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jueves, 22 de agosto de 2013

Siria: una guerra que cruzó una peligrosa 'línea roja'

Siria: una guerra que cruzó una peligrosa 'línea roja'

Armas químicas en la guerra de Siria
Miembros del Ejército Sirio Libre en enfrentamientos con las fuerzas del Gobierno.

Fuerzas leales al régimen de Bashar al Asad están usando armas químicas contra los rebeldes.

Un ataque químico en el frente de Jobar, a la entrada de la capital siria, es algo que no se parece a nada. Nada espectacular y, sobre todo, nada detectable. De hecho, ese es el objetivo que se persigue: cuando los combatientes del Ejército Sirio Libre –el principal grupo de oposición armada en ese país– comprenden, en las posiciones más avanzadas en Damasco, que acaban de exponerse a las sustancias químicas de las fuerzas gubernamentales, ya es demasiado tarde. Sea cual haya sido el gas utilizado, ya produjo sus efectos a tan solo unos cientos de metros de las áreas residenciales de la capital.
Al principio no era más que un ruido modesto, un choque metálico, casi un clic. Y en la confusión del combate del día en el sector Bahra 1 del barrio Jobar, este sonido no atrajo la atención de los combatientes de la brigada Tahrir al Sham (Liberación de Siria). “Pensamos que era un obús que no explotó y nadie le puso atención”, explica Omar Haidar, jefe de operaciones de la brigada, que mantiene esa posición avanzada a menos de 500 metros de la plaza de los Abasidas –uno de los puntos clave de Damasco–.
Buscando las palabras para describir ese sonido, él lo comparó con el de “una lata de gaseosa al caer al suelo”. Sin olores, ni humo, ni siquiera un silbido que indicara la emisión de un gas tóxico. Después aparecieron los síntomas: tos violenta, ardor en los ojos, pupilas que se contraen al extremo y visión borrosa. Pronto vienen las dificultades respiratorias, a veces agudas, el vómito, los desvanecimientos. Hay que trasladar a los más afectados antes de que se ahoguen.
Los enviados especiales de Le Monde fuimos testigos de esto varios días consecutivos en este barrio a las afueras de Damasco, donde los rebeldes penetraron en enero. Desde entonces, Jobar se ha vuelto crucial tanto para el Ejército Sirio Libre como para el Gobierno. Pero en los dos meses que duramos haciendo reportería a las afueras de la capital siria, encontramos casos similares a lo largo de una región mucho más amplia. La gravedad de los casos, su multiplicación, la táctica de empleo de esas armas indican que no se trata de simples gases lacrimógenos, sino de sustancias de otro tipo, mucho más tóxicas.
En el complicado frente de Jobar, donde las líneas enemigas están tan cerca que los combatientes rivales se insultan a gritos tan frecuentemente como se matan, los ataques con gas aparecieron en abril. No fue una difusión masiva a lo largo de kilómetros, sino de uso ocasional y localizado por parte de las fuerzas gubernamentales para atacar las áreas donde ocurren los enfrentamientos más fuertes con un enemigo rebelde muy cercano. Es en ese sector en el que los grupos del Ejército Sirio Libre han penetrado más profundamente en Damasco. Ahí se lleva a cabo una guerra sin cuartel.
En Bahra 1, los hombres de Abou Djihad, a quien llaman el ‘Narguilé’, sufrieron el primer ataque de esta naturaleza la tarde del jueves 11 de abril. Fueron tomados de improviso. Habían oído hablar de los gases usados en otros frentes y en otras regiones de Siria (en especial en Homs y en Alepo) en meses anteriores, pero no sabían qué hacer una vez enfrentados al problema. ¿Cómo protegerse sin abandonar los lugares y ofrecerle una victoria fácil al enemigo? “Algunos fueron desalojados; otros se quedaron paralizados de miedo. Pero no abandonamos la posición. A los soldados que estaban al frente se les ordenó que se cubrieran el rostro con pañuelos húmedos para protegerse”, explica un combatiente. Después de eso se distribuyeron máscaras antigases, destinadas sobre todo a quienes tenían posiciones fijas en sitios donde un simple muro señala el límite del territorio rebelde. Otros se contentaron con la irrisoria protección de tapabocas.
