Edgar Allan Poe: pensar desde el abismo
Edgar Allan Poe (1809-1849) es conocido en gran parte por la herencia literaria de sus oscuros relatos, publicados en numerosas editoriales y de fácil adquisición para el lector contemporáneo. Sin embargo, gracias a la versatilidad de su grácil prosa (característica que comparte, por ejemplo, con pensadores de la talla de Descartes, Rousseau, Hume o Montaigne) y a la aparentemente sencilla trama de sus cuentos, es fácil pasar por alto el contenido filosófico de sus obras. Si reparamos en uno de los apuntes que constituyen Marginalia (conjunto de anotaciones que Poe redactaba en los márgenes de las obras que leía y consultaba), topamos con una máxima que tendría muy presente a lo largo de su vida: “Las palabras –sobre todo las impresas– son armas asesinas”.
A causa de la mala salud de sus padres, Poe queda huérfano a los tres años –antes de que la propia conciencia de la muerte pudiera presentarse como asunto de reflexión–. Es acogido entonces por un matrimonio de Virginia, compuesto por Frances (en quien Edgar encontrará un auténtico amor de madre) y John Allan, hombre de voluntad dura e inquebrantable con el que Poe mantendrá numerosos conflictos que no verían su fin hasta la muerte del padre adoptivo. Tras algunos viajes familiares por Inglaterra y Escocia, regresan a Estados Unidos en 1820, momento en el que un todavía muy joven Edgar comienza a escribir en la clandestinidad de su habitación algunos versos en los que derrocha toda clase de esfuerzos –y que no tendrá reparos en entregar a algunas señoritas de Richmond (donde su hermana Rosalie vivía junto a su nueva familia)–.
¿Quién ha visto, en realidad, otra cosa que el horror en la sonrisa de los muertos? Pero deseamos ardientemente imaginarla “dulce”, y esa es la fuente del engaño, si es que en el fondo hay engaño.
Algunos años más tarde, en 1829, Poe envía una carta a John Neal (director de la revista Yankee) en la que expone su verdadera vocación: “Soy un hombre joven; aún no he cumplido los veinte, y soy poeta –caso de que una honda adoración por todas las cosas bellas me convierta en poeta–, pero deseo serlo dentro del común concierto de este mundo. Quisiera dar al mundo –confesaba Edgar– al menos la mitad de las ideas que flotan en mi imaginación”. Con la convicción de que John Neal fuera también un amante de esa misma belleza que parecía causar estragos en el joven apenas veinteañero, la misiva no duda en poner de relieve la necesidad de celebrar esta asociación de espíritus afines. Tan decidido estaba a cumplir su labor de poeta que, en diciembre de 1828, se dirigía en estos términos a su padre adoptivo: “Debo, pues, conquistar o morir, tener éxito o caer en desgracia”. El oráculo se cumpliría finalmente en ambos sentidos…
Quizás no muchos lectores sepan que Poe redactó dos textos en cuyos títulos aparecía la palabra “filosofía”: Filosofía de la composición (1846) y Filosofía del moblaje (1840). Si bien este último podemos considerarlo como un escrito accesorio en el que Edgar trató de mostrar sus ideas sobre el diseño de interiores (un gesto que más tarde Baudelaire tendrá muy en cuenta para desarrollar el concepto de dandi), en Filosofía de la composición (breve ensayo donde expone el proceso de creación de “El cuervo”) damos con una explicación de por qué la belleza ha de ser un aspecto irrenunciable de la reflexión poética y filosófica: “Creo que el placer más intenso, más exaltante y más puro a la vez reside en la contemplación de lo bello. Cuando los hombres hablan de la Belleza no entienden una cualidad, como se supone, sino un efecto; se refieren, en suma, a esa intensa y pura elevación del alma –no del intelecto o del corazón–, y que se experimenta como resultado de la contemplación de lo bello”. La Verdad, a juicio de Poe, satisface las ansias del intelecto, así como la Pasión sacia las exigencias del corazón: pero solo la Belleza proporciona el placer del alma.
El genio lucha, trabaja, crea, no porque la excelencia sea deseable, sino porque ser superado cuando siente que tiene la fuerza de superar le resulta insoportable.
Guiado por la conocida frase de Francis Bacon (“No hay belleza exquisita sin algo extraño en las proporciones”), nuestro protagonista se ve empujado a incorporar en todas sus creaciones literarias el halo de lo inesperado, de lo novedoso, de lo original, e incluso de lo desconocido, lo vago y lo incomprendido. Si, como aseguraba Poe en Marginalia, las palabras escritas son “armas asesinas”, es por su facultad de poner en funcionamiento la imaginación hasta el punto de crear realidades donde, aparentemente, solo hay ficciones. Él mismo apuntaba: “tan completa es mi fe en el poder de las palabras, que he creído a veces posible encarnar las vaporosas fantasías que me esfuerzo por describir”.
