La estulticia como política de Estado
Como el político hábil que sin duda es, Andrés Manuel López Obrador es experto en levantar “cortinas de humo” para distraernos de los temas en verdad relevantes. Todas las pifias, corruptelas, torpezas e ineficiencias de su catastrófica administración se ven eclipsadas por las ocurrencias que suele soltar en sus insufribles mañaneras. La economía es un desastre, la inseguridad es rampante, la corrupción sigue tan campante, más de 110 mil mexicanos han muerto por el Covid, hay desabasto de medicamentos, las inundaciones en Tabasco fueron pavorosas, los niños mueren de cáncer, y ante todo ello AMLO apela una y otra vez a a trucos mediáticos: la rifa del avión, la demanda de disculpas a España por la Conquista, la guerra por el penacho de Moctezuma y un larguísimo etcétera. No se le acaban los trucos al presidente. Y le funcionan. Sus ocurrencias nos podrán parecer tontas y extravagantes, pero cumplen la función de normalizar la desgracia y naturalizar la ineptitud. La popularidad del presidente se mantiene por lo alto mientras nos mantiene en Babia con debates baladíes. ¡Ah, pero la sandez con la que salió hace un par de días con el propósito de cubrir el escándalo de corrupción de su prima Felipa se vuela todas las bardas!
Según el intelectual que tenemos por jefe de Estado (18 libros publicados y contando) “resiliencia”, “empatía” y “holístico” son “nuevas” palabras del período neoliberal y fustigó a los “intelectuales orgánicos” por no escribir para el pueblo y utilizar tecnicismos “que pocos conocen”. “Holístico no aparece en El Quijote”, espetó el mandatario, quien seguramente ignora que en su obra magna Cervantes empleó casi 23 mil palabras y hoy un ciudadano medio apenas utiliza unas 5 mil. “Faca”, “cibera”, “agraz”, “sierpe” y “zahorí” son algunas de las muchas “jactancias neoliberales” que aparecen en el Quijote. Y aunque, reconozcámoslo, las palabrejas denunciadas por nuestro ínclito Peje tienen su sabor de pedantería, al presidente sólo se le ocurrió tildarlas de “nuevas palabras neoliberales” en lugar de, por lo menos, calificarlas de “esnobs” o “pedantes”. Pero, eso sí, nos exige hablar en “un lenguaje accesible, el lenguaje del pueblo, un buen castellano” (por cierto, el idioma que legamos del odioso país al que ahora le demanda nos pida perdón). ¡Vaya intonso que es nuestro mendaz sátrapa! ¡Menester son asaz sosiego y estoicismo pétreo para arrostrar el timón de tal belitre!
Todo esto es cortina de humo, pero también mucho refleja las limitaciones en la formación cultural del primer mandatario y los conflictos psicológicos que ello le acarrea, sobre todo ante los intelectuales críticos a su gobierno (“orgánicos”, les llama él). Pero hay más. Para el buen populista sentir orgullo por ser ignorantes es prácticamente una estrategia de poder. Es la estulticia (otra neoliberal palabra, supongo) como política de Estado. Recuérdese que los caudillos populistas se presentan como defensores de la gente común contra los elitismos políticos y académicos y es la razón de su desconfianza frente al razonamiento, la ciencia y la técnica. La inopia intelectual es su bandera, y ello les facilita explotar los resentimientos de la gente, sobre todo de los numerosos sectores que se sienten menospreciados por las elites. Lejos de perjudicarles o de descalificarlos como gobernantes, aparecer como tontos los hace pasar como “auténticos y sinceros”, en contraste con los rebuscados, pretenciosos y muchas veces grises políticos tradicionales, de ahí su constante recurrencia a los insultos y descalificaciones pueriles y su atípico interés por asuntos irrelevantes. Sus incoherencias, “gaffes” y desaciertos culturales son genuina carta de presentación ante el pueblo. El caso de Donald Trump es el más claro ejemplo de esto. Su sistemático uso de burlas de baja estofa y sus mentiras sólo puede dar frutos en una sociedad orgullosa de su “no saber”. Esta dinámica de campante analfabetismo no es síntoma menor en los populismos de derecha europeos y los de pretendida izquierda latinoamericanos.
Pero, de nuevo, no basta con hacer escarnio de nuestro zafio gobernante, sino de proceder a un ejercicio de autocrítica. Las élites son responsables, en muy buena medida, de esta apoteosis del oscurantismo. “En la política y en la vida la ignorancia no es una virtud. No es cool no saber de lo que se está hablando. No significa ser auténtico o sincero. No es retar a la corrección política. Eso simplemente es no saber de lo que estás hablando”, dijo Barack Obama en alguna ocasión, en una apenas disimulada referencia a Donald Trump, y sin duda tiene razón. Pero perdía de vista que en el origen del antiintelectualismo norteamericano permea el agudo resentimiento de muchos sectores de la sociedad norteamericana, de los peor educados (I love the poorly educated, dijo alguna vez Trump), los white thrash que se ven obligados a asistir a escuelas públicas de pésima calidad y son incapaces de pagar las muy costosas carreras universitarias. Por eso votan con entusiasmo al demagogo psicópata y hoy lo defienden con ahínco en su quimérica denuncia de fraude electoral. Frente a las élites académicas encontramos al self made man, alejado de los artificios intelectuales y enraizado en sus tradiciones, valores y lugar de origen. Podrá considerárseles “pedestres”, pero sus convicciones y vínculos con su país y su gente son legítimos. Por eso despreciar olímpicamente a los votantes de los populistas es tan peligroso, injusto y contraproducente. Están enojados por justificables razones y deben ser tomados en serio. Si no ponemos un alto a la constante y abusiva autopromoción de las élites, el muro que separa a éstas del resto de la sociedad seguirá creciendo y entonces no nos extrañe que las masas sigan votando por demagogos zafios y políticos idiotas, pero “auténticos”.
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