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martes, 22 de agosto de 2017

Las mujeres y el botín *

18/03/2002 - Autor: Fátima Mernissi - Fuente: El harén político. Ed. del Oriente y del Mediterráneo.
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Fátima Mernissi
Fátima Mernissi
Tras el éxito de Um Salma y las aleyas que afirmaban la igualdad de las mujeres y sobre todo el derecho a la herencia, hubo un período crítico. Otras aleyas vinieron a atemperar el principio de igualdad de sexos y a reafirmar de nuevo la supremacía masculina, sin por ello anular las disposiciones a favor de las mujeres, creando de este modo una ambigüedad en el Corán que será explotada por las élites dirigentes hasta la actualidad. En efecto, el triunfo de las mujeres duró poquísimo tiempo: ya no sólo el cielo no responde a sus preguntas, sino que, cada vez que formulan nuevas reivindicaciones, caen del cielo unas aleyas severas y hostiles.
Animadas al verse consideradas por Al-lâh como creyentes de la misma categoría que los hombres, las mujeres se envalentonaron hasta el punto de pedir el derecho a hacer la guerra para acceder al botín y a Ómar la iniciativa en el acto sexual. Tales reivindicaciones, por supuesto, fueron percibidas por los hombres como lo que son: una puesta en tela de juicio del fundamento mismo de la supremacía masculina. Los cabezas de familia, al darse cuenta de que lo que las mujeres pedían era eminentemente político, organizaron un auténtico movimiento de oposición, con un dirigente de categoría: ‘Ómar b. al‑Jattab. Jefe militar sin igual, su valentía galvanizaba a las tropas musulmanas, hasta el propio Muhámmad reconocía que «la conversión de Ómar al Islam fue en sí misma una conquista y un triunfó.» (43) Ómar profesaba una admiración sin límites por el Profeta y sus proyectos de cambio y creación de una sociedad árabe. Estaba dispuesto a seguir a donde hiciera falta al Profeta en su deseo de cambiar la sociedad en general. Pero no conseguía seguirlo cuando se trataba de las relaciones entre los sexos. Ómar no podía imaginar un Islam que trastocara las relaciones tradicionales, es decir, preislámicas, entre hombres y mujeres. Las reivindicaciones de las mujeres relacionadas con su deseo de tomar las armas y participar activamente en las operaciones militares, en lugar de esperar pasivamente a que las hicieran prisioneras, como quería la tradición de la Yahilîya, le parecían absurdas. Estaba dispuesto a destruir los dioses de Meka politeísta que sus antepasados habían adorado hasta entonces y trastocar así el equilibrio de los cielos; pero considerar que la mujer árabe pudiera reclamar en la tierra una situación diferente le parecía un cambio insoportable.
Y ello en el momento en que las mujeres, triunfantes, se desmelenaban. Las más virulentas pasaban directamente a la provocación, afirmando que la aleya coránica «La parte de un hombre es doble a la de la mujer» no es válida sólo para la herencia, sino también para los pecados. Los hombres, decían, se encontrarán con la sorpresa de ver el peso de sus pecados multiplicado por dos. «¡Ya que tienen dos partes de la herencia, que pase lo mismo con los pecados!» (44) La situación se envenenaba.
Con gran sorpresa de las mujeres, Al-lâh intervino esta vez en defensa de los hombres y para afirmar sus privilegios. La aleya 32 de la azora «Las mujeres» se divide en dos argumentos y responde a dos requerimientos que es preciso distinguir cuidadosamente: la voluntad de las mujeres de tener los mismos privilegios que los hombres, y su afirmación de que la verdadera igualdad pasa por la fortuna. Luego para ser iguales que los hombres, Al-lâh debería concederles el derecho a hacer la guerra y acceder así al botín. Al-lâh respondió con la evidencia misma: los derechos de cada cual son proporcionales a lo que gana. Las mujeres, que están dispensadas de hacer la guerra, no pueden pretender ser tratadas igual: «Una parte de lo que los hombres hayan adquirido por sus obras, les corresponderá; una parte de lo que las mujeres hayan adquirido por sus obras, les corresponderá.» (45) Esa parte de la aleya, nos dice Tabari, es la respuesta a la reivindicación de las mujeres de tomar las armas. Ellas llevaron el razonamiento de la igualdad hasta el límite. Dado que la parte de cada uno es igual a lo que haya adquirido, y que sólo los hombres se enriquecen por medio de la guerra, solicitarán el derecho a acceder a dicho privilegio.
