Donald Trump ha declarado el estado de “emergencia nacional” horas antes de que anuncie, previsiblemente, la derrota del Estado Islámico. Una nueva incongruencia del presidente estadounidense con la que pretende demostrar que el verdadero peligro para su país, no es el yihadismo radical, sino los refugiados centroamericanos que se juegan la vida en busca del “sueño americano”.
Sus racistas promesas electorales fueron clave para su ascenso al poder y ahora parece que, su continuidad, estará marcada por su capacidad para cumplirlas. La principal, como bien sabemos al sur de río Bravo, pasa por la construcción de un gran muro que proteja eficientemente más de 3.000 km de frontera natural. Pero, ¿hasta qué punto es necesaria y eficiente esta medida? Los datos le llevan la contraria al líder republicano (él lo sabe), pero es que el muro nunca fue una estrategia real, tan solo una campaña de marketing racista con la que sumar votos, al tiempo que dibujaba un enemigo imaginario al que resulta imprescindible combatir.
Esta estrategia, de buscar en el exterior la raíz de tus propios problemas, es algo que Trump aprendió de su antiguo jefe de campaña Steve Bannon. El bueno de Steve se ha encargado de exportar esta irresponsable política al resto del mundo y, en Europa, ya está empezando a cuajar. Los llamamos nacionalismos populistas y sabrán identificarlos porque, al igual que Trump, sus representantes acusan a la migración irregular de todo lo malo que ocurre en sus países. Utilizan respuestas simples a problemas complejos y defienden un falso patriotismo del que se desprende un cierto aroma a xenofobia. Sus principales representantes son el ministro del interior italiano, Mateo Salvini, la excandidata presidencial en Francia, Marine Le Pen y ahora, en España, Santiago Abascal, líder del ultraderechista Vox.
Populismos a parte, Trump parece dispuesto a pelear por la construcción de su muro hasta las últimas consecuencias. En su intento por conseguirlo ha dejado durante varios meses a más de 800.000 funcionarios sin cobrar protagonizando el cierre de gobierno más longevo de la historia del país. En las últimas semanas, el inquilino de la Casa Blanca consiguió cerrar un acuerdo en el Congreso por el que republicanos y demócratas autorizaron una partida de 1.375 millones de dólares para reformar el muro. Una cifra más que insuficiente para costear la faraónica obra que pretendía llevar a cabo.
Ahora, y amaparándose en una ley de 1976, Trump ha decidido declarar el “estado de emergencia nacional” para poder meter mano a otros 8.000 millones de dólares de los presupuestos en materia de seguridad. Una estratagema política que a buen seguro será combatida por los demócratas ante la justicia en un litigio que podría eternizarse durante meses.
La irresponsabilidad que, a todas luces, supone declarar este falso “estado de emergencia” la ha justificado de la siguiente manera: “Estamos hablando de una invasión de nuestro país, de drogas, de crímenes, de tráfico de personas”. Pero, ¿qué hay de cierto en estas afirmaciones? Como ya nos tiene acostumbrados el líder republicano, más bien pocas. Desde que Trump cancelara su política de separación familiar en la frontera, el número de personas que logran cruzar ilegalmente se encuentra en su nivel más bajo de las últimas dos décadas.
De acuerdo a los datos aportados por Seguridad Nacional, en el año 2000, 1,6 millones de personas cruzaron la frontera ilegalmente, mientras que el año pasado esa cifra fue de poco menos de 400.000. En 2017, el primer año de Trump en el poder, el número de migrantes que cruzó ilegalmente la frontera fue el más bajo desde 1971. Quizá su dura política antiinmigración caló en la conciencia de los migrantes o quizá es que realmente está cambiando el paradigma de la crisis migratoria. Cada vez son más los que deciden quedarse en México, por ejemplo, al amparo de los permisos de trabajo y tránsito que ofrece el nuevo gobierno de López Obrador. Otro dato que ayuda a reforzar esta tesis de que la “emergencia” que Trump sostiene que hay, es mucho menor de lo que fue en años anteriores, es que México ya deporta a más migrantes centroamericanos que Estados Unidos.
El show mediático en el que vive inmerso el presidente Trump desde que alcanzara el poder, le obliga a insistir en la necesidad de un proyecto carísimo y que, en la práctica, no ayuda a resolver el problema. El muro es solo un símbolo (racista) con el que separarse de una realidad que nunca dejará de existir mientras la situación en países como Nicaragua, El Salvador o Honduras no mejore. La solución, sr. Trump, pasa por dejar de agitar la xenofobia por intereses partidistas y tener un poco de humanidad, y sentido común, para enfrentar una crisis migratoria que no entiende de muros o presupuestos, si no de pobreza, violencia y falta de oportunidades.