¿Por qué soy musulmán?
X Jornadas de Historia de Vilademires-Solius
Cuadro de Francis Bacon
La poesía prepara al hombre para la resurrecciónJosé Lezama
Lima
Antes de contestar, o más bien tratar de contestar a esta pregunta,
quiero agradecer a los organizadores el haberla formulado, y el haberme invitado
a participar en las X Jornadas de Historia de Vilademires-Solius. Como dice
Josep Maria Cama en el folleto introductorio, yo tampoco creo que la diversidad
religiosa venga provocada sólo por el hecho de la inmigración. Esto parece fácil
de aceptar ante un denominado ‘converso al islam’, como es mi caso, pero no es
la postura habitual. En la mayoría de los debates sobre la presencia del islam
en Occidente, se prefiere vincular esta presencia a la inmigración, como si no
se tratase de un tema de libertad religiosa y de conciencia, sino de como
integrar una religión extranjera. Pretender que el islam se instala en España
únicamente a causa de la emigración es una forma de ocultar la realidad, y sobre
todo una manera de evitar debatir el significado que este hecho tiene para una
visión castiza de España, concebida como tierra esencialmente católica.
El año 2005, una antropóloga norteamericana llamada Anne Mansson
McGuinty realizó un trabajo de campo sobre la conversión al islam en Suecia y
los Estados Unidos. Hay otros estudios sobre el tema, pero este me gusta por la
conclusión a la que llega. Según McGuinty, no se puede establecer un modelo o un
patrón explicativo sobre el fenómeno de la conversión. Su conclusión es que no
existe algo que podamos presentar como “el típico caso de conversión al islam”.
Se trata de una cuestión experiencial, no reducible a explicaciones sociológicas
únicas.
Quizás por ello el diario The Times of London calificó la
conversión como “la música ruidosa de nuestra era”, señalando que en los últimos
años unos 15.000 británicos habían adoptado el islam como forma de vida, la
mayoría de ellos de clase media, incluyendo cientos de mujeres con estudios
universitarios. Es comprensible que este dato resulte para muchos chirriante,
como un ruido molesto, puesto que choca con la idea de que el islam es contrario
a los valores de la modernidad occidental.
Después de esta pequeña
introducción, me dispongo a contestar a la pregunta formulada: ¿Por que soy
musulmán? Para hacerlo, evidentemente debo hablar de mí mismo, lo que me provoca
un cierto pudor, pues se trata de una pregunta muy personal, cuya respuesta sólo
puede salir de mi intimidad.
Para empezar, debo destacar que no siempre
he sido consciente de que era musulmán. Es más, durante mucho tiempo fui un ateo
casi diría militante. Y en cierto sentido todavía lo soy, por muy paradójico que
esto pueda parecer. No puedo ni quiero negar la influencia de los granos
pensadores que formaron parte de mi despertar intelectual. Fui un lector ávido
de Schopenhauer, Kierkegaard, Freud, Nietszche, Heidegger, Bataille, Foucault o
Levinas, pero también de escritores como Fernando Pessoa, Jorge Luis Borges,
Octavio Paz, José Lezama Lima, Odisseas Elytis, Jean Genet o Samuel Beckett, por
citar unos nombres concretos. También fui un cinéfilo, de estos que se pasan el
día en la filmoteca, y han llegado a ver todos los filmes de un director danés
de cine mudo. Por otro lado, desde que tengo uso de razón siento un profundo
rechazo hacia las injusticias generadas por el capitalismo, que no es sino uno
de los sobrenombres del fascismo en el que vivimos, un fascismo estructural
apenas suavizado por la democracia. Y de todo esto queda mucho, hasta el punto
de que puedo decir que este es el marco cultural que posibilita mi
reconocimiento del islam. Esta es la base sobre la cual se ha insertado mi
espiritualidad. No veo en el islam una ruptura, sino una continuación del
pensamiento filosófico de la modernidad, más allá de la apariencia. Estoy
convencido de que sin la visión libertaria de la espiritualidad que recibí de
algunos autores ateos, yo no sería musulmán.