Para entender la insistencia de las mujeres, es necesario conocer un poco el mecanismo de la guerra y del botín y su importancia en la economía de Medina. Las gazaui (plural de gazwa, origen de la palabra razia) son, según el diccionario Lisân al‑‘arab, «la decisión de atacar a un enemigo para despojarlo de sus bienes (intiha‑buhu)». El diccionario explica que «una razia fracasada es aquélla en la que el agresor no se ha hecho con los bienes (lam yagnam)». Las razias constituyen uno de los medios más comunes de «crear» riquezas: son expediciones intertribales, especie de correrías extremadamente ritualizadas, cuyo fin primordial es quedarse con «las riquezas de otro», la mayoría de las veces unos camellos, evitando el derramamiento de sangre. Derramar la sangre es un acto gravísimo que es preciso evitar por encima de todo, pues el razi (el atacante) se expone a la venganza de la tribu de la persona muerta. Derramar sangre desencadena todo un sistema de represalias con interminables venganzas sangrientas y la aplicación de la ley del talión.
No obstante, coexisten dos clases de razias: una, la que acabamos de ver, para los bienes, y otra, para la guerra, en la que no se daba cuartel. La guerra y el botín eran, junto con el comercio, practicado por los mecanos, y la agricultura, por los medinenses, una de las fuentes posibles y sustanciales de ingresos. El propio Muhámmad la practicaba, poniéndola, no obstante, al servicio de un proyecto que iba más allá de la razia tradicional. De otra manera no hubiera sido más que uno de los numerosos jefecillos tribales de Arabia de los que la historia ha olvidado o cita de pasada. Sin embargo, el Profeta descubrirá pronto los límites y contradicciones de tal práctica. La ley de la razia era implacable y sólo dejaba al vencedor elegir entre alternativas tan inhumanas unas como otras de cara al vencido: matar a los hombres y reducir a la esclavitud a las mujeres cautivas de guerra, o, en el caso de hombres y mujeres de origen aristocrático, cambiarlos por importantes rescates. La cuestión que se planteó a los musulmanes era la siguiente: ¿qué hacer cuando el prisionero declara que se convierte al Islam? Si se gana un creyente, se pierde también un botín que, sin embargo, es el fin que se persigue.
Las mujeres van a aprovechar esas preguntas nuevas para deslizar sus reivindicaciones: «Durante el período preislámico, los hombres excluían a las mujeres y a los niños de la herencia, porque decían que ellos no hacían la razia (la‑yagzun) y no participaban en el botín.» (46)
Salma, tan concisa y clara c orno de costumbre, formula en una pregunta‑petición lo esencial de la nueva reivindicación femenina: «Enviado de Al-lâh, los hombres hacen la guerra, y nosotras no tenemos ese derecho aunque tenemos derecho a heredar.» En otra versión, Um Salma habría dicho: «Enviado de Al-lâh, ¿por qué los hombres hacen la guerra y nosotras no?» (47)
Reivindicación que pone en tela de juicio el fundamento mismo de la ley de la razia. Esa ley daba al vencedor el derecho a matar a los hombres (si eran aristócratas, el derecho al rescate) y de reducir al estado de sabaya, cautivos, a las mujeres y a los hijos de los vencidos. Una mujer masbîya puede ser vendida por aquél al que te tocó corno parte del botín, éste puede decidir tener relaciones conyugales si lo desea, hacerla madre de sus hijos o tenerla de concubina, o utilizarla como mano de obra sin más. (48) La esclavitud femenina era al mismo tiempo una fuente de gratificación sexual, de trabajo doméstico y de reproducción de dicha fuerza de trabajo." Al reivindicar el derecho a tomar las armas, las mujeres reducen enormemente las riquezas que un hombre podía obtener haciendo razias, pero ellas esperaban escapar de ese modo a su triste destino, como ilustra el relato siguiente:
