Imagen: Pedro Gualdi
En la ciudad de México, el 7 de abril de 1845, día de San Epifanio, poco antes de las cuatro de la tarde, ocurrió el violento terremoto llamado también del Señor de Santa Teresa, por haberse derrumbado el templo del mismo nombre. Su epicentro se localizó probablemente cerca de Acapulco y su magnitud fue superior a 8 [grados richter].
La capital se extendía apenas unas pocas manzanas más allá de los límites de la ciudad azteca. Ya existía la Alameda y su continuación hasta el Paseo de Bucareli, donde se encontraba la Plaza de Toros. Las trajineras llegaban hasta la Merced por el canal de la Viga, en cuyas riberas había una avenida que era el paseo de moda.
La destrucción fue enorme. Los sabios de la época no lograron ponerse de acuerdo sobre las causas de la catástrofe. La atribuían a un supuesto fluido sismótico o a las erupciones de unos volcanes ocurridas en Islandia. Una acucioso observador, el conde de la Cortina, resportó una serie de fenómenos magnéticos durante el terremoto. Se observó también que los edificios más antiguos en la ciudad lo resistieron o sufrieron menos daños que los recientes ¿Por qué? ¿No hubiera sido más lógico esperar lo contrario?
La capilla del Señor de Santa Teresa, que quedó en ruinas después del sismo, fue uno de esos edificios nuevos desplomados. Se encontraba a unos 100 metros de la Catedral, al norte de la calle Moneda. Era una estructura neoclásica, con una gran cúpula muy vistosa sostenida por columnas exageradamente altas y esbeltas, cuya función no era otra que dar realce al exterior del edificio, pues que la mitad de la altura hubiera basta para iluminar el interior. La obra no sufrió daños en su planta principal, pero su cúpula quedó por completo destruida. La capilla se reconstruyó sin muchos problemas y actualmente ha sido restaurada.
Los grandes arquitectos del barroco no solían cometer tales imprudencias. Habían aprendido a construir grandes naves de edificio que (como su nombre lo indica) eran como barcos capaces de navegar sobre el oleaje sísmico. Las columnas eran relativamente bajas y se apoyaban en pórticos: la caída de una de ellas no ponía en peligro toda la estructura. Estos edificios eran deformables y soportaban una inclinación considerable sin caerse.
Por desgracia, las lecciones del terremoto de 1845 no se aprendieron bien. En las sacudidas posteriores otra vez se observó que los edificios nuevos eran los que se derrumbaban. Algunos ingenieros y arquitectos objetaban que ello se debía a que los edificios viejos y malos ya se habían caído, y quedaban únicamente los buenos. Pero de todos modos se vio que no se conocía el modo de levantar obras de acuerdo con las características especiales del subsuelo de la ciudad de México.