Los hombres bajo el mando de ‘Narguilé’ no son los únicos que han sufrido ataques con gas. Cerca del vecino mercado de carne, donde están estacionados los tanques del Gobierno, las “fuerzas especiales” de los rebeldes de Liwa Marawi al Ghouta fueron expuestas a una concentración de compuestos químicos, sin duda mayor a juzgar por los efectos producidos en los combatientes. En las horas siguientes, los encontramos en los hospitales luchando por sobrevivir.
En Jobar, los combatientes no abandonaron sus posiciones pero aquellos que quedan en la línea del frente, con las pupilas contraídas y la respiración silbante, están “aterrados y tratan de calmarse mediante el rezo”, afirma Abou Atal, uno de los combatientes de Tahrir al Sham.
En la parte norte de Jobar, también afectada por un ataque similar, el general Abou Mohammad al Kurdi, comandante de la primera división del Ejército Sirio Libre (que agrupa a cinco brigadas), afirma que sus hombres vieron a los militares del Gobierno abandonar su puesto antes de que llegaran unos hombres “vestidos con trajes de protección química” que colocaron en el suelo “bombas pequeñas, como minas”, que supuestamente emitieron en la atmósfera un producto químico. Sus hombres, afirmó, mataron a tres de esos técnicos. ¿Dónde están los trajes protectores que llevaban los técnicos muertos? Nadie lo sabe. Los soldados expuestos esa tarde hablan de un terrible pánico. Ya no hay civiles ni fuentes independientes que puedan invalidar o corroborar esas afirmaciones porque ya nadie vive en Jobar, fuera de los combatientes.
Eso no impide constatar el efecto devastador de los gases empleados por el Gobierno sirio a las puertas de su capital. Un día que hubo un ataque químico en una zona del frente de Jobar, el 13 de abril, el fotógrafo de Le Monde vio cómo, en esas casas en ruinas, los combatientes empezaron a toser y se pusieron máscaras. Se acuclillaron, sin poder respirar y vomitaron. Hubo que huir del sector. Durante cuatro días, el fotógrafo sufrió trastornos de visión y problemas respiratorios.
A falta de testimonios independientes subsisten numerosas dudas sobre la realidad del empleo de armas químicas por parte de las fuerzas gubernamentales, que poseen un arsenal muy importante, en especial de gases neurotóxicos, como el sarín.
Muchos países –como Estados Unidos, Turquía e Israel– han declarado tener elementos materiales que indican la utilización de este tipo de armas, pero no han revelado la naturaleza exacta de sus pruebas ni tampoco han decidido si, como lo prometió Obama en el 2012, el hecho de que el régimen de Damasco las use sea un traspaso de una ‘línea roja’ que podría implicar una intervención extranjera en Siria.
Las autoridades de Damasco, por su parte, acusan al Ejército Sirio Libre de utilizar armas químicas, lo que aumenta la confusión.
Para convencernos de la realidad del empleo de esas sustancias por el Ejército sirio en algunos frentes fuimos a ver a los médicos que tratan de cuidar y salvar a los combatientes expuestos a los gases. El 8 de abril, en el hospital Al Fateh, de Kafr Batna, el centro médico más importante de la región de la Ghouta –gran reducto rebelde al este de Damasco–, los doctores nos mostraron escenas de personas en estado de asfixia, que fueron grabadas con celulares. Un horrible carraspeo salía de la garganta de un hombre. Eso fue el 14 de marzo. Según el personal médico, él se expuso al gas en Otaiba, ciudad al este de la Ghouta, donde desde mediados de marzo el Gobierno hace una operación para acorralar a los rebeldes y cortar su principal vía de abasto.
Uno de esos médicos, Hassan O., describió los síntomas de los pacientes: “Tienen dificultades para respirar y las pupilas contraídas, y algunos vomitan. No pueden oír, no hablan y tienen inertes los músculos respiratorios. Si no se atienden con urgencia, su muerte es segura”. Esa descripción corresponde a la que hacen otros médicos entrevistados en los alrededores de Damasco, con algunas variantes. Según el lugar, los combatientes afectados dicen que las sustancias fueron emitidas por obuses, cohetes o incluso mediante una especie de granada.