¿Qué sucedió? ¿Por qué un
joven catalán, influenciado por la filosofía atea y el cine de arte y ensayo,
acaba como dirigente islámico? Todo empieza por mi vocación de escritor, esta
auténtica obsesión que es la escritura, y que nos lleva a transitar caminos no
recorridos, o más bien caminos que pensamos, en nuestra ingenuidad, que nunca
antes fueron recorridos. En un momento dado, cuando tenía 23 años, sentí la
necesidad de dejar la ciudad por ir al campo a escribir. Y lo hice. En aquel
momento no podía ni siquiera imaginar la repercusión que esta decisión tendría
en mi vida, como la transformaría de forma radical. De hecho, yo sólo quería
escribir, y os aseguro que la idea de convertirme al islam estaba tan lejos de
mis intenciones como la posibilidad de hacerme astronauta. La cuestión es que me
retiré a un pequeño pueblo denominado Bellcaire d’Empordà, dónde pasé nueve
meses, prácticamente en solitario.
Es difícil describir todo lo que uno
puede vivir en un retiro como éste, en el cual pasaba días enteros sin habla con
nadie. La soledad puede llegar a ser muy densa, sobre todo por un joven de
ciudad. Llegó un momento en que no sabía en que día de la semana estaba.
Olvidaba comer y pasaba las horas en un cuarto oscuro, divagando. No digo
meditando, pues no tenía un método ni la intención consciente que implica la
meditación. En una situación como esta el pensamiento se aventura por
territorios inexplorados, la mente busca salida a las contradicciones inherentes
a la vida, a los límites de nuestra percepción de criaturas. La mente se acelera
hasta llegar a la desesperación, se ve obligada a reconocer su límite, su
incapacitado de acceder a la comprensión de los fundamentos de la existencia.
Algo se rompe en nosotros mismos, y nos sentimos abocados al abismo. Entré en un
estado de fijeza. Mi menté se paró mientras el mundo seguía girando en su
locura. En un momento dado entré en el que me parecía una oscuridad absoluta.
Viví mi muerte, por lo menos en un sentido simbólico. Pude sentir como mi cuerpo
entraba en un estado de descomposición... Una experiencia en cierto sentido
traumática, pero también liberadora.
A través de la poesía, empezaron a
emerger una serie de contenidos de cariz eminentemente espiritual, todo un mundo
arquetípico que reconozco como anterior a la conciencia. Hablo de arquetipos
universales como son el cielo y el infierno, la polaridad entre la luz y la
oscuridad, entre la noche y el día. La muerte como proceso de transformación, la
idea de que todo esta regido por un ciclo de
nacimiento-vida-muerto-renacimiento, de que todo proviene del Uno y está abocado
al Uno. De que la vida no es más que un camino de regreso al origen, en el cual
cada criatura traza una estrella de humo. La dualidad como la cárcel de este
mundo y el desierto como lugar de aparición de la palabra. El exilio como
condición del iniciado. La idea de que existe una dimensión oculta a los
sentidos, la otra orilla, un mundo espiritual dónde accedemos a través de la
imaginación activa. La idea de la Balanza, de que todo ha sido creado según una
medida, y que existe una Armonía universal, una tendencia al equilibrio. La idea
de la música de las esferas, de que el amor es la fuerza primordial del
universo, que hace mover el cielo y las estrellas, y de que toda esta
circularidad de la energía no se meramente material, sino una fuerza matricial
que nos acuna. Toda una estructura anterior a nosotros mismos que configura
nuestra conciencia, y que a poco iba emergiendo a través de la poesía, sin que
mi yo actual pudiera hacer nada para detenerlo.
Todo este proceso se
produjo a través de la poesía, pero evidentemente me vi obligado a reconocer que
no se trataba de una cuestión meramente literaria. No era una cuestión estética,
sino espiritual. Mi ateísmo anterior no daba explicación a lo que me estaba
sucediendo. Por suerte me pude aferrar a alguna de mis lecturas anteriores, sino
creo que me hubiera vuelto loco. Freud me ayudó a entender que se estaba
produciendo una sublimación. Gracias a Carl Gustav Jung reconocí la emergencia
de estos contenidos como formadores del mundo de los arquetipos, y a entrever
que la energía sublimada no se una mera libido sino más bien energía espiritual.
Se trataba de lo que Kierkegaard denomina como ‘el salto mortal’, el paso del
estadio estético al estadio ético o religioso. Esto motivó que mi búsqueda se
orientara hacia la mística. Y a través de poetas como Arthur Rimbaud, Gerard de
Nerval, Rainer Maria Rilke, Odiseas Elytis o Paul Celan descubrí que todos estos
temas están presentes en la poesía moderna, y que no son meras ilusiones sino
que constituyen parte de experiencias ancestrales.
