol. III, p. 220.
(10) Tabari, Mohammed..., op. cit., p. 205.
(11) Ídem, p. 219
(12) El Corán, azora «Las mujeres», aleya 102, traduc. Masson, p. 121.
(13) Ídem, azora, 4, aleya 102.
(14) Hisham, Sira, op. cit., vol. III, p. 23 1; Tabari, Tarij, op. cit., vol. III, p. 46.
(15) Hisham, ídem, p. 225; Tabari, ídem, p. 44 y ss.
(16) Hisham, ídem, pp. 226 y 235; Tabari, ídem, p. 44.
(17) Tabari, Mohámmed... op. cit., p. 224.
(18) ídem, p. 225.
(19) El Corán, azora 33, aleya 12, traduc. de Masson, p. 551.
(20) Ibidem.
(21) Tabari, Mohámmed... op. cit., p. 225.
(22) Hisham, Sira, op. cit., vol. III, p. 243; Tabari, Tarij, op. cit., vol. III, p. 51.
(23) Tabari, Mohámmed.., op. cit., p. 228.
(24) Hisham, Sira, op. cit., vol. III, p. 233; Tabari, Tarij, op. cit., vol. Ill,p.47.
(25) Tabari, Tarij, op. cit., vol. XXII, p.40. Se trata de la aleya 53, de la azora 33, «Las Facciones». No he utilizado la traducción de Blachère (p. 452) ni la de Masson (p. 560) porque ambos tradu­cen el verbo adá por «ofender». El verbo «ofender» no traduce la carga de deliberada violencia, verbal o fisica, que contiene el término adá, que, personalmente, traduzco por «hacer daño» o «agredir».
(26) Véase el Tafsir garaib al Quran, comentario del Corán de Nisaburi, en anexo del Tafsir de Tabari, Dar al‑Ma’rifa, Beirut, y ed., 1972, vol. XXII, p. 27.
(27) Ibídem.
(28) B. Hayyar, al‑Isaba, op. cit., vol. IV, p. 768.
(29) Nisaburi, ibídem; B. Hayyar, ibídem. Los miedos del Profeta parece que no carecían de fundamento.
(30) Tabari, Tafsir, op. cit, vol. XXII, p. 41.
(31) B. Hayyar, al-Isaba, op. cit.
(32) Tabari, Tafsir, op. cit, vol. XXII, p. 27.
(33) B. Hayyar, al-Isaba, op. cit., vol. VII, p. 258, biografía de Raw­da, nº 11197. Si el Profeta libertaba a los esclavos cómo es que tenía uno, podemos preguntamos. Aparentemente, el proceso de liberación de esclavos no fue ni rápido ni automático. Desencadenaba tratos y negociaciones que permitían un cierto equilibrio entre los intereses de los antiguos y los nuevos amos y todos aquellos que estaban concernidos por ese cambio radical en la circulación de seres humanos.
(34) B. Saad, at‑Tabaqat, op. cit., vol. III, p. 174.
(35) idem, p. 176.
(36) Azora «Las Facciones», aleya 60, traducción de la autora. Mas­son traduce al‑muryifun por «los que fomentan los disturbios» (p. 561), Blachére, literalmente por «los que tiemblan» (p. 453).
(37) Tabari, Tafsir op. cit, vol. XXII, p. 47.
(38) El Corán, traduc. de Masson, aleya 39, azora 33.
(39) Tabari, Tafsir, op. cit, vol. XXII, p. 50.
(40) La aleya 28 de la azora 33 encierra una connotación económica; y la aleya 51, por el contrario, regula definitivamente un conflicto de orden sexual.
(41) Véanse los comentarios en B. Saad, at‑TabaqaI, op. cit. vol. VIII, p. 196; y también Tabari, Tafsir, op. cit, vol. XXI, p. 155 y ss. y vol. XXII, p. 26.
(42) Tabari, Mohámmed... op. cit, p.337.
(43) Ibídem.
(44) Tabari, Tafsir, op. cit, vol. XXI, p. 157.
(45) Ibídem.
(46) Sobre el tema Zaid y Zaynab, véase El Corán, aleya 37 de la azora 33, así como los comentarios de Tabari a esa aleya, en Tafsir, vol. XXII, p. 16 y ss.
(47) Tabari, Tafsir, op. cit, vol. XXII, p. 45.
(48) Tabari, Mohámmed.., op. cit., p. 253.
(49) ídem, p. 255.
(50) Tabari, Tarij, vol. III, p. 92 y ss. y p. 178.
(51) Um walad es una esclava con quien se mantienen oficialmente relaciones sexuales y que no puede ser vendida; los hijos que nacen de esa unión son libres y gozan de todos los derechos que se derivan de una filiación legítima, especialmente lo relativo al apellido y la herencia. Para mas detalles, cf. Enciclopedia del Islam, art. «Um walad». Véase también B. Saad, at‑Tabaqat, op. cit., vol. II, p. 117.
(52) Tabari, Tary, vol. III, p. 180.
(53) B. Saad, at‑Tabaqat, op. cit., vol. II, p. 116.
(54) Sobre el aspecto jurídico de um walad, consúltese Sakanya Áh­med al‑Berri, Ahkam um walad fî al‑Islam, Dar al‑Kawmiya li Tibaa, El Cairo, 1964.
(55) Tabari, Mohámmed... op. cit., p. 238. Véanse los largos pasajes dedicados a ese incidente en b. Hisham, Sira, vol. III, p. 309; en Bujari, Sahih, vol. IV, p. 172; y en Abi al‑Farach al‑Isbaha­ni, Kitab al‑afgani (El libro de las canciones), vol. IV, p. 157.
(56) Tabari, Mohámmed..., op. cit., p. 239.
(57) ídem, p. 240. Se trata de las aleyas 2 y ss. de esa azora; los calumniadores fueron flagelados, según las nuevas leyes divinas reveladas.

* El harén político, capítulo IX, Ediciones del Oriente del Mediterráneo

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