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domingo, 27 de noviembre de 2011

El Profeta Abraham

El Profeta Abraham
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Malo Bueno
escrito por Nevzat Savas
30.03.2006
Las tinieblas se extendían por todo el mundo. Los hijos de Adán fueron engañados por Iblis una vez más y abandonaron la obediencia a Dios. Algunos adoraban a los ídolos hechos por sí mismos, otros adoraban a los árboles gigantes, a las estrellas, a la Luna y al Sol. La razón no reinaba allí, los corazones estaban entorpecidos y la conciencia encadenada.
En aquellos días surgió una nueva religión: la adoración de los reyes. El rey de Babilonia aseveraba que él era un dios. Algunos hombres que le rodeaban, unos guiados por la ignorancia, y otros por sus intereses, creían que era un dios. Los dignatarios de la sociedad, los adivinos de los templos, los ricos y los fuertes tiranizaban a la población y recaudaban abusivos impuestos esquilmando los bienes a los indefensos. Los llantos de los niños, los débiles, los miserables y los pobres siempre gemían de dolor y de hambre.
La gente se había equivocado. El bien y el mal, la luz y la oscuridad se habían confundido. Los caminos estaban mezclados. Los hijos de Adán necesitaban a un nuevo guía, a un Profeta que enseñara el camino recto y los secretos de la creación. Este Profeta tenía que ser lo suficientemente fuerte como para luchar contra todas las formas de negación del Señor del Universo. Entonces, Dios eligió a Abraham[1] como Profeta.
Abraham era un regalo de la Misericordia Divina a la humanidad. Cuando era todavía un niño, su padre murió y quedó huérfano, siendo criado por su tío. Abraham quería a su tío como si de su padre se tratase. Su tío era uno de los escultores de la ciudad y construía ídolos. La gente respetaba a este hombre que hacía sus ídolos, es decir, sus dioses. Su infancia discurrió en una familia así.
La Misericordia Divina llenó su mente y corazón con el amor, la compasión, la piedad y la sabiduría y le hizo puro. Él veía ídolos y estatuas extraños por toda la ciudad, en el mercado, en las casas, en los jardines. Su padre los hacía. Un día, le preguntó a su padre qué eran. Cuando su padre le dijo que eran dioses Abraham pensó en lo más profundo de su corazón que estas palabras no podían ser verdad.
Los ídolos eran como juguetes para él. Montaba en los grandes ídolos como si estuviera montando un asno y les pegaba. Un día, su padre adoptivo lo vio montando un ídolo que se llamaba Merduh, se enfadó con Abraham y regañándole duramente le dijo que no lo hiciera otra vez. Abraham le preguntó:
— ¿Cómo puede ser un dios? Tiene las orejas más grandes que las nuestras.
— Es el dios más grande. Sus orejas grandes son símbolos de su sabiduría —dijo su tío. Abraham estaba a punto de reír porque las orejas de Merduh se parecían a las orejas de un asno. ¿Cómo podían los humanos adorar a un ídolo de orejas de asno?
Pasaron muchos años. Abraham creció odiando a los ídolos que su tío hacía; más aún, sentía aversión por ellos. Para él, era imposible aceptar la adoración a una estatua hecha por un humano, siendo así que no podían comer, beber, ni hablar. Si uno de ellos era empujado al suelo por alguien, no podría ponerse de pie.
La gente decía que toda la belleza y los beneficios habían sido creados por los ídolos; por eso, tenían que ofrecerles sacrificios y obedecerles sin rechistar con una obediencia ciega. Si no, caerían sobre ellos los castigos de los dioses. Al ver la situación Abraham se entristecía y se enfadaba. ¿Por qué nadie usaba el intelecto? Todo lo que adoraba esa gente era sólo una parte de la creación. No podían crear ni podían valerse por sí mismos. Los milagros del Cielo y de la Tierra, como las estrellas y las criaturas maravillosas, eran sólo señales del Creador del Universo. Tenía que contarles esta verdad.