En el frente de Jobar, en el quinto ataque con productos químicos, el 18 de abril, los combatientes del Ejército Sirio Libre comandados por Omar Haidar dicen haber visto caer a sus pies un gran cilindro equipado con un dispositivo de apertura, de una longitud de unos 20 centímetros. ¿Se trataba de un arma química? ¿Qué tipo de sustancia emitía? Para responder a estas preguntas con precisión habría que establecer un protocolo de investigación que las condiciones del conflicto hacen difícil. Tomar muestras de los combatientes expuestos a las emanaciones y que murieron o tuvieron que ser hospitalizados, para después llevarlas a analizar a algún laboratorio del extranjero. Sí se tomaron algunas muestras y los exámenes están en marcha.
Desde entonces se han distribuido máscaras antigás en Jobar, así como jeringas y ampolletas de atropina, sustancia inyectable que contrarresta los efectos de los gases neurotóxicos, como el sarín. Los médicos de Ghouta sospechan que se utilizó este gas inodoro e incoloro. Según una fuente occidental bien informada, eso no impide que el régimen sirio emplee una mezcla de sustancias, especialmente de gases lacrimógenos, para confundir las pistas y la observación de los síntomas.
Y es que no es poco lo que está en juego en caso de que se establezca que las tropas de Bashar al Asad están utilizando armas químicas. La disimulación es, por tanto, el nombre de este juego. Los gases se utilizan en los diversos frentes de vez en cuando, evitando que se expandan masivamente para que no constituyan pruebas irrefutables. Pero eso no significa que el fenómeno no se repita: los rebeldes aseguran que el 23 de mayo hubo otro ataque en Adra, zona de duros enfrentamientos en el noreste de Damasco.
En Jobar, estos ataques casi se convirtieron en una rutina en la segunda mitad de abril. En las líneas del frente, los rebeldes del Ejército Sirio Libre ya se acostumbraron a tener muy cerca su máscara antigás. Y se organizaban sesiones periódicas de lavado de ojos, con jeringas llenas de suero fisiológico.
El efecto que buscan esos ataques parece esencialmente táctico en esta etapa –un intento de desestabilizar a las unidades rebeldes en los barrios donde los soldados del Gobierno no logran desalojarlos, pero al mismo tiempo constituyen una prueba–. Si las fuerzas armadas sirias se atreven a utilizar armas químicas en su propia capital sin suscitar una reacción internacional seria, ¿no puede considerarse esto una invitación a llevar el experimento un poco más lejos? Hasta ahora, los casos de utilización de gases no han sido aislados. El único oftalmólogo de la región, quien hace consulta en un pequeño hospital de Sabha, ha atendido a 150 en el curso de dos semanas. Cerca de las zonas afectadas, él ha organizado duchas para que los combatientes expuestos a las sustancias puedan lavarse y cambiarse de ropa para que no contaminen después al personal de los centros de atención.
Salvar a los soldados con los problemas respiratorios más graves requiere llevarlos por un largo laberinto de edificios cuyas paredes han sido agujereadas y franquear las trincheras y los túneles abiertos para evitar a los tiradores enemigos, solo así se puede llegar a una ambulancia improvisada, estacionada en una placita un poco retirada. Deben atravesar calles expuestas a balas y obuses para llegar a un hospital militar antes de que los combatientes mueran asfixiados.
En el hospital islámico de Hammouriya, instalado en un discreto hangar, el doctor de turno aseguró el 14 de abril haber recibido dos horas antes a un combatiente del frente de Jobar, que presentaba grandes dificultades para respirar y con un ritmo cardiaco “loco”. Para salvarlo, necesitó 15 inyecciones de atropina, así como hidrocortisona. Suficiente como para salvar a un caballo en una situación desesperada.
La noche anterior, una de las ambulancias que trataba de trasladar a hombres afectados por el gas fue alcanzada por los disparos de un francotirador. El conductor resultó herido. A la mañana siguiente, ambulancias lograron pasar a máxima velocidad, bajo los disparos de un tanque, y alcanzaron el frente, donde se acababa de esparcir una nueva capa de sustancias químicas. “Cuando llegamos, encontramos a todos en el suelo”, afirma un enfermero de otro hospital, el de Kafr Batna, quien no quiso dar su nombre por temor a represalias, ya que su familia sigue viviendo en la zona controlada por el Gobierno.