Amr b. Madikarib, intrépido jinete, cuenta a Ómar, que era en ese momento califa, sus hazañas en tiempos de la Yahiliya:
Voy a contarte una aventura que no he contado a nadie antes que a ti. Salí un día con varios jinetes de los Beni Zabid para hacer una incursión en el territorio de los Banu Kinana. Nos encontramos con una tropa que marchaba de noche. Vi morrales, recipientes llenos de alimentos, tiendas de cuero rojo y ganado abundante. Una vez que nos asegurarnos la captura, me dirigí hacia la tienda más grande, que estaba algo apartada. En ella se albergaba una mujer de extraña belleza, acostada en una alfombra. En cuanto nos vio, a mis jinetes y a mí, se echó a llorar. Le pregunté el porqué de su llanto. «No lloro por mi suerte —me respondió—, no, lloro de rabia al pensar que mis primas han escapado a la desgracia de la que soy víctima yo.» Creí que decía la verdad y le pregunté dónde estaban sus primas. «Allí, en ese valle», me dijo. Al punto, pedí a mis compañeros que se quedaran tranquilos hasta mi regreso, espoleé mi caballo y subí a la cima de una duna. (50)
Cuando Amr llega a lo alto de la duna, comprende que lo han burlado: Desde allí, vi a un joven de cabellos rubios y largas pestañas, que se estaba arreglando las sandalias; tenla el sable ante él y su caballo al lado. Al verme, dejó su tarea, se levantó sin inmutarse, cogió el sable y se subió a una loma. Cuando vio que su tienda estaba rodeada por mis jinetes, se montó a caballo y se acercó a mí recitando estos versos ... (51) El duelo prosigue entre Amr, el atacante, y el que, de hecho, era el marido de la joven, Rabi’a b. Mukaddam, un guerrero sin igual. Amr perdió la lid, pero atacó otra vez a Rabi’a y se hizo con un rico botín y con la mujer de Rabi’a. Éste, que no andaba lejos, se enteró de lo que acababa de pasar. Salió en su persecución montando a pelo su caballo y sin llevar consigo otra arma que una lanza sin hierro. Alcanzó a Amr y lo conminó a que le devolviera su prisionera. (52) Rabi’a consiguió recuperar a su mujer y el botín abandonado y volvió a su tribu. (53)
A eso estaba expuesta una mujer joven en la Arabia preislámica, cuando no estaba rodeada de los miembros de su propia tribu o de la de su marido. Y todos los maridos no tenían el valor del espléndido Rabi’a, héroe sin igual, Las que estaban casadas con hombres normales terminaban prisioneras y esclavas de sus raptores.
Pedir al Islam que cambiara esa situación era hacer que se derrumbara todo el edificio de la economía de captura. Si Al-lâh daba satisfacción a las mujeres, la guerra ya no tendría sentido. Además, todos los detalles que se pueden entresacar sobre la alimentación, habitación y vestido nos describen una sociedad frugal, incluso de escasez. Un creyente preguntó al Profeta si se podía rezar con la misma ropa o si había que cambiarse antes. «¿Crees que todo el mundo tiene con qué mudarse?», (54) fue la respuesta del Profeta. Los árabes se quedaban boquiabiertos ante las vestimentas de los príncipes cristianos a los que habían conquistado: «Los musulmanes miraban con asombro la ropa de Okaidir, hecha de brocado de oro; nunca habían visto nada parecido.» (55) Más allá de la igualdad deseada por las mujeres, existía un dilema económico capital.
Frente al problema de la supervivencia de la comunidad, la mayoría de las mujeres no tuvieron la reacción política adecuada, salvo Um Salma, que defendía el derecho a hacer la guerra, no para enriquecerse, sino para tener el privilegio de «sacrificarse por Al-lâh» y la causa del Profeta. Decían: «Es una pena que no seamos hombres, podríamos hacer la guerra y tener acceso a las riquezas como ellos.» (56) Desprovistas del sentido político de Um Salma, no pudieron ocultar sus reivindicaciones materiales bajo los oropeles de la guerra santa, y ese paso en falso les resultó fatal.
