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miércoles, 1 de junio de 2011

La Confesion en la historia

La Confesion en la historia

Arrepentirse de las faltas es volver casi al estado de inocencia, y para arrepentirse es indispensable declarar que hemos cometido faltas. La confesión es, pues, casi tan antigua como la sociedad civil.

Los antiguos se confesaban en la celebración de los misterios de Egipto, de Grecia y de Samotracia. Consta en la vida de Marco Aurelio que cuando se asoció a los misterios de Eleusis se confesaba con el hierofante, aunque el emperador era el hombre que menos necesitaba confesarse.

Esa ceremonia puede ser saludable y peligrosa al mismo tiempo, lo que sucede con todas las instituciones humanas. Sabida es la contestación que un hijo de Esparta dio a un hierofante que trataba de convencerle de que debía confesarse. «¿A quién debo confesar mis faltas, a Dios o a ti?» «A Dios», le respondió el sacerdote. «Pues no me confieso, porque tú no eres mas que un hombre» (1).

Es difícil averiguar la época en que se estableció tal práctica entre los judíos, que copiaron muchos ritos de las naciones vecinas. La Mishna, que es la colección de leyes judías, dice que frecuentemente se confesaban en dicho país, poniendo la mano sobre un becerro que pertenecía a un sacerdote, y que esto se llamaba «la confesión de los becerros». El mismo libro refiere que los reos que eran sentenciados a muerte iban a confesarse delante de testigos en sitio secreto, momentos antes de marchar al suplicio. Si se consideraban culpables, debían decir: «Que expíe mi muerte todos mis pecados»; si se creían inocentes, debían exclamar: «Que expíe mi muerte todos mis pecados, menos el pecado de que se me acusa.»

En la fiesta que los judíos llamaban de la «expiación solemne» (2), los devotos se confesaban unos con otros, especificando los pecados cometidos. El confesor recitaba tres veces trece palabras del salmo LXXVII, y durante ese tiempo daba treinta y nueve latigazos al confesado, el cual se los devolvía a su vez, quedando después de esto en paz. Dícese que esa ceremonia subsiste aún.

Mucha gente acudía a confesarse con San Juan, porque gozaba de reputación de santidad, y a recibir de sus manos el bautismo de justicia, según la antigua costumbre. Pero no se dice que San Juan diera treinta y nueve latigazos a sus penitentes. La confesión no era entonces un sacramento, como lo prueban muchas razones, aunque la primera nos dispensa de presentar las otras, y es porque la palabra «sacramento» era desconocida en aquella época. Los cristianos copiaron la confesión de los ritos judíos, y no de los misterios de Isis y de Ceres. Los judíos se confesaban con sus camaradas, los cristianos también; pero andando el tiempo, pareció más conveniente conceder este derecho a los sacerdotes. Los ritos y las ceremonias fueron introduciéndose poco a poco, siendo imposible que no quedara algún rastro de la costumbre de confesarse los laicos unos con otros.

En la época de Constantino se confesaban públicamente las faltas públicas. En el siglo V, después del cisma de Novato, se nombraron penitenciarios para que absolvieran a los que cometían el pecado de idolatría. El emperador Teodosio abolió la costumbre de confesarse con los sacerdotes penitenciarios. Una mujer se acusó a sí misma en voz alta, confesándose con el penitenciario de Constantinopla de haberse acostado con el diácono, y esta indiscreción produjo tanto escándalo y movió tanto ruido en la ciudad, que Neptario permitió a todos los fieles que se acercaran al altar sin confesarse y sólo escucharan su conciencia para comulgar. Por eso San Juan Crisóstomo, que sucedió a Neptario, dijo al pueblo en su Homilía V: «Confesaos con Dios continuamente, que no quiero llevaros a un teatro con vuestros compañeros de penitencia para que allí les descubráis vuestras faltas. Enseñad a Dios las heridas y pedidle que las cure. Confesad vuestros pecados al que no los reprocha delante de los hombres, porque en vano los ocultaréis al que lo conoce todo.»

Créese que la confesión auricular no se introdujo en Occidente hasta el siglo VII. La instituyeron los abades, que exigieron a los monjes sus subordinados que se confesaran con ellos de todas sus faltas dos veces cada año. Esos abades inventaron la siguiente fórmula: «Yo te absuelvo hasta donde puedo y hasta donde tú necesitas.» Parece que hubiera sido más justo y más respetuoso para el Ser Supremo decir: «Quiera Dios perdonar tus faltas y las mías.»