Tras la experiencia
de Bellcaire volví a Barcelona. Yo era otra persona, y no tenía manera de
encajar en lo anteriormente conocido. Todo mi mundo anterior se quedó atrás, era
un exiliado en mi propia tierra. No sabía que hacer, a donde ir con mi vivencia.
Entré en una época de dispersión, dónde probé todo tipo de substancias, supongo
que buscando revivir la experiencia natural de forma artificial. Trabajaba en
locales nocturnos y vivía por la noche, sin ver apenas el sol, sólo en contacto
con personajes marginales, aquellos que no encajan en una sociedad construida
sobre la ausencia de experiencia. El porqué caí en esta dispersión es
comprensible, pues carecía de una tradición que me permitiera integrar lo que me
había sucedido. Los que saben dicen que una iniciación realizada sin un maestro
espiritual que la oriente es muy peligrosa, y nos conduce al límite de la
locura. Esta fue también la época más alucinante de mi vida. Y cuando digo
alucinante no lo digo en forma figurada. Hablo del encuentro con otra dimensión,
que se manifestó de muchas formas, algunas de las cuales resultan realmente
inexplicables si nos limitamos a una óptica mecanicista. No hablo de grandes
milagros, sino de pequeñas causalidades que fueron marcando mi destino, y que yo
me limitaba a seguir boquiabierto. Ante la linealidad de nuestra percepción,
viví lo que podría denominar la entrada en el universo circular de la teofanía.
Todo es presente eterno, todo está contenido en todo. Si os explicase algunas de
las cosas que me pasaron me diríais que estoy loco, o quizás pensaríais que soy
un mentiroso que sólo quiere embellecer su historia. Así pues no lo
explicaré.
Me convertí en un lector ávido de toda la literatura mística
que caía en mis manos. Lo que buscaba era comprender lo que me estaba
sucediendo. Una de las referencias fundamentales fue, y todavía lo es, la de San
Juan de la Cruz. La noche oscura del alma, la ascensión a la montaña mística, la
llama de amor viva. Una poética que nos introduce en un universo simbólico.
Gracias al libro San Juan de Cruz y el Islam de Luce López Baralt, supe que
todas las imágenes del santo tienen correlativos en el sufismo. Otra lectura
fundamental fue la de Jakob Böhme, el gran místico alemán, cuyo libro ‘Aurora’
me ha marcado. Otra figura decisiva fue la del gran sufí andalusí ibn ‘Arabi,
que conocí entonces a través de una obra extraordinaria: La imaginación creadora
en el sufismo de ibn ‘Arabi, de Henri Corbin.
Como el Zaratustra de
Nietszche, “Me senté jubiloso allí donde yacen enterrados viejos dioses,
bendiciendo al mundo, amando al mundo, junto a los monumentos de los viejos
calumniadores del mundo. Extendí silenciosos cielos encima de mí, y con alas
propias volé hacia cielos propios. Nadé jugando en profundas lejanías de luz, y
mi libertad alcanzó una sabiduría de pájaro. Entonces, ¿cómo no iba yo a anhelar
la eternidad y el nupcial anillo de los anillos, el anillo del retorno?”
Yo me identificaba con el protagonista de El filósofo autodidacto, de
ibn Tofayl. En esta obra nos encontramos con un personaje nacido por generación
espontánea a una isla desierta, que va descubriendo las llaves del
funcionamiento de la naturaleza a partir de la reflexión sobre su entorno. A
partir de su propia observación llega a comprender las llaves últimas de la
existencia, establece la oración y el ayuno como formas naturales de acercarse a
la divinidad. Yo me sentía plenamente identificado con el personaje de la obra.
Mi forma de oración era la poesía. El ser humano es una criatura deifica, capaz
de Dios. El mensaje transmitido por los grandes fundadores de religiones está
íntegramente inscrito en cada ser humano desde antes de su nacimiento, y por lo
tanto no necesitamos ningún tipo de mediación por conectarnos con la divinidad.
Tan solo necesitamos recordarLo.