Ser profeta consiste en lograr dosificar hasta el límite de lo soportable lo probable y lo imposible, los riesgos seguros y las ganancias en principio imposibles. Un profeta es por definición un hombre que da a su discípulo esperanzas de que la vida será mejor, tendrá una calidad superior, si se decide a apostar por el nuevo ideal. Tanto el Al-lâh como su Profeta sabían que las riquezas terrenales eran un móvil no despreciable de la atracción que ejercían. Después de todo, los nuevos discípulos eran valientes padres de familia con personas a su cargo, y el Islam, una promesa de mejora de las condiciones de vida, ya sea de la vida espiritual como de la terrenal. Las promesas de botín mantenían el legítimo deseo de enriquecerse de los combatientes de Al-lâh: «Al-lâh os promete un abundante botín del que os apoderaréis.» (57) El botín y la promesa del paraíso en el más allá eran dos legítimas ambiciones del creyente, y el Profeta, en su calidad de jefe militar, se dio rápidamente cuenta de que pocos de sus combatientes admitían que alterara las reglas del reparto del botín. El incidente de Taif, en el año 8, es suficientemente revelador: durante aquella expedición, el Profeta, conmovido por el desamparo de las tribus vencidas, algunas de las cuales las sentía afectivamente muy próximas, quiso humanizar las costumbres en materia de botín y del estatuto de las cautivas. Sus tropas se sublevaron contra él, y se encontró frente a un verdadero motín.
Así también, durante la expedición de Honain, dos sucesos, uno de orden afectivo, y otro, religioso, iban a perturbar al Profeta e impedirle que aplicara mecánicamente la ley del botín. La expedición de Honain tuvo lugar después de la conquista de Meka en el año 8 de la hégira. Las tribus de la región que resistían todavía al Islam, alertadas por la toma de la ciudad y decididas a socorrerla, afluyeron a la ciudad de Taif, a unos cientos de kilómetros. Sin los intercambios con Taif, Meka no podía sobrevivir: «Entre Meka y Taif había unas tres jornadas de marcha por la ruta del Yemen. Taif está constituida por pueblos muy importantes .... Hay numerosos vergeles, campos cultivados y viñedos y muchos riachuelos. Los habitantes de Meka tienen que recurrir constantemente a Taif, porque en Meka no hay ni viñas, ni árboles, ni frutos. Todos los frutos que llegan a Meka vienen de Taif, que produce todas las especies frutales del mundo. Los habitantes de Meka tienen una viña o un huerto en Taif, y, durante los tres meses de verano, no queda nadie en Meka, salvo los pobres. » (58)
Quien tome Meka no tardará mucho en tÓmar Taif. Málik b. Of, el jefe de los Zaqif, la tribu que domina la ciudad, se pone al frente de la resistencia. Consigue reunir tropas de todas partes, salvo en un clan de los Hawasim, los Sad Ben Bekr, pues el Profeta les había sido confiado a ellos cuando era un niño de pecho. Entre los ciudadanos, había la costumbre de buscar una nodriza para los niños fuera de la ciudad, en un medio más sano. Ese clan se niega a dar hombres a Málik: «Respondieron: ‘Muhámmad es nuestro niño de pecho, se crió con nosotros. No podemos hacerle la guerra.’ No obstante, Málik insistió tanto que obtuvo también de ellos un grupo de guerreros.» (59)
Málik salió de Taif a la cabeza de un ejército de 30.000 soldados y se detuvo en la llanura de Honain, a dos días de marcha de Meka. Para obligar a la coalición a luchar hasta la muerte contra Muhámmad, había «dado la orden de que cada guerrero trajera consigo a su mujer, a sus hijos y su rebaño.» (60) El Profeta, informado de la concentración de beduinos en Honain, reclutó un ejército de 12.000 hombres, de los que 2.000 eran de Meka. Dejó a uno de sus hombres al mando de Meka y se dirigió a Honain.
Fue una batalla difícil, y hasta el Profeta estuvo a punto de perecer. Los musulmanes ganaron in extremis. A pesar de su superioridad numérica, Málik decidió replegarse hacia Taif, donde podía defenderse mejor pues estaba fortificada. En la refriega, sus aliados se dieron a la fuga, dejando tras de sí a mujeres y niños. El Profeta dio la orden, según la costumbre, «de perseguir a los que huían durante tres días de marcha ... , matar a los que alcanzaran y traerse las mujeres, los niños y los rebaños.» (61) El botín fue enorme: «Las tropas musulmanes recogieron todos los rebaños que los enemigos habían llevado consigo, bueyes y ovejas en cantidades tan enormes que solo Al-lâh puede saberlo. Además, había 6.000 mujeres y niños.» (62)
Entre las cautivas estaba Osma, la hermana de leche de Halima, la nodriza de Muhámmad: «El Profeta la reconoció, y los ojos se le llenaron de lágrimas. A continuación, se quito el jaíque de los hombros, lo extendió en el suelo, cogió a Osma de la mano e hizo que se sentara encima. Al día siguiente, le preguntó si quería quedarse con él o volver a su tribu.» (63) Prefirió volver a su casa. El Profeta la devolvió con regalos: «Dos esclavos, un hombre y una mujer, un camello y una oveja, todos del botín.» (64) Al disponer así del botín, del que Osma formaba parte, el Profeta cometía una primera falta respecto a sus tropas, que no apreciaban esos enternecimientos. Pero lo más grave iba a producirse: ¡Málik, el jefe de la resistencia, que se había replegado a Taif, anunció su decisión de convertirse al Islam junto con sus aliados! En virtud de lo cual podía recuperar todo el botín, mujeres, niños y bienes. Era la ley y la lógica de la guerra santa, que no es una razia cualquiera.