La confesión ha conseguido algunas veces que restituyan lo robado algunos ladrones de menor cuantía. Pero ha producido el mal a los penitentes de ser rebeldes y sanguinarios, porque así se lo dictaba su conciencia. Los sacerdotes güelfos negaban la absolución a los gibelinos, y los sacerdotes gibelinos se negaban a absolver a los güelfos. Los asesinos de los Sforza, de los Médicis, los príncipes de Orange y los reyes de Francia, se preparaban para cometer sus asesinatos con el sacramento de la confesión. Luis XI y la Brinvilliers se confesaban cuando habían cometido un crimen, y se confesaban con frecuencia. Eran como los gastrónomos: toman médico para tener más apetito.

Resulta extraña la bula del papa Gregorio XV, publicada el 30 de agosto de 1622, en la que dispensa de la confesión en ciertos casos.

El consejero de Estado Lenet refiere en sus Memorias que lo que pudo obtener en Borgoña para sublevar a los pueblos en favor del príncipe de Condé, al que Mazarino había encerrado en Vincennes, fue «soltar los sacerdotes en los confesionarios». Esto equivale a tratarlos de perros rabiosos que podían propagar la guerra civil valiéndose del secreto de la confesión. En el sitio de Barcelona, los frailes se negaban a absolver a todos los que permanecían fieles a Felipe V. En la última revolución de Génova se advirtió a todos los habitantes que no se salvaría ninguno de los que cogieran las armas para combatir a los austriacos.

II

De la revelación en la confesión
La respuesta que dio el jesuita Cotton a Enrique IV durará más que la orden de los jesuitas. «¿Revelaríais la confesión que os hiciera el hombre que estuviera resuelto a matarme?» «No; pero me interpondría entre vos y él.» No siempre se ha seguido la máxima del padre Cotton. Hay en algunos países misterios de Estado que el público desconoce, y en los cuales suelen mezclarse las revelaciones de la confesión. Se saben por medio de los confesores sobornados los secretos de los prisioneros. Algunos confesores, para poner de acuerdo su propio interés con el secreto de la confesión, usan un artificio singular. Revelan, no precisamente lo que el prisionero les dice, sino lo que no les ha dicho. Por ejemplo, si tienen el encargo de saber si el acusado tiene por cómplices a un francés o a un italiano, dicen al que les hizo el encargo: «El prisionero me juró que no enteró a ningún italiano de sus proyectos.» De esto deducen que es un francés el que sospechan que es culpable.



No deja de ser difícil decidir el caso en que se puede revelar el secreto de la confesión, porque si se decide que es en el caso de cometer el crimen de lesa majestad humana, es muy fácil llevar demasiado lejos ese crimen. Con mayor razón se deben revelar los crímenes de lesa majestad divina, y este delito puede extenderse hasta las menores faltas, como por ejemplo, haber dejado de asistir a las vísperas. Sería, pues, muy importante decidir qué confesiones deben revelarse y cuáles deben guardarse secretas. Pero esa decisión sería muy peligrosa, porque hay cosas que no se deben profundizar.


Pontas (3), que decide en tres volúmenes en folio todos los casos de conciencia que pueden presentarse a los franceses, pero que es desconocido para el resto del mundo, dice que en ningún caso debe revelarse el secreto de la confesión. Los Parlamentos han decidido lo contrario. ¿A quién debemos creer, a Pontas o a los guardianes de las leyes del reino, que velan por la vida de los reyes y por la salud del Estado?

III

Si los laicos y las mujeres Han sido confesores y confesoras
Dijimos que, según la antigua ley de los laicos, se confesaban unos con otros. Ahora añadiremos que, según la nueva ley, estuvieron haciendo lo mismo durante mucho tiempo. Para probar que esto es cierto, basta citar al célebre Joinville, que terminantemente dice que «el condestable de Chipre se confesó con él y le absolvió, usando del derecho que tenía para hacerlo». Santo Tomás se expresa de este modo en la tercera parte de la Summa: «Confessio ex defectu sacerdotis laico facta sacramentalis est quodam modo.» (La confesión que se hace con un laico a falta de sacerdote, es sacramental de cualquier manera que se haga.» Se ve en la Vida de San Burgundofare y en la Regla de un desconocido que las monjas confesaban a su abadesa los pecados más graves. La Regla de San Donato ordena que las monjas descubran tres veces cada día sus faltas a la superiora. Las Capitulares de nuestros reyes dicen que es indispensable privar a las abadesas del derecho que han usurpado, contrario a las costumbres de la Santa Iglesia, de dar bendiciones y de imponer las manos; lo que parece que significa dar la absolución y supone la confesión de los pecados. Marco, patriarca de Alejandría, preguntó a Balzamón, célebre canonista griego de su época, si debe concederse a las abadesas permiso para confesar, y Balzamón le contestó negativamente. En el derecho canónico encontramos un decreto del papa Inocencio III que manda a los obispos de Valencia y de Burgos que no permitan a ciertas abadesas bendecir a las monjas de su comunidad, ni confesarlas, ni predicar públicamente, «porque —dice el decreto— aunque la bienaventurada Virgen María sea superior a los apóstoles en dignidad y en mérito, no fue a ella, sino a los apóstoles a los que el Señor confió las llaves del reino de los cielos».