Sin duda influenciado por estas y otras
lecturas, en aquel momento empecé a escribir poemas en los cuales aparecía Dios
como polo de orientación. Esto me produjo un gran sosiego, una apertura de
conciencia. Me di cuenta de que en mi experiencia faltaba lo esencial. Un amor
vivido como abismo no es suficiente, ni siquiera es suficiente el amor vivido
como energía cósmica, por mucho que la podamos calificar como ‘espiritual’. En
esta experiencia abisal faltaba el Tú, el destinatario real de este Amor, y el
compromiso que implica reconocer que somos criaturas creadas, valga la
redundancia. Carecía, en una palabra, de Al-lâh como destinatario final de todos
mis anhelos de criatura.
Ahora bien: una cosa se una experiencia
espiritual y otra la conversión o el compromiso con una tradición concreta, y
todavía más si se trata del islam, el cual durante mucho tiempo había asociado a
la barbarie, como cualquier joven de mi formación. Mis lecturas incluían autores
musulmanes, pero no pensé apenas en la conversión. Simplemente, creía que podía
vivir con una dimensión espiritual al margen de unas religiones que sólo veía
como sospechosas. No en vano ya he dicho antes que soy deudor de los granos
pensadores de la modernidad, incluidos los denominados ‘pensadores de la
sospecha’.
Para explicar como se produjo este paso, quiero hacerlo a
través de una anécdota concreta. En un momento dado culminó mi retiro en
Bellcaire. No tenía nada más que decir, y mi cabeza y mi corazón estaban
completamente vacíos, o más bien llenos de silencio. En aquel momento escribí un
poema que terminaba del siguiente modo:
Con humildad de trueno
(sabiendo que se agota en sí mismo
o es símbolo que de otra fuente mana)
me refugio en Aquel que hace estallar la aurora.
La imagen de una
‘humildad de trueno’ es bastante contradictoria, o más bien paradójica. No se
trata de una humildad débil, sino consciente de que hacerse humilde es hacerse
recio, sólido como el humus primordial, como la tierra de la cual fue creado el
profeta Adán, que la paz sea con él. Lo que quería expresar es lo siguiente: al
refugiarme en Dios, la fuerza primordial del universo, renuncio a mí mismo como
ego separado y me inserto en el universo de la teofanía, dónde ya todo es
símbolo: el trueno ya no es sólo un fenómeno atmosférico, sino un signo que mana
de Dios. Por eso mi humildad es la misma que la humildad del trueno, una
humildad que no implica la renuncia al propio carácter, a la expresión propia.
Refugiarse en el Señor del Alba quiere decir entregarse voluntariamente al
Creador de los cielos y de la tierra. Al mismo tiempo, la idea de buscar refugio
en Dios implica la conciencia de nuestra dependencia y vulnerabilidad de
criaturas, necesitadas de protección, lo que en el Corán se denomina la ámana de
Al-lâh. Implica la conciencia de que en última instancia no está en nuestras
manos decidir nuestro destino, ni siquiera decidir si debemos respirar. No somos
trueno o nube u hombres por propia decisión, sino que nuestra naturaleza
primordial estaba decidida antes de nuestro nacimiento. La imagen de un Creador
que hace estallar la Aurora nos remite también a la creación constante, una de
las ideas clave de la cosmología coránica, donde Dios no es un Creador distante,
un Motor inmóvil que creó la vida en un pasado remoto, sino Misericordia que
está creando la vida a cada instante. Esta idea la tradición islámica la ha
denominada como la ‘recurrencia de la Creación’.
Tiempo más tarde, de
vuelta a Barcelona, entré en una librería. Se trata por cierto de una librería
católica, la Sant Pau, junto a la plaza Urquinaona. Abrí con curiosidad un
ejemplar del Corán, y leí la sura al-Falaq, la número 113, la penúltima del
Corán:
Di: “Me refugio en el Señor del Alba,
del mal que Él ha
creado,
del mal de la oscuridad cuando desciende,
del mal de aquellos
seres obstinados en afanes ocultos
y del mal del envidioso cuando
envidia”.