Había un templo lleno de ídolos y en el centro del templo había un altar donde colocaban los ídolos grandes. Los dioses eran variados, de diferentes formas y clases. Sentía aversión por estos ídolos cuando los visitaba con su tío, cuando era un niño. Para él, lo horrible era la gente que adoraba a estos ídolos que habían construido. Hacían reverencia ante ellos y rezaban como si estas estatuas les oyeran, además les pedían deseos y les suplicaban.
Al principio, la situación de la gente ante los ídolos le era divertida pero, más tarde, comenzó a odiarlos. ¿No era horrible la ignorancia de los hombres siendo la verdad tan nitida? Por otro lado, su tío quería que terminara su educación y fuera adivino en el templo. Un día Abraham aclaró que estaba lleno de odio a los ídolos. Entonces, su tío le advirtió que respetara a los ídolos.
Un día Abraham y su tío estaban en el templo. Era la fiesta de los dioses. Cuando estaban en plena celebración, un adivino se postró ante el ídolo más grande y empezó a suplicarle respetuosamente. Lloraba y gemía para que su dios les diera abundante sustento y tuviera piedad de ellos. Abraham no pudo aguantar más. De repente, un grito hizo eco en las paredes del templo: «¡No puede oírte, mi señor! No puede oír a nadie tampoco, no supliques en vano, ¿no lo ves?»
Toda la gente buscó con los ojos al dueño de la voz. Era el valiente y osado Abraham. El adivino se enfadó con él. Su tío dijo que Abraham estaba enfermo y por eso no sabía qué decía y pidió perdón en su nombre. Abraham se rió con ironía. Él y su tío salieron del templo y fueron a casa sin dirigirse la palabra en el camino. Su tío lo dejó en su habitación y se fue.
En las tinieblas de la noche toda la ciudad dormía, excepto una persona: Abraham. Pensaba en cómo enseñar el camino recto de Dios a la gente. La impiedad era la fuente de todas las maldades y la fe era conocer a Dios, tener la conciencia limpia, la compasión y la piedad.
Abraham no pudo dormir nada. Pensaba que estaba en una cárcel. Salió de casa y se dirigió a la montaña en la oscura soledad de la noche, subiendo hasta la entrada de una cueva y se sentó allí. Miró hacia el cielo pues mirar hacia la Tierra le entristecía sobremanera.
Quería tranquilizarse observando las bellezas divinas en el cielo. En la Tierra, los humanos, que eran engañados por Iblis, adoraban a estatuas e ídolos. En ese momento, al ver la Luna y las estrellas que lucían en el azul cielo, recordó a los hombres que también los adoraban. ¡Qué extraña era la humanidad! En cuanto olvidaron la obediencia al Único Creador del Universo, adoraban a las criaturas en la Tierra y en el Cielo.
El pueblo de Abraham era de este modo. Adoraban a los ídolos terrenales y a los del cielo. Aquí, empezaba la responsabilidad de Abraham: tenía que enseñarles pruebas para convencerles del recto camino.
•Dios dio una cualidad a Abraham que no tenían los demás: la perspicacia profética. La inteligencia de los grandes sabios se quiebra ante la perspicacia profética. La perspicacia profética es la habilidad, la capacidad del saber y la comprensión que Dios proporcionó a todos sus Mensajeros. Abraham pensó en cómo enseñar a la gente que las estrellas en el cielo no podían ser un dios. Finalmente, decidió actuar como uno más de ellos para poder oponerse y refutar sus ideas erróneas. Sin perder tiempo empezó a trabajar.
Vio una estrella resplandeciendo en el cielo. Habló para sí: «¿Esta estrella brillante puede ser dios?»
La miró hasta que desapareció. «Ha desaparecido. Yo no amo cosas que desaparezcan. Dios no desaparece y vuelve a aparecer. Entonces, la estrella no es dios».