La decisión de Málik trastocaba totalmente la situación. El Profeta no podía ya disponer del botín y debía impedir que los soldados lo tocaran: «Hizo traer a todos los prisioneros y todo el botín y confió su vigilancia, hasta su regreso de Taif, a Masud, hijo de Amru, a la cabeza de 10.000 hombres.» (65) Pero la guerra tenía sus leyes, y el Profeta no podía decidir nada sin el consentimiento de la tropa. Así pues, sugirió al clan de los Beni Sa’d que aprovechara la ocasión de la oración pública del viernes para plantear el problema delante de todo el mundo.
El Islam vivía un momento crítico: ¿Qué es lo más importante para un soldado musulmán Al-lâh o el botín? «El día siguiente, cuando el Profeta celebraba la oración de la mañana y que todo el ejército estaba detrás de él, en el momento en que volvió la espalda al mihrab, los Hawasin, los Zaqif y los Beni Sa’d se levantaron e hicieron oír sus súplicas para que les devolviera a sus mujeres y a sus hijos.» (66) El Profeta, que había previsto la situación, se dio la vuelta hacia el público y dijo: «Esos cautivos no me pertenecen sólo a mí, sino a todos los musulmanes.» (67) Y añadió que él mismo estaba dispuesto a renunciar a su parte de botín, pero que, para el resto: «Les toca decidir a las tropas musulmanas.» (68) A ello siguió un acalorado debate en la mezquita. Lo que no estaban dispuestos a devolver los soldados no era el ganado, sino las cautivas, pues cada ser humano valía varías cabezas de ganado. A los jefes que no querían renunciar al botín, el Profeta les dijo: «Tenéis derecho a reclamar el botín, pero aquellos de vuestros hombres que abandonen su parte de cautivas recibirán de mí seis ovejas por cabeza.» (69) La guerra santa se reducía, en aquella oración del viernes del año 8 (630), a un ajustadísimo chalaneo en el que Muhámmad se jugaba el porvenir de todo su proyecto: ¿Convencería a sus tropas de ir más allá de la razia, de ver en la cautiva algo más que un botín, a un creyente como ellos mismos?
Cuando terminó la oración, aún no se había solucionado nada. Muhámmad había conseguido controlar el impacto psicológico de la escena al aconsejar a los vencidos que fueran a la mezquita, declararan su conversión al Islam e implicaran de ese modo a las tropas. Pero, una vez fuera, los soldados rodearon al Profeta, conminándolo a que ordenara el reparto del botín: «Así que le insistieron para que hiciera el reparto ahí mismo. El Profeta se lo prometió. Luego, le pusieron la mano encima, diciendo: ‘No dejaremos que te vayas hasta que no hagas el reparto Le quitaron el jaíque, mientras gritaban y hacían demostraciones groseras.» (70) Así pues, el Profeta se vio obligado a repartir el resto del botín allí mismo, según las costumbres tribales. (71)
En semejante clima de tensión política en que se ponía de manifiesto que el combatiente musulmán no tenía una noción clara de sus deberes de creyente, sino que se mantenía ligado a sus prerrogativas de guerrero, considerando a la cautiva como el bien más preciado, era evidente que la promesa de igualdad de los creyentes predicada por Muhámmad había tocado techo. No obstante, es preciso tener en cuenta la cronología: Honain es ya el Islam triunfante. Ahora bien, las mujeres plantearon el debate sobre la guerra y el botín mucho antes, durante el período peor, el de los años 4 a 8 de la hégira, que se intercala entre la derrota de Uhud y la toma de Meka, período en que la moral de las tropas estaba por los suelos y la credibilidad de Muhámmad como jefe militar estaba seriamente mermada. No puede comprenderse ese cambio brusco contra las mujeres si no se tiene en cuenta el contexto militar. Ya vimos en Honain que un profeta triunfante sigue estando más o menos a la merced de sus tropas, ¡tratemos de imaginar su poder de negociación con los soldados cuando no puede ni siquiera ofrecerles el sueño del botín! Vimos al Profeta implorando a Al-lâh durante la batalla de Badr: sin éxito militar no habría Islam. El margen de maniobra del Profeta, en una ciudad dominada por la economía de guerra, era muy estrecho. (72)