Entre el verso “me refugio en Aquel que hace estallar la
aurora” y el versículo “Me refugio en el Señor del Alba” no hay demasiada
distancia. Inmediatamente reconocí en el versículo coránico el mismo sentimiento
que me había hecho escribir aquel y otros versos similares. El impacto fue
determinante. Mi experiencia poética me había preparado para comprender el
sentido de la revelación, para entender que Dios se comunica con nosotros a
través de sus Signos, y que hay una predisposición interior al ser humano que lo
hace capaz de recibir la revelación. Si algo parecido me había pasado a mí, un
pobre desgraciado con una vida espiritual nula, acepté la posibilidad de la
profecía. Si la inspiración que recibe el poeta está limitada a él mismo, los
profetas son seres humanos evolucionados, cuya pureza los hace capaces de
recibir una revelación que se constituye en una guía para la humanidad. Esta
comprensión de la posibilidad de la revelación es posiblemente el momento más
feliz de mi vida, puesto que acabó con mi soledad existencial definitivamente. A
partir de este momento me reconozco como hijo de Adán, como deudor del ciclo
profético, y puedo decir que he pasado a formar parte de la humanidad. Una
historia que rompe con el eurocentrismo en el cual los europeos somos
adoctrinados, y nos abre a reconocer el conocimiento primigenio del cual son
depositarios todos los pueblos de la tierra. No vistos desde la antropología,
como pensamientos de los primitivos, sino como formas de conocimiento
consistentes en sí mismas, y de las cuales los europeos tenemos mucho que
aprender.
La recepción del Corán es una conmoción difícilmente
explicable desde fuera. Y digo recepción y no mera lectura. Al Corán sólo
podemos aproximarnos desde dentro, a partir de la aceptación del fenómeno de la
revelación, como comunicación constante entre la Realidad Única y las criaturas,
una revelación que no se limita a los Libros sagrados, sino que se extensible a
todo lo que nos rodea. Todo es revelación. Es necesaria una actitud de atención
por darnos cuenta, una atención no meramente externa, sino el poner nuestros
sentidos interiores al servicio de la recepción de la Palabra, del
descubrimiento de que todo en la Creación es uno junto a Al-lâh.
Siguiendo la línea vivencial en la que nos situamos, podría citar
anécdotas sobre la relación de los musulmanes con el Corán, y todo lo que puede
suscitar. El Corán está vivo, es Palabra Manantial, capaz de fertilizar la
tierra árida que es nuestra conciencia. El problema radica en que mucha gente
-tanto musulmanes como no musulmanes- se acerca al Corán como si fuera un
manual, o un libro de leyes, o un catecismo. Pero no es nada de esto, sino una
Guía, un Recordatorio. Una Guía, entendida en un sentido amplio, no nos dice
necesariamente lo que debemos hacer, pensar o creer, sino que nos orienta en el
entramado de signos que es la vida, donde todo tiene un significado que está
destinado únicamente a cada uno de nosotros. Una Guía es un polo de orientación,
que te ofrece una serie de claves que tienen que ver con la estructura profunda
de las cosas, y que por lo tanto resuenan en tu interior de una manera única,
aquí y ahora. Es esta resonancia lo que importa. Entonces el Corán es como el
agua que cae del cielo para fertilizar el corazón y la conciencia, nos sacude y
nos recuerda nuestro origen en lo incondicionado, nos recuerda y nos devuelve a
nuestra naturaleza primigenia, y así nos moviliza, nos empuja hacia el camino
recto, a la acción correcta en el momento preciso, un camino en el cual podemos
realizar nuestros anhelos más profundos de criatura, nuestro deseo innato de
amor y trascendencia… Siento el sermón, pero sin hablar de lo que significa el
Corán no podría explicaros porque soy musulmán.
Me mantuve durante mucho
unos años en este estadio, que Simone Weil denomina “situarse en el umbral”, el
estadio intermedio de aquel que ya se siente parte de una tradición, pero no da
el paso definitivo, la llamada conversión. No necesariamente por timidez o
debilidad, sino por el temor a caer en ningún tipo de sectarismo, lo que no
sería conforme a la necesidad espiritual que nos ha conducido hacia aquella
tradición.
Estudiaba el islam y cada vez me sentía más como musulmán,
aunque no conociera a ningún musulmán. Llegó un momento en el cual esta
situación de indefinición se hizo insostenible. Las contradicciones entre el
descubrimiento del islam y mi vida exterior eran ya demasiado evidentes. Tras
los estragos de la vida disipada, sentía una necesidad de limpiarme, de dejar
atrás la oscuridad y vivir a la luz del día, a la luz de la conciencia. Todo me
conducía a la necesidad de un compromiso formal con Al-lâh. Curiosamente, en
ningún momento se me acudió la idea de ir a una mezquita de las que ya
proliferaban en Barcelona. Más bien, me sentía atraído por el sur y la memoria
andalusí, quizás por reminiscencias de mi pasión poética.