A pesar de este lado amable que Poe rastrea tanto en la potencia creadora de la belleza como en el vigor inspirador de la imaginación, no deja de señalar el aterrador contraste que la vida muestra entre aquellas y el horror de la pobreza, la malicia, el hambre o la muerte (auténticos genios inspiradores de sus cuentos más conocidos). De este modo explicaba Edgar en carta de 1835 a Thomas W. White (tipógrafo y fundador del Southern Literary Messenger) la filosofía que encierran sus relatos: “del ridículo elevado a la magnitud de lo grotesco, de lo temible coloreado de horripilante, de lo ingenioso exagerado hasta lo burlesco, de lo singular forjado de manera que adquiera la forma de lo extraño y de lo místico. Tal vez diga usted que todo esto no es sino mal gusto. Yo tengo mis dudas al respecto”. Y es que la existencia, por su propia dinámica, nos aboca al borde de un precipicio; cuando intentamos adentrarnos en este abismo, sentimos malestar y vértigo. Baudelaire lo explica certeramente en el comentario que dedicó a la obra poética de Edgar: “Un artista no es tal sino gracias a un exquisito sentido de lo bello: este sentido le proporciona unos goces embriagadores; mas al propio tiempo entraña un sentido no menos exquisito de toda deformidad y toda desproporción”.
Infinidad de errores se abren camino en nuestra filosofía por la costumbre del hombre de considerarse tan solo ciudadano del mundo –de un planeta individual– en vez de contemplar ocasionalmente su posición como cosmopolita, como habitante del universo.
Otro de los rasgos fundamentales de la vida humana que Poe refleja en sus creaciones es la frágil frontera que separa el sueño de la realidad. En uno de sus numerosos apuntes, Edgar afirmaba que en absoluto le parece ilógico imaginar que, “en una existencia futura, consideraremos esto que creemos nuestra existencia actual como un sueño”. Por otro lado, en uno de sus poemas más célebres (“Un sueño dentro de un sueño”) Poe se refería a la extraña e inquietante fugacidad del momento presente, que se escapa de nuestras manos como “granos de arena de oro”. En este sentido, el autor norteamericano concedería al arte la capacidad de sobreponerse a esta inevitable huida del tiempo, al otorgarle la capacidad de reproducir lo que perciben los sentidos en la naturaleza a través del velo del alma del artista.
Tras una existencia realmente difícil, plagada de miserias y expectativas que no acababan de cumplirse, Edgar Allan Poe muere a las tres de la madrugada del 7 de octubre de 1849 mientras realizaba un viaje. También él imaginaba que sería el último, el que lo conduciría –en expresión que recoge el poema “Ulalume”– hacia “la paz leteana de los cielos”. Sus últimas palabras fueron: “Que Dios ayude a mi pobre alma”.
Yo he sido feliz, aunque en un sueño.
Aunque Poe ha pasado a la historia de la literatura como eminente autor de cuentos de género negro –que influyeron enormemente en las obras de autores como Lovecraft, Baudelaire o Bradbury–, su gran aspiración en vida fue la de llegar a ser un gran poeta. Fruto de esta vocación fue la confección de uno de sus poemas narrativos más celebrados, “El cuervo” (1845): un hombre leído de incierto aspecto escucha algunos ruidos que, como finalmente descubre, provienen de los movimientos de una negra ave. Al dirigirse a esta, topa con un cuervo que habrá de confesarle algunas crudas verdades sobre el paso del tiempo, la muerte y la relación que mantiene con su difunta amante (Leonor). Verdades que, por otro lado, todos sus estudios nunca pudieron brindarle…: “¡Deja intacta mi soledad! ¡Aparta tu busto de mi puerta!/ ¡Aparta tu pico de mi corazón, aleja tu forma de mi puerta! –El cuervo dijo: Nunca más”. Por la belleza de sus versos, es también de destacar el breve poema “Annabel Lee”, el último de los que Poe compuso (publicado después de su muerte) donde se dan cita algunos de los temas centrales de sus piezas poéticas: el carácter eterno del auténtico amor, el fallecimiento de la amada y lo misterioso de la noche y el mar.
El auténtico genio tiembla ante lo incompleto, la imperfección y, por lo regular, prefiere el silencio antes de decir aquello que no es todo lo que debería decirse.
Aunque la correspondencia de Edgar ha sido traducida y publicada bajo el título de Cartas de un poeta, así como sus escritos novelescos de mediana extensión (Eureka y Narración de Arthur Gordon Pym), Edgar ha alcanzado fama inmortal gracias a los numerosos cuentos que publicó a lo largo de toda su vida –galardonados ya en su época con diversos premios literarios. Entre ellos podemos destacar, por la concentración de temas característicos en Poe y por la fuerza evocativa de sus historias, “El pozo y el péndulo”, “El gato negro”, “El corazón delator”, “La máscara de la Muerte Roja”, “El demonio de la perversidad”, “El entierro prematuro”, “Berenice”, “Silencio” o “Nunca apuestes tu cabeza al diablo”. En ellos, Edgar pone a trabajar a la que siempre consideró la emperatriz de las facultades, la imaginación, a través de narraciones que pueden ser leídas de un tirón y que dejan un recuerdo mucho más profundo que la lectura entrecortada propia de las novelas. Sobre sus historias sobrevuela una de las convicciones del autor: la maldad natural del hombre, una fuerza misteriosa que ninguna filosofía puede descifrar, pues las acciones que de ella provienen no tienen más atractivo que ser malas y peligrosas; es la suya, en expresión de Baudelaire, “la atracción del abismo”, donde se muestra una potencia primitiva e irresistible que raras veces puede frenarse.
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