EL LIBRO VERDE DE GADAFI
En las últimas semanas hemos tocado en el blog el tema de la autenticidad y la legitimidad de la democracia, haciendo duras críticas al modelo vigente. Los comentarios de los lectores han tenido nivel y a mí me han dado mucho que pensar. Entre las diferentes aportaciones me gustaría destacar la crítica de A.J. a los cimientos del sistema, el artículo enlazado por Ignatus sobre la situación de Islandia, las demandas de Aprendiz de brujo para que concretáramos qué régimen político, histórico o actual, podría encajar en nuestros ideales, y la reflexión de Suso de que "hay otras formas de perfeccionar la democracia y, sobre todo, la manera de alcanzar la cosa pública desde otros caminos”.
A cuenta de estos debates y de las recientes noticias sobre la situación en Libia (que hemos plasmado en una ecuánime encuesta), me ha venido a la memoria que a los dieciocho años, guiado por mi sed de conocimientos y deseoso de encontrar claves para hacer Política con mayúsculas, me empapé de numerosas lecturas comparadas sobre diversas alternativas ideológicas y teorías sobre el Estado y la participación social. Bueno, pues uno de los textos que mejores vibraciones me produjo fue el famoso Libro Verde de Muamar el Gadafi, el todavía hoy líder de Libia, más conocido en algunos medios como el “Ché” árabe.
Esta obra, que ahora está siendo quemada públicamente por muchos jóvenes libios, fue escrita a finales de los años 70 y comprende en realidad tres libros diferenciados que resumen, en una serie de máximas, la doctrina y los valores políticos y morales del carismático coronel que asaltó el poder en 1969 derrocando a la monarquía. El Libro Verde sienta las bases de una tercera vía política y social (“tercera teoría universal”) frente al marxismo y al liberalismo capitalista.
Sinceramente a mí se me caía la baba con muchos de sus planteamientos. El eje del libro es una vehemente denuncia de Gadafi a los sistemas parlamentarios, que considera fracasados y “una dominación de la mayoría sobre la minoría”. La solución que plantea es una democracia orgánica, basada en la representación popular directa a través de asambleas de base o comités populares creados en función de criterios geográficos (municipios y barrios), familiares y tribales. Aboga por un poder descentralizado y por una sociedad participativa organizada alrededor de las unidades naturales de convivencia y basada en “la solidaridad entre personas que se conocen”. La máxima expresión de estos comités sería un Congreso General, con funciones legislativas.
Estos órganos, no obstante, se encontrarían fiscalizados de alguna manera por los llamados “comités revolucionarios”, constituidos para velar por la salud y la pureza de los ideales del régimen, encarnados por Gadafi y sus más fervientes seguidores.
A todo esto hay que añadir la exaltación que hace el libro de los valores patrióticos y familiares, rechazando el integrismo islámico pero apostando por una educación tradicional y por la figura de la mujer como pilar del hogar y de la familia.
Estas lecturas que ahora rememoro al hilo de la actualidad siempre deben hacerse con la elemental prudencia de poner en relación la teoría con la práctica. O dicho de otra manera: deberíamos contrastar si las maravillosas ideas que un líder político expresa por escrito realmente se llevan a cabo por el régimen que lidera o se trata tan solo de palabras huecas o incluso del bonito envoltorio de una tiranía unipersonal entregada a la corrupción y al crimen.
Esta dicotomía entre doctrina y régimen se ha podido apreciar muchas veces en la historia. Se me ocurre, como buen ejemplo, el fascismo italiano, que lanzó unas propuestas teóricas socialmente justas y, a mí modo de ver, muy interesantes, pero la lió parda a la hora de concretarlas y ponerlas en funcionamiento. Vamos, que cabría preguntarse si el régimen de Mussolini era verdaderamente fascista.
Además produce no poco repelús el apoyo que prestó Gadafi en su momento a organizaciones como la ETA, el IRA, las FARC o a terroristas palestinos.
En política, la teoría y la praxis no pueden separarse radicalmente si queremos hacer análisis justos, aunque nada nos impide reconocer la bondad de las doctrinas aunque su traducción a la práctica haya sido muy defectuosa.
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