Desmilitarizar
a detención en Estados Unidos del general Salvador Cienfuegos, secretario de la Defensa Nacional durante el gobierno de Enrique Peña Nieto, ha sacudido al país por todas las implicaciones que conlleva y ha abierto nuevamente una serie de interrogantes y dudas fundadas sobre la confiabilidad de las instituciones que encabezan el combate al crimen organizado.
El hecho constituye en sí mismo un golpe brutal al prestigio del Ejército Mexicano, particularmente en un momento en que el gobierno de la 4T apuesta por militarizar los cuerpos de seguridad, pero al mismo tiempo –y esto es lo de mayor gravedad– quiebra uno de los mitos más reiterados de los gobiernos que propiciaron y mantienen desde hace años el sangriento combate al narcotráfico: los militares no son incorruptibles.
Sin duda, la magnitud del impacto radica en que se trata, nada menos, de la persona que hasta hace muy poco tiempo encabezaba al Ejército, pero también en que las investigaciones que se llevan a cabo en Estados Unidos pudieran alcanzar a otras esferas de poder y dejar al descubierto el entramado de complicidades o, al menos, una parte de éste.
Según versiones periodísticas y filtraciones de la agencia antidrogas estadunidense (DEA), el expediente judicial de la fiscalía neoyorquina contra Cienfuegos incluye una lista de otros 10 generales involucrados.
Los cuatro cargos que le son imputados en Nueva York a Cienfuegos –tres por conspiración de manufactura, importación a Estados Unidos y distribución de drogas ilícitas, y uno por lavado de dinero– constituyen una muestra de los niveles de descomposición que habrían sido alcanzados en las últimas décadas.
Ciertamente, los señalamientos de la DEA respecto al vínculo de altos mandos militares mexicanos con los cárteles del narco no son nuevos. Existen como antecedentes las acusaciones de complicidad que apuntaron directamente a los titulares de las secretarías de la Defensa, general Juan Arévalo Gardoqui, y de Marina, almirante Mauricio Scheleske Sánchez, durante las presidencias de Miguel de la Madrid y de Carlos Salinas de Gortari, respectivamente, y las que se confirmaron en contra del general Jesús Gutiérrez Rebollo, mejor conocido como el zar mexicano de las drogas, en la de Ernesto Zedillo.
Para algunos expertos en seguridad nacional, la corrupción en la cabeza institucional, por definición, difícilmente puede ser un caso aislado. Es decir, no existe la manzana podrida en solitario. Se pudren las manzanas donde los barriles están podridos. Si el problema está en la cabeza, se trata necesariamente de corrupción sistémica. Y si se le aísla, el asunto se estaría negando.
Es en este contexto que el presidente Andrés Manuel López Obrador se ha apresurado a decir que se deslindarán responsabilidades y que aquellos civiles en el gobierno o elementos de las fuerzas armadas que resulten involucrados de las investigaciones sobre Cienfuegos serán suspendidos de inmediato y, si es el caso, puestos a disposición de las autoridades competentes.
Las crisis recurrentes que han exhibido la corrupción grosera y la complicidad de autoridades gubernamentales, de altos funcionarios, de juzgadores y de mandos de las fuerzas del orden con los cárteles del narco, terminan por hacer sentir vulnerable a la población y la han colocado una y otra vez irremediablemente frente al espejo de la decepción, del enojo y de la pérdida de confianza.
Hoy día, el hecho es incontrovertible, los responsables directos de la seguridad del país y del combate al narcotráfico en los gobiernos recientes, Genaro García Luna y el general Cienfuegos, se encuentran presos en Estados Unidos, siguiendo sendos procesos judiciales.
Me parece que la gravedad del asunto, en tanto Comandante Supremo de las Fuerzas Armadas, amerita la reflexión profunda del Ejecutivo federal, y la posibilidad de replantear estrategias.
El arresto de Cienfuegos avanza exactamente en sentido contrario a la narrativa de los gobiernos recientes, particularmente de la 4T, que optaron por la militarización.
Este gobierno está a tiempo para impulsar la transformación hacia una nación menos militarizada y con mayor control civil, como ocurre en muchas de las democracias.
No se trata de demeritar las múltiples funciones que las fuerzas armadas desempeñan en beneficio del país y de la población. El Ejército de ninguna manera es una institución corrupta, pero tampoco es infalible.
De comprobarse las acusaciones contra Salvador Cienfuegos y los demás generales supuestamente vinculados, la respuesta del gobierno está ahí: iniciar un cuidadoso, pero continuo proceso de desmilitarización y la vuelta al control de los civiles. Nunca es tarde.
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