Al oír a estas palabras se produjo una convulsión en las mentes de los que adoraban a las estrellas. La Perspicacia Profética siguió su plan.
La Luna estaba en el cielo. Las montañas, los valles y los pueblos estaban iluminados por la luz de la Luna. Abraham pensó en voz alta: «¿La Luna puede ser dios?»
La miró hasta que desapareció. Pensó que si desaparecía no podía ser un dios porque un dios nunca desaparecería. Abraham hablaba como si se burlara de las mentes de los que adoraban a los planetas.
Por la mañana, salió el Sol en el horizonte como un ovillo de luz. Pensó de nuevo:
«El Sol es más grande que la Luna y las estrellas. ¿Puede ser dios?»
Abraham empezó a esperar pensando en esta pregunta. Mediodía, tarde y noche... Anocheció y el Sol se escondió en las tinieblas del horizonte, como la Luna y las estrellas. El Sol era un elemento mortal como todos los mortales que tienen un fin inevitable. Pero el verdadero dios era inmortal, eterno. Las criaturas mortales no podían saciar el deseo de inmortalidad del alma humana. El ser humano, que es el caminante a la eternidad, podía encontrar la verdadera felicidad y la tranquilidad espiritual en la obediencia a Dios. ¡Qué magnífica era la enseñanza de Abraham!
Nadie puede saber ni hacer nada si no es por Dios que es Todopoderoso. Estaba muy emocionado cuando pensaba en esto. Comprendió y enseñó el Poder Divino detrás del Sol, la Luna y las estrellas. Pensó que su pueblo estaba en las tinieblas debido a su ignorancia de Dios. Más tarde, sintió que su alma se llenó de la Luz Divina; su mente, su corazón y todo su cuerpo se llenó de luz. La Misericordia Divina apareció y el Creador del Universo estaba hablando con él:
— ¡Abraham!
— ¡Ordéname, Señor mío!
— ¡Obedéceme!
Abraham se postró y dijo llorando:
– ¡Obedezco al Señor del Universo!
El alma de Abraham estaba llena de bienestar, quietud y alegría. Se quedó allí hasta la medianoche. Más tarde, regresó a su casa. Ya era el Mensajero de su Señor. Era una nueva etapa en su vida. Quería enseñar el recto camino a la gente que adoraban a los ídolos del Cielo y de la Tierra.
Al día siguiente la voz de Abraham resonaba en las calles de Babilonia:
«¡Pueblo mío! ¡No hay más deidades que el verdadero y único Dios! ¡Obedeced a Dios!»
Era la hora de comunicar la palabra de Dios. Pero había un gran reino contra él, miles de personas... Gobernantes, científicos, literatos, etc. Tenía un cargo de mucha responsabilidad; más aún, era tan difícil como tocar el cielo con las manos pero Dios sabía a quién dar esa responsabilidad.
— ¡Pueblo mío! ¿Por qué adoras a los ídolos que no pueden daros beneficios ni pueden haceros daño?— preguntó Abraham.
— Es la religión de nuestros padres—dijeron los idólatras. No tenían ninguna otra respuesta más porque sabían que no era razonable. Abraham dijo:
— En verdad, estáis equivocados como vuestros padres.
No pudieron creerle porque hasta entonces no habían oído nada así. Siempre habían vivido como sus antepasados. La gente se conmovió con las palabras de Abraham. Le preguntaron:
— ¿Lo dices en serio o te burlas de nosotros?
Era un caso tan serio que no había posibilidad alguna de burla. Abraham dijo:
— Vuestro Señor es el Señor de los Cielos y de la Tierra. Es el Creador de todo lo existente. ¡Obedecedle a Él y hará llegar la salvación para los dos mundos!