Ese derecho era tan antiguo, que ya se encontró establecido en las Reglas de San Basilio, y permitía a las abadesas confesar a las monjas de su comunidad juntamente con un sacerdote. El padre Martene, en su obraRitos de la iglesia, afirma que las abadesas confesaron a las monjas durante mucho tiempo; pero añade que, como mujeres, eran tan curiosas, que las tuvieron que privar de ese derecho.

El ex jesuita Nonotte debe confesarse y hacer penitencia, no por haber sido uno de los mayores ignorantes que han emborronado papel (porque esto no es un pecado), no por haber considerado como errores verdades que él desconocía, sino por haber calumniado con la más estúpida insolencia al autor de este artículo y haber llamado a su hermano loco, negando todos los hechos que acabamos de referir y otros muchos que él no conocía. Esperamos con fundamento que pedirá perdón a Dios de las muchas tonterías que ha dicho. Nosotros no deseamos la muerte del pecador; sólo deseamos su conversión.

Durante mucho tiempo se ha estado preguntando porqué tres hombres que han sido famosos en la pequeña parte del globo donde está en uso la confesión, han muerto sin ese sacramento. Estos hombres son el papa León X, Pellisson y el cardenal Dubois. Pellisson, que fue protestante hasta la edad de cuarenta años, se convirtió al catolicismo para disfrutar de algunos beneficios, y el papa León X estaba tan ocupado en asuntos mundanos cuando le sorprendió la muerte, que no tuvo tiempo para ocuparse de asuntos espirituales.

IV

De las cédulas de confesión
Los protestantes se confiesan con Dios y los católicos con los hombres. Los protestantes dicen que no se puede engañar a Dios, mientras que a los hombres podemos decirles lo que queremos. Como no nos ocupamos de controversias, no dilucidaremos esta antigua cuestión. Nuestra sociedad literaria se compone de católicos y de protestantes que se reúnen por amor a las letras, sin consentir que las disputas eclesiásticas siembren entre ellos la cizaña.

En Italia y en todos los países católicos, toda la gente, sin distinción, confiesa y comulga. Si cometéis pecados enormes, tenéis en cambio penitenciarios que os absuelvan. Si vuestra confesión nada vale, tanto peor para vosotros. Os dan a cuenta un recibo impreso, con el cual podéis comulgar, y luego meten todos los recibos en un copón; ésta es la costumbre.

En París no se conocían las cédulas de confesión hasta el año 1750, en el cual el arzobispo ideó introducir una especie de banco espiritual para extirpar el jansenismo y para que triunfase la bula Unigenitus. El arzobispo mandó que no se administrara la extremaunción ni el viático a ningún enfermo que no presentara la cédula de confesión firmada por un sacerdote de los que habían aceptado la susodicha bula. Esa medida equivalió a negar los sacramentos a las nueve décimas partes de los habitantes de París.

Inútilmente le decían al arzobispo: «Pensad bien lo que estáis haciendo, porque o los sacramentos son necesarios para no condenarse, o podemos salvarnos sin recibirlos teniendo fe, esperanza y caridad. Si podemos salvarnos sin recibir el viático, las cédulas de confesión son inútiles; si los sacramentos son absolutamente necesarios, tendréis culpa de que se condenen todos aquellos a quienes no los queráis administrar.» El arzobispo no contestó a este dilema, pero persistió en su idea con terquedad.

Es una conducta horrible valerse de la religión para atormentar a los hombres, cuando la religión es para consolarles. El Parlamento, viendo de cerca las perturbaciones de la sociedad, dictó decretos contrarios al mandato del arzobispo. La disciplina eclesiástica no quiso ceder a la autoridad legislativa, y la magistratura se vio obligada a emplear la fuerza y envió arqueros para obligar a los sacerdotes a que confesaran, dieran la comunión y enterraran a los parisienses, cumpliendo la voluntad de éstos. Nunca se había conocido cosa semejante. Las intrigas y las cuestiones se agriaron tanto, que perturbaron el reino, y llegó el caso de desterrar a los miembros del Parlamento, y después al arzobispo de París.

Las cédulas de confesión hubieran producido una guerra civil en tiempos anteriores; pero en el siglo XVIII sólo produjeron por fortuna desavenencias civiles. El espíritu filosófico, que no es otra cosa que el desarrollo de la razón, proporcionó a todas las personas honradas el único antídoto que cura las enfermedades epidémicas.

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(1) Plutarco: Dichos notables de los lacedemonios.

(2) Sinagoga judaica, cap. XXXV.

(3) Pontas. Diccionario de casos de conciencia, publicado en París en 1715 y reimpreso en 1741; forma tres volúmenes en folio.

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