Así pues, por
segunda vez en mi vida volví a romper con todo. Dejé el trabajo, hice las
maletas y me fui en Andalucía, sin un destino concreto. Tenía billete de tren
para ir más lejos, pero por un impulso me bajé en Córdoba, la ciudad de Séneca,
de Averroes y de Góngora, la mítica capital del califato andalusí. Al cabo de
unas horas ya tenía un piso, lo que es sorprendente, puesto que justo antes del
curso académico, cuando la ciudad se llena de estudiantes que buscan piso. Yo
había oído hablar de un centro de estudios del islam, la llamada Universidad
Averroes, y me matriculé. Uno de los profesores era Abdelmumin Aya, director de
Webislam. La manera como sucedió todo me daba la certeza de que estaba siendo
guiado por Dios. Caí postrado. Le pedí a Al-lâh que me diera un trabajo a través
de la cual pudiera vivir mi compromiso con el islam. Y le pedí que me diera una
mujer, con la cual pudiera rehacer mi vida y establecer una familia. Casi
inmediatamente después conocí a Mansur Escudero, Hashim Ibrahim Cabrera, y a
todos los miembros de la que todavía es mi comunidad, en Almodóvar del Río.
Empecé a trabajar en Webislam, el portal sobre el islam más visitado en lengua
castellana. Simultáneamente conocí a la que ahora es mi mujer, y a los pocos
meses estábamos casados. En Córdoba fue donde empecé a practicar el islam, a
hacer las oraciones y el ayuno del mes de Ramadán. Es en Córdoba dónde me casé y
nació mi primera hija. Y también dónde empecé a escribir sobre el islam, y a
trabajar como dirigente islámico. Pero esta es otra historia.
Esta es
básicamente la experiencia que me ha conducido al islam. Si tuviera que explicar
en una frase lo sucedido, diría que Al-lâh me ha creado, después me ha matado,
después me ha resucitado, me ha cogido por la nuca y ha puesto mi frente sobre
la tierra, en señal de postración. Y todo esto al margen de mi voluntad. Os
puedo asegurar que el islam se ha impuesto en mi vida como una evidencia, como
una necesidad para mi crecimiento personal, sin necesidad de que nadie tratase
de convertirme o convencerme de las virtudes del islam. No puedo sino
reconocerme como musulmán, como un ser humano sometido al Creador de los cielos
y la tierra, in sha Al-lâh.
¿Qué es lo que me ha aportado entonces el
islam? Señalaré cuatro puntos esenciales, que están íntimamente relacionados,
como no podía ser de otra manera tratándose de una cosmovisión unitaria:
1. Una explicación. O más bien: una cosmovisión. Pero no una cualquiera,
sino una capaz de integrar los diferentes elementos presentes en mi vida, como
partes de un todo en armonía. Una explicación que es al mismo tiempo poética y
racional, telúrica y llena de ternura. Una explicación abierta, que no me
paraliza, sino que me da las llaves para continuar adelante, para seguir
creciendo, si Dios quiere. Una explicación que me ha permitido cruzar del caos
al orden, o por lo menos me ha permitido vivir en mi caos cotidiano a sabiendas
de que se inserta en la estructura total del universo. Seguro que existen otras
explicaciones, pero ninguna tan completa como la que el islam me ofrece. Una
explicación de todo este proceso podría ser psicológica, incluso psiquiátrica.
Se podría hablar de un brote sicótico o, como una vez me dijo una buena amiga,
de una “depresión eufórica”. Se podría hablar de una sublimación, de la
invención de una realidad paralela, por mero escapismo. En realidad yo sólo he
proyectado mis lecturas, he leído que existían una serie de estadios
espirituales y los he asociado gratuitamente a lo que vivía, por una mera
necesidad de satisfacer mi ego. Llamo imaginación activa a lo que es mera
fantasía, delirios de un ego que aspira a salir de lo corriente. Incluso se
podría hablar de procesos fisiológicos, de estados alterados de conciencia
provocados por el ayuno y la soledad. Por no hablar de las explicaciones
sociológicas, tanto en boga a la hora de explicar la conversión al islam en
occidente. Seguro que un espíritu crítico con la religión podría desmontar todo
mi discurso, interpretar mi experiencia en llave atea. Pero esto, ¿de que me
serviría? Realmente, esta clase de explicaciones nos devuelven al mundo de la
fractura, pues hacen depender una experiencia rica en matices de una explicación
que no la abarca. Cuando uno entra a una tradición sagrada se da cuenta de hasta
qué punto hace encajar todas las piezas, y ofrece un sentido unitario a la
existencia, sin necesidad de reducirla. Como dice un maestro de Sevilla,
Abderrahman Muhámmad Maanán, “el islam recompone tus mundos rotos”. Y esto es
exactamente lo que me ha dado el islam.