Empezaron los días llenos de pesadumbre y pena. Quien se enojó mucho con Abraham fue su tío. Se enzarzaron en violentas discusiones. Sus creencias y valores eran diferentes. Uno creía en Dios y el otro era un idólatra. Su tío gritó:
— ¡Es una gran desilusión para mí verte en contra de nuestros dioses! ¡No esperaba que lo hicieras! Me perjudicas con tus actos tanto que no puedo presentarme así ante la sociedad y lo peor es que los adivinos y los gobernantes se han enojado conmigo.
Abraham deseaba que su tío fuera musulmán porque le quería mucho. Le habló dócilmente:
— ¡Tío mío! ¿Cómo puedes deber obediencia a los ídolos que no ven ni oyen ni pueden dar beneficios? Me han enseñado algo misterioso que tú no sabes. Si obedeces a Dios y me sigues te llevaré a un recto camino. ¡Querido tío! ¡No obedezcas a Iblis porque él se rebeló contra Dios! Temo que recibas un castigo doloroso. Temo que estés bajo la influencia de Iblis.
Su tío estaba temblando de enfado. Gritó furiosamente:
— ¿Cómo puedes insultar a los dioses? Si no dejas de insultarlos te echaré de mi casa. Si esto no sirve de nada, te mataré mediante lapidación. Es el castigo de rebelarse contra los dioses. ¡Vete allá dónde quieras! ¡No quiero verte más!
Echó a Abraham de casa. Abraham se entristeció con las palabras de su tío. Sin embargo, Abraham era lo más querido por Dios en la Tierra. Algunos de sus descendientes serían Profetas. Pero la ignorancia le impedía ver la verdad. Abraham respondió a su tío decentemente porque era un Profeta y los Profetas eran los representantes de la honestidad. La humanidad tiene que aprender la verdadera decencia de los Profetas. Dijo así: «Me tratas mal pero yo pido de mi Señor salvación para ti. No te haré daño sino que suplicaré a Dios para que te perdone».
Abraham abandonó la casa de su tío. Ya no tenía hogar pero toda la Tierra era su residencia. El cielo era el techo, las hierbas sus alfombras, el Sol la lámpara, las flores de muchos colores los adornos y las montañas, los ríos, los árboles el mobiliario de su casa. ¿Y su comida? La veneración a Dios era su alimento, la glorificación a Dios su bebida.
Ese día era la fiesta de la glorificación y de la ofrenda de sacrificios a los dioses. Las celebraciones se desarrollaban al otro lado del río y por eso toda la gente había abandonado la ciudad. Después de la ofrenda de sacrificios regresaron al templo y las ofrecieron a los dioses.
El viento gemía en las calles vacías de la ciudad. Más tarde, un joven apareció delante del templo. Sus ojos brillaban como los de un halcón. Llevaba una enorme hacha en la mano. Era innegable que hoy ocurrirían acontecimientos importantes. Abraham iba a iba a tener gran efecto en los corazones y las mentes de la gente. Entró en el templo silenciosamente y con mucho cuidado. El hacha brillaba en la atmósfera sombría del templo. Entró en el gran salón. Si los ídolos del templo tenían almas, se asustarían y huirían de las miradas horribles de Abraham.
Miró fijamente a los ídolos. Luego, miró a las ofrendas delante de los ídolos. Se acercó a uno de los ídolos y dijo: «La comida está fría, ¿por qué no comes?»
El ídolo no le respondió. Entonces Abraham preguntó a todos los ídolos en el salón del templo: «¿Por qué no coméis? ¡Comed!»
El grito hizo eco en las paredes del templo y fue como una bofetada en los rostros de los ídolos. Gritó otra vez: «¡Hablad! ¿Por qué no habláis?»
Levantó el hacha y golpeó la cabeza del ídolo que estaba delante de él. El ídolo cayó al suelo. Todos los ídolos se desmoronaron con los golpes del hacha de Abraham. El salón quedó reducido a las ruinas de los ídolos. Al ver al ídolo más grande en el altar, pensó dar el último golpe. Pero no le daría con el hacha, sino con la perspicacia profética.