Aplicar el principio de igualdad social añadía un riesgo de revueltas suplementarias, pues desestabilizaba los hogares al dar a las mujeres el derecho, como creyentes, a reclamar la igualdad, ya que la piedad era desde entonces el único criterio de jerarquía. «El más noble de vosotros, para Al-lâh, es el más piadoso.» (73) Concederles el paraíso a las mujeres planteaba menos problemas que otorgarles el derecho a la herencia y al botín, que sólo contribuía a multiplicar peligrosamente los sacrificios que el creyente musulmán consentía a Al-lâh. Si los hombres necesitaban a Al-lâh, éste también necesitaba a los hombres.
Frente a esa difícil elección: igualdad de sexos o supervivencia del Islam, el genio de Muhámmad y la grandeza de su Al-lâh fueron al menos, a principios del siglo vil, el haberlo planteado y haber inducido a la comunidad a reflexionar sobre ello. Un debate que, quince siglos después, los políticos rechazan como extraño a la cultura, a la Sunna y a la tradición profética. Un profeta es ante todo un hombre que domina el arte de la danza sagrada, una danza de difícil coreografía entre un Al-lâh idealista, lejano después de todo, extraño y celestial, y unos hombres que sufren, prisioneros de una tierra donde reinan la violencia y la injusticia. En tiempos de Muhámmad, los profetas, o más bien los falsos profetas, por utilizar la fórmula consagrada por los historiadores musulmanes, pululaban por la península arábiga, sobre todo en el Yemen, donde estaba «al‑Ansi Musailima, el más célebre. Éste poseía todo lo que se precisa para seducir. Era un hombre muy elocuente que sabía expresarse en una hermosa lengua rimada.» (74) Musailima se consideraba rival de Muhámmad, a quien, por otra parte, propuso asociarse: «Soy profeta como Muhámmad, declamaba a las muchedumbres de la ciudad de Yamama, en el Yemen, la mitad de la tierra es mía, la otra mitad, suya.» (75) Solía apelar a la fibra nacionalista para convencer a su auditorio: «No vais a encontrar un profeta mejor que yo; ¿por qué seguir a un profeta extranjero?» (76)
También había mujeres haciendo carrera en la profecía, como Sayahi Bint al‑Hariz b. Suwayd, a quien los poetas de su tribu cantaban como una gloria:
Nuestro profeta es una mujer que rodeamos de nuestros homenajes
mientras que otros pueblos tienen profetas hombres. (77)
Cometió la imprudencia, en su condición de profetisa, de dejarse llevar por los sentimientos y se enamoró de Musailima, hasta el extremo de casarse con él: «Al principio, cuando se hacía pasar por inspirada, rechazó el título de profeta al impostor Musailima, luego, creyó en su misión. Antes de decirse enviada del cielo, era adivinadora y pretendía ejercer el mismo arte que Satih Ibn Salama ... y otros célebres adivinos. Visitó a Musailima, y éste se casó con ella.» (78)
Hombres y mujeres, todos los profetas que la tradición musulmana designa como falsos, fracasaron porque no dominaban esa danza entre lo divino y lo humano, ese intenso deseo de elevarse hacia el cielo, de romper el horizonte, de ir hacia Al-lâh, de convertirse en Al-lâh. Si Musailima fracasó tan lamentablemente, fue porque confundió, como muchos políticos actuales, profecía y demagogia, cometiendo el error de creer que el éxito de un profeta reside en su seducción y su capacidad de halagar a las masas: «Musailima dio a sus compatriotas instituciones religiosas, los dispensó de la oración y declaró lícitos la fornicación y el vino. Esas leyes les gustaron: lo reconocieron como profeta y aceptaron su religión. Recitaba discursos rimados y no rimados que pretendía haber recibido del cielo.» (79)