Esa mañana, el caos predominaba en el patio de ese hospital, que había sido instalado en un estacionamiento subterráneo para protegerse de los tiros de los aviones y de la artillería del Gobierno. Los soldados están tumbados al lado de los cinco auxiliares médicos que han sido contaminados por estar en contacto con ellos. No han terminado de contar a los soldados, que llegan desde el frente, pero ya hay 15. Por las salas improvisadas hay gente que corre distribuyendo oxígeno y aplicando inyecciones.
Escasez de medicamentos
El doctor Hassan, responsable del hospital, está tendido en su minúscula oficina, con una máscara de oxígeno, mientras se le administra atropina. Estuvo dedicado a las urgencias durante una hora hasta que perdió el conocimiento y empezó a sofocarse. Él lucha desde hace meses por mantener en funcionamiento su centro de atención con la ayuda de voluntarios, algunos de los cuales son colegiales. Por lo demás, el bloqueo de la región impuesto por las fuerzas gubernamentales hace que los medicamentos escaseen.
Faltan anestésicos y los cirujanos se ven obligados a utilizar productos veterinarios, como ketamina. La morfina ha desaparecido. Y las reservas de atropina no van a durar mucho más. El médico tomó pruebas que envió clandestinamente fuera de la región a pesar del sinnúmero de dificultades. Hay que esperar varias semanas para conocer los resultados.
Visitamos ocho centros médicos de la parte este de Ghouta, y en solo dos de ellos los responsables dijeron no haber recibido combatientes ni civiles afectados por estos ataques. En Nashibiyya, los médicos recibieron hasta 60 casos en un solo día, procedentes del frente de Otaiba, el 18 de marzo. El modesto establecimiento no tuvo los medios de hacerle frente a esa demanda, pues carecía de oxígeno. Hubo cinco muertos por sofocación. Días más tarde, conscientes de la gravedad de la situación, los médicos hicieron exhumar los restos de esas víctimas, en presencia de autoridades civiles y religiosas, y tomaron muestras de tejido que trataron de enviar a un país vecino.
Algunas muestras fueron confiadas a un pequeño grupo de combatientes que trataron de romper el cerco tendido en la región por las fuerzas del Gobierno. A la fecha, los médicos dicen no saber si estas llegaron a su destino.
A una decena de kilómetros, en el hospital de Douma, controlado por la brigada Al Islam, los médicos dicen haber recibido 39 pacientes tras el ataque químico del 24 de marzo en Adra. Dos hombres murieron en ese establecimiento.
Uno de los médicos observó que al cabo de dos días, “los enfermos se ponían como locos”. Marwane, un combatiente presente en el ataque de Adra, afirma haber visto “unos cohetes que al llegar al frente despedían una luz naranja” y que, cuando él mismo iba camino al hospital, vio “morir a tres hombres en los vehículos del camino”. En el contexto de caos que reina en la región de la Ghouta, muchos civiles y militares mueren antes de llegar al centro médico.
Adra, Otaiba y Jobar, en la región de Damasco, son los tres lugares donde las fuentes locales dicen que se utilizan gases desde marzo. Hay una diferencia: en Jobar, las sustancias se emplean de manera más prudente y localizada. En cambio, en los frentes más alejados, como Adra y Otaiba, las cantidades estimadas en relación con el número de casos que llegan simultáneamente a los hospitales son más importantes.
Pero los ataques químicos no son la única actividad de los hospitales de la región. Dos horas antes de nuestra llegada, cuatro niños fueron llevados de urgencia a Douma, con el cuerpo desgarrado por las bombas. Apenas se estabilizaron, tuvieron que abandonar el hospital, sin esperanzas de ser sacados de Siria. Sin duda, murieron en el camino, como lo han hecho otros tantos.
Los enfermeros grabaron esos cuerpos martirizados, esos aullidos de dolor. “Esto es de todos los días y, para nosotros, es más grave que los ataques químicos: a ese grado hemos llegado”, comenta con una mirada aniquilada un médico que tampoco puede decir su nombre.
JEAN-PHILIPPE RÉMY
Le Monde
Distribuido por The New York Times Syndicate

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