Tras una sonrisa irónica, colgó el hacha del cuello del ídolo y salió del templo. Había jurado enseñarles a todos que estaban ciegamente engañados y ahora realizaba su promesa.
Tras las celebraciones, cuando todos regresaron a la ciudad, un hombre que entró en el templo, gritó pavorosamente. Llegaron todos al templo y cuando vieron a los ídolos, gimieron de dolor. Todos los ídolos habían quedado reducidos a añicos como si hubiera habido una guerra en el templo. Es obvio que los dioses perdieron la guerra. Solamente el ídolo más grande estaba de pie. ¿Quién podía haber cometido este crimen?
La primera persona que se les ocurrió era Abraham:
— Había un joven que insultaba a nuestros dioses. Es posible que él lo haya hecho. •
Todos gritaron:
— ¡Detengámoslo e interroguémoslo! •
Encontraron a Abraham y empezaron a preguntar sobre el crimen:
— ¿Has hecho tú esta barbaridad a nuestros dioses? •
Abraham sonrió irónicamente y les señaló el ídolo con el hacha al cuello:
— Él lo ha hecho... Él es su líder, es el mayor de ellos. ¡Preguntadles a ellos para que os lo digan! •
— ¿De quién hablas?— preguntaron los adivinos.
— ¡De vuestros dioses!
— Ya sabes que no pueden hablar. •
— Entonces, ¿cómo podéis adorar a los que no pueden hablar? ¿No lo veis? ¿No pensáis? Mirad que cuando vuestros dioses fueron derrotados ante los ojos de vuestro gran dios, él tampoco pudo hacer nada sino mirarlos. Ellos no pudieron protegerse a si mismos; entonces, ¿cómo pueden protegeros o daros beneficios? ¿No pensáis acerca de ello? Cuando colgué el hacha de su cuello no ha hecho nada: ni habló, ni se resistió porque es una roca sin alma; no puede oír, no puede ver ni hablar. No puede dar beneficios ni puede hacer daño a nadie. ¿Una roca cómo puede ser dios? ¿Cómo podéis adorar a una roca? pensadlo bien—dijo Abraham.
Los adivinos se enfadaron mucho con él y querían manipular a la gente diciendo:
— ¡Aprehended a este hombre y metedlo en la cárcel! ¡Mostrad la obediencia a vuestros dioses! •
Detuvieron a Abraham y lo metieron en la cárcel. Querían condenarlo antes de que fuera un gran problema en un tribunal bajo el mandato de Nimrod; tal vez, este problema podía extenderse por todo el reino. Nimrod aseveraba que era un dios y la gente le adoraba. Toda la gente se reunió en la plaza mayor de la ciudad para ver al tribunal. Nimrod quería despreciar a Abraham ante los ojos de la gente. También, quería realzar su nombre como el de un dios con tales pruebas.
Había demasiada gente en la plaza. El pueblo babilónico quería ver al hombre que se rebelaba contra los dioses.
Más tarde, vino un hombre con cadenas puestas en manos y pies, acompañado por un grupo de soldados. Era Abraham. Andaba con paso seguro. Estaba serio pero con la tranquilidad de alguien que no sabía lo que era el miedo. Llevaba la expresión de la obediencia a Dios.