2. Una ética. No una moral
represiva, sino una ética, relacionada con la idea del hombre universal, de que
lo que le corresponde al ser humano es el revestirse con las cualidades de
nobleza, lo que en árabe se llama maqarim al-ajlaq, las nobles cualidades: el
anhelo de justicia, la generosidad, la compasión con el débil, el amor a la
verdad, la sinceridad, el valor, la paciencia y el coraje ante las adversidades,
la humildad, la cortesía y el respeto hacia los otros. En definitiva, todas
aquellas cualidades que nuestro corazón reconoce como tales sin necesidad de
ninguna teología. El profeta Muhámmad, que la paz sea con él, resumió su misión
con estas palabras: “No he sido enviado sino para perfeccionar los caracteres”.
En el islam se considera que estas nobles calidades están relacionadas con
nuestra naturaleza primigenia. Ser nosotros mismos pasa por revestirse de estas
virtudes, in sha Al-lâh.
3. El tercer punto no lo puedo reducir a un
componente único, sino expresar como una cadena. Una práctica de adoración, que
al mismo tiempo es un polo de orientación, que al mismo tiempo es una
cosmología, que al mismo tiempo es una manera integrada de estar en el mundo,
que al mismo tiempo es una conexión con la naturaleza, que al mismo tiempo es
una disciplina, que al mismo tiempo es una conexión con Dios, que al mismo
tiempo es un camino que me permito desarrollar mis potencialidades innatas,
realizarme como ser humano. Lo que me ha dado el islam, en definitiva, es una
práctica de adoración a través de la cual conectar mi vida cotidiana con Al-lâh,
el Creador de los cielos y de la tierra.
4. Por fin, el islam me ha
permitido reconciliarme con la tradición espiritual europea, con las grandes
creaciones del alma europea, tanto espirituales como intelectuales o artísticas,
de las que la modernidad nos había separado, creando una barrera ideológica.
Ahora puedo entender la propia filosofía moderna como un diálogo (crítico) con
la tradición cristiana. Puedo escuchar la música de Bach o Monteverdi o la
polifonía renacentista entendiéndola como lo que es: música sacra. Puedo leer a
Michel Foucault, a Emmanuel Levinas y a Giorgio Agamben como precursores del
retorno del islam a occidente, como propulsores de la necesidad de un cambio de
paradigma colectivo que solo a través del islam puede realizarse plenamente. Yo
no soy un rebotado del cristianismo que se ha hecho musulmán por reacción contra
su tradición anterior, sino un europeo formado en el pensamiento ateo que a
través del islam se ha reconciliado con el cristianismo.
Si todo esto
fuera cierto, si realmente fuera el islam lo que me ofrece todo esto, entonces
pienso que queda contestada la pregunta de porque soy musulmán. Y también puede
ayudar a entender el hecho de que el islam se mantiene plenamente operativo como
tradición espiritual. Viajando por el mundo islámico uno se da cuenta de hasta
qué punto esto es cierto, de como los musulmanes de a pie viven en muchos
lugares su islam tradicional, como una forma de estar al mundo, enraizados en la
Realidad Única. Y todo ello a pesar de la presión de la modernidad, a pesar de
los intentos de destrucción a que el islam está siendo sometido, no solo por
parte de occidente (sea esto lo que sea) sino por parte de los propios
musulmanes. La mejor manera de desarticular el islam es desde dentro. Realmente,
la vitalidad del islam como tradición sagrada es algo sorprendente, y constituye
un motivo de esperanza.
Pero solo Al-lâh sabe.
Abdennur Prado es presidente de Junta
Islámica Catalana y redactor de Webislam.abdel@webislam.com