Afganistán se queda a merced de los talibanes
La milicia islámica avanza en todo el país tras la retirada de EE UU, amenazando a los civiles y poniendo en peligro de los avances de las dos últimas décadas
Las imágenes de los helicópteros despegando de la Embajada en Saigón, al final de la guerra de Vietnam, perseguirán para siempre a Estados Unidos. La salida de las tropas estadounidenses de la inmensa base afgana de Bagram, cerca de Kabul, en la que llegaron a vivir 10.000 personas, se produjo la semana pasada en silencio, de forma rápida y discreta, sin ese ambiente de debacle. Pero significó, de facto, el final de la intervención estadounidense en su guerra más larga. Después de casi 20 años, EE UU abandona Afganistán, un país que se queda a merced de los talibanes que avanzan en todos los frentes.
Naciones Unidas, otros aliados que también están retirando sus tropas, expertos militares, organizaciones de derechos humanos, periodistas sobre el terreno… Todos coinciden: sin el apoyo logístico y militar de EE UU, el Ejército afgano tiene pocas posibilidades de controlar el país, más allá de Kabul, y de resistir una ofensiva general de la milicia islámica, expulsada del poder en el invierno de 2001, tras los atentados del 11 de septiembre contra Washington y Nueva York. Los avances en materia de educación o de derechos de las mujeres logrados en estas dos décadas pueden perderse en meses o incluso en semanas. La retirada completa se producirá a finales de agosto.
“Las fuerzas especiales afganas son buenas y la fuerza aérea está mejorando, pero el Ejército es en general mediocre”, explica Michael E. O’Hanlon, director de investigación de la Brookings Institution, experto en cuestiones de seguridad. “Se perderá algo de terreno, tanto territorialmente como en áreas como los derechos de las niñas. La clave ahora es evitar el colapso total, si es posible. Es una situación muy delicada”. Esta misma semana, los talibanes han lanzado una ofensiva contra la provincia de Badgis, en la que estuvieron desplegadas las tropas españolas, y la ciudad de Qala-i-Naw, que tomaron el miércoles en apenas unas horas, aunque luego se retiraron después de fuertes combates, según diferentes relatos recogidos por las agencias internacionales. Un día después, capturaron dos ciudades aduaneras de la provincia occidental de Herat: Islam Qala, fronteriza con Irán, y Turghundi, que limita con Turkmenistán.
Félix Arteaga, investigador experto en asuntos militares del Real Instituto Elcano, cree que esto es solo el principio: “La desmoralización del Ejército afgano es muy importante y se está produciendo. Se ve en lo que está pasando en las provincias, fuera de los grandes centros de población, donde las fuerzas afganas y las fuerzas policiales se encuentran aisladas. La percepción general es que el final es inevitable y eso influye en la postura de negociación del Gobierno. Me temo que precipitará la caída”, agrega en referencia a los intentos de diálogo del Ejecutivo y los talibanes.
Dos datos ofrecidos por la BBC pueden servir para resumir la situación: miles de personas se agolpan cada día en Kabul ante la oficina de pasaportes para tratar de conseguir documentos para huir del país y los problemas logísticos de las tropas afganas en los llamados puestos avanzados, destacamentos militares lejos de las ciudades, son tan grandes que a veces no disponen ni de comida ni de agua. En muchos casos, explica Arteaga, llegan a un acuerdo con los talibanes y se rinden sin combatir para salvar la vida o para poder comer.
La enviada especial de la ONU para Afganistán, la diplomática canadiense Deborah Lyons, explicó hace dos semanas ante el Consejo de Seguridad que “todas las tendencias principales –política, seguridad, proceso de paz, economía, emergencia humanitaria y covid– son negativas o están estancadas”. Desde mayo, los insurgentes han tomado 50 de los 370 distritos de Afganistán. Los talibanes, por su parte, sostienen que controlan el 85% del territorio afgano, una cifra inflada por la propaganda, pero que recoge un hecho indudable: más allá de las grandes ciudades, la presencia del Estado es muy débil.
El jefe del Estado mayor británico, Nick Carter, reconoció esta misma semana que consideraba “plausible” que el Estado afgano se derrumbase sin la presencia militar internacional y que se produzca una situación similar a la guerra de civil de los años noventa, de la que surgieron precisamente los talibanes.
Desde que las tropas de la Alianza del Norte tomaron Kabul, en el otoño de 2001, apoyadas por la fuerza área estadounidense y posteriormente se produjo un enorme despliegue internacional bajo el paraguas de la ONU y OTAN, muchos indicadores mejoraron en un país de 38 millones de habitantes que no ha vivido en paz desde la invasión soviética de 1979. El número de menores que van a la escuela ha pasado de 0,9 millones en 2001 a 9,2 millones en 2017, de los cuales el 39% son niñas. En 2004 había poco más de 51.200 mujeres trabajando en la Administración. En 2018 (último año del que se dispone de datos) la cifra había aumentado a casi 87.000. Eso no quiere decir que se haya frenado la violencia –3.000 civiles murieron como consecuencia de acciones bélicas o atentados en 2020–, ni la pobreza: seis de cada diez afganos tienen problemas para alimentarse, según la ONU. Sin embargo, la vida de muchos civiles ha mejorado en estas dos décadas. Y todo eso puede perderse.
La organización de derechos humanos estadounidense Human Rights Watch acaba de publicar un informe que describe el panorama que espera a muchos afganos en los próximos meses, basándose en lo ocurrido en los sectores que ya han sido arrollados por la violencia. “Ninguna facción ha protegido adecuadamente a los civiles y, en cierta medida, todas las facciones han ejercido la violencia contra los civiles”, explica Patricia Gossman, directora asociada para Asia de HRW. Los talibanes no son la única amenaza, sino que la facción afgana del Estado Islámico se ha mostrado especialmente brutal con la población, sobre todo con los hazaras, una etnia de credo chií. “Aproximadamente el 45% de las víctimas civiles son por los talibanes y el 25% por el Gobierno. El resto son por el Estado islámico o fuego cruzado”, agrega Gossman.
La investigación de HRW relata que cuando el distrito de Bagh-e Sherkat, en la provincia de Kunduz (en el norte), fue ocupado por los talibanes entre el 21 y 25 de junio se produjeron represalias contra civiles que consideraban que habían colaborado con el Gobierno, y muchos fueron expulsados de sus casas y se produjeron saqueos. “Los talibanes han moderado algunas de sus medidas más duras en las zonas que controlan. Por ejemplo, permiten la escolarización de las niñas en muchas provincias, pero solo hasta la pubertad”, explica Gossman, “pero parecen decididos a gobernar por el miedo, sin rendir cuentas a las comunidades bajo su control”. En las ciudades que ocupan, la policía de “vicio y virtud” se despliega casi inmediatamente para que se observe su visión más rigorista del islam. “Estoy muy preocupada por el futuro y por el empeoramiento de una guerra a la que los afganos han sido abandonados”, señala.
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