Ser profeta, a diferencia de lo que creía Musailima, consiste en incitar a la gente a ir lo más lejos posible, tender hacia una sociedad ideal. Ser profeta es enseñar a un negociante de Medina, que no veía más allá del incentivo del botín, que una mujer puede ser algo más que una cautiva. Ser profeta es desplegar ante un espíritu grosero, prisionero de sus pasiones y egoísmo, nuevos horizontes y relaciones insospechadas. Y Muhámmad era verdaderamente un profeta, un constructor de horizontes tan vastos que con sólo contemplarlos produce vértigo. Los animosos discípulos de los años 624, 625 y 626, trataban de aguantar, titubeaban, un paso adelante y otro atrás. Avanzaban como podían. Aquel asunto de las mujeres, por muy perturbador que fuera, tuvo un aspecto positivo: estrechó las filas de los hombres. Más que nunca, se dieron cuenta de que se necesitaban los unos a los otros para defenderse contra las agresiones, tanto en su hogar como en el campo de batalla. Las discordias y enemistades se desvanecieron para dar paso a una complicidad revigorizante. Pero, para construir una oposición seria, era preciso encontrar un jefe, alguien que contara con la consideración y la estima del Profeta. Y para desgracia de las mujeres, encontraron uno y de talla: Ómar b. al‑Jattab, su discípulo predilecto.

Notas:
(43) Véase la biografía de Ómar en b. Hayyar, al‑Isaba, op. cit., vol. IV, p. 588.
(44) Tabari, Tafsir, op. cit., vol. VIII, p. 266.
(45) El Corán, trad. de Masson, p. 106.
(46) Tabari, Tafsir, op. cit., vol. IX, p. 256.
(47) ídem, vol. VIII, p. 261.
(48) Véase nota 21 de este mismo capítulo.
(49) Maurice Lombard, L’Islam dans sa premier grandeur, Flammarion, 1971, p. 212 y ss.
(50) Mas’udi, Las praderas de oro, op. cit, p. 612.
(51) Ibídem.
(52) íd., p. 614.
(53) Ibídem.
(54) Tabari, Mohammed…, op. cit., p. 309.
(55) Ibídem.
(56) Tabari, Tafsir, cp. cit., p. 261.
(57) El Corán (azora 47, aleya 20), trad. de Masson, p. 682.
(58) Tabari, Mohammed... cp. cit., p. 97.
(59) ídem, p. 290.
(60) Ibíd. Véase también la detalladísima narración de esta batalla y de la toma de Taif en Hisham, Sira, op. cit., vol. IV, pp. 80 a 141.; Tabari, Tarij, cp. cit., vol. iii, p. 175 y ss. (61) Tabari, Mohámmed... op. cit., p. 296.
(62) Ibídem.
(63) Ibíd.
(64) Ibid.
(65) Ibid.
(66) ld, p. 299.
(67) íd, p. 300
(68) Ibidem,
(69) Ibíd.
(70) ídem, p. 301; véase también el texto árabe de su Tarij, vol. II, p. 136 y ss.
(71) Véase «El caso de los bienes y de las mujeres y niños prisioneros de guerra de los Hawazin», en Hisham, Sira, cp. cit., vol IV, p. 130 y ss.
(72) M. Watt, Mohammed at Medina, Univ. de Oxford, 1956.
(73) El Corán (azora 49, aleya 13), trad. de Masson, p. 688.
(74) Tabari, Mohámmed... cp. cit., p. 320.
(75) Ibidem. Para más detalles, Tabari, Tarij, op. cit., vol. w, p. 245.
(76) Tabari, Mohámmed..., cp. cit., p. 321.
(77) Mas’udi, Las praderas de oro, op. cit., vol. III, p. 321.
(78) ídem, p. 594.
(79) Tabari, Mohámmed..., cp. cit., p. 32 1. Para mayor información sobre Musailima, véase Hisham, Sira, op. cit., vol iv, pp. 223 y ss. y 247 y ss.; Tabari, Tarij, op. cit., vol. III, p. 243 y ss.; y Masudi, Muruch.... op. cit., vol. II, p. 310.
* El harén político, ed. del Oriente y del Mediterráneo, pp. 146-159
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