En la plaza había un alto trono para Nimrod. A su alrededor estaban los adivinos, los visires, los soldados y los servidores. Toda la gente temía a Nimrod. Era muy cruel con ellos. Nimrod preguntó a Abraham:
— He oído que llamabas la gente a creer en un dios nuevo, ¿es verdad? •
— No hay un dios nuevo o viejo. ¡No hay otra deidad que no sea Dios! —respondió Abraham tranquilamente. Nimrod dijo:
— A su vez yo soy un dios también; puedo hacer cualquier cosa que tu dios haga. •
Nimrod era un rey muy altivo. La obediencia de la gente lo llenaba de orgullo. Realmente era una gran oportunidad para que Abraham venciera todas las supersticiones en Babilonia. Antes, había roto los ídolos inanimados y ahora era la hora de derribar a un ídolo vivo. Abraham dijo sin perder la tranquilidad:
— Mi Señor es Quien da la vida y da la muerte. •
Nimrod respondió orgullosamente:
— ¡Yo también! •
Abraham no hizo caso de las palabras de Nimrod porque sabía que mentía. ¿Quién podía dar y quitar la vida sino Dios? ¿No es el Creador de todas las criaturas? Cuando Nimrod comprendió que sus palabras no interesaban a Abraham, dijo:
— Puedo matar a un hombre de la calle o puedo dar la libertad a un prisionero condenado a muerte. Entonces, le doy la vida. Como ves, puedo dar o quitar la vida a la gente. •
Abraham se rió de las palabras de este hombre que pensaba que era un dios y que no era más que un pobre desgraciado. Toda la gente se callaba y escuchaba a Nimrod y Abraham. Para mostrarle su incapacidad y sencillez a este pobre que pensaba que tenía un poder extraordinario, dijo Abraham:
— Dios hace al sol salir por el Este; si puedes, ¡hazlo tú salir por el Oeste! •
Lo que dijo Abraham dejó a Nimrod absolutamente perplejo. No sabía qué decir. La gente mostró perplejidad también. Los adivinos, los visires y los soldados se confundieron al oír la frase. Abraham demostró que Nimrod era un mentiroso. Dios hacía al sol salir por el Este; si Nimrod era un verdadero dios, podía hacerlo salir por el Oeste. Hay leyes constantes de Dios que es el Todopoderoso y el Único Creador en el Universo. Nadie puede cambiarlas; si el Rey era un verdadero dios podía cambiar las Leyes Divinas.
Nimrod permaneció impotente, no sabía qué hacer; era incapaz de pensar en cómo actuar ahora. Miró a los adivinos con ojos suplicantes como si hubiera sido descubierto en flagrante delito. Pero nadie dijo nada. Estaba loco de ira. Era una vergüenza que alguien le tratara así ante el pueblo. Se levantó furiosamente y gritó:
— ¡Quemad a este hombre que desprecia a vuestros dioses! ¡Dejadlo reducido a cenizas y dejadlas al viento!
La gente se inclinaba por Abraham pero las palabras del Rey les hacían temer. Los soldados metieron al Profeta encadenado en la cárcel. Lo condenaron a muerte; pensaron quemarlo. Empezaron a preparar la hoguera donde lo quemarían sin perder tiempo.
Los soldados de Nimrod prepararon un hueco fuera de la ciudad, lo llenaron con leñas, maderas y rocas y encendieron fuego. Trajeron una catapulta de lanzamiento para echar a Abraham al fuego. Lo ataron a la catapulta para que no se cayera. Las llamas del fuego ascendían tanto que la gente podía divisarlo desde lejos.
Se apreciaba en el rostro de Abraham la tranquilidad de la obediencia a Dios. Sabía que Dios podía verlo todo. ¿Había alguien más amado que Dios para suplicar? Abraham seguía mostrando algo a la gente con su reacción ante el fuego. Para él, la muerte significaba llegar a Dios. Su alma ardía en el amor de Dios. Su cuerpo ardería también. No había un modo superior para sacrificarse en el camino hacia Dios.
En este momento apareció el ángel Gabriel al lado de Abraham y le dijo:
— ¡Abraham! ¿Quieres que yo haga algo por ti? ¡Si quieres traigo la lluvia y extingo el fuego! ¡Doy un golpe con el ala, arruino toda la ciudad y lo destruyo todo! ¡Solamente tienes que desearlo! •
La respuesta de Abraham fue corta y clara:
— Dios puede verme y sabe cómo soy. ¡Él es suficiente para mí!
Todas las criaturas del Universo se callaron. Los habitantes del cielo y los ángeles sólo se fijaban en la Tierra. La multitud alrededor del fuego esperaba la orden de Nimrod. Él gritó:
— ¡Lanzad al rebelde al fuego!
La catapulta lanzó a Abraham dentro del fuego.
En este momento Dios mandó al fuego:
— ¡Oh fuego! ¡Enfríate y no dañes a Abraham!
El fuego obedeció la Orden Divina... Abraham no ardió en las llamas... Si Dios así no lo quería, nada ni nadie podría quemar a Abraham... Se volvió frío y seguro para él... No le hizo daño. Era la manifestación del Poder Divino. El fuego se convirtió en un vergel fresco. Las llamas quemaron solamente sus ataduras. Abraham estaba sentando dentro del fuego como si estuviera en una rosaleda y celebraba la Alabanza Divina: «¡Dios lo es todo para mi! ¡Qué compañero tan seguro!»
Abraham no tenía miedo de nada ni de nadie desde el principio. La verdad es que los que confían en Dios nunca tienen miedo porque saben que solamente Él es Todopoderoso y si Él no lo quiere, nadie puede hacer daño a nadie.
Cuando lanzaron a Abraham al fuego, los gritos de la gente hicieron eco en la plaza. Pero, más tarde, todos fueron apagados y se hizo un silencio sepulcral. Abrieron los ojos de miedo y no supieron cómo reaccionar cuando Abraham salió con vida del castigo. Le brillaba la cara porque había una aureola divina a su alrededor y sonreía. No había huellas del fuego ni del humo en sus ropas.
Al salir de dentro de las llamas parecía que salía del Edén. Entonces, los gritos de sobrecogimiento se alzaron en la plaza. Abraham no fue vencido porque tenía confianza en Dios.
Al ver a Abraham salir del fuego, Nimrod se asustó mucho y los adivinos se sobresaltaron. Así es como sus ídolos, dioses del Cielo y de la Tierra fueron vencidos. No tenían nada que decir y, ¿creyeron en Él? No, cuando la vanidad y la obstinación se ubican en un alma, entonces no hay salvación para ésta. Los adivinos dijeron a la gente que Abraham era un mago. Nimrod le dijo a Abraham que podría vivir en el país cuanto quisiera y no le haría daño.
La noticia del milagro de Abraham se extendió por toda la Tierra. Las montañas, los desiertos, los pueblos, y las ciudades. Vino mucha gente de diferentes ciudades del país para ver si era cierto o no. Todo el mundo decía que Abraham había sido salvado del fuego por Dios.
Entretanto, Satanás y sus servidores no se quedaban cruzados de brazos. Gracias a los dignatarios de la sociedad, los adivinos, los ricos y los que tenían poder, empezaron a circular rumores de que Abraham era un hábil mago por todo el país y amenazaban de muerte a los que pensaban obedecer a Dios según los dictados de Abraham. En realidad, la gente parecía no pensar en cambiar la creencia de sus padres.
Abraham empezó a dar sermones noche y día a lo largo y ancho del país. Mostró miles de pruebas de la existencia de Dios. Contó las maravillas de Dios de puerta en puerta pero no pudo convencerles. En realidad no quisieron creerle. Respondieron a sus palabras llenas de compasión con un odio irracional. En el Reino de Babilonia nadie le creyó, tan sólo una mujer y un joven así lo hicieron.
La mujer se llamaba Sara. Más tarde, se casaría con Abraham. El joven era Lot y fue un Profeta también.
Abraham decidió emigrar al comprender que nadie de su pueblo le creería. Antes de abandonar la ciudad llamó a su padre al recto camino de Dios. Pero él era un enemigo de Dios y era bastante obvio que no creería nunca. Lo dejaron y se fueron.
En las historias de los Profetas observamos un aspecto que se ha repetido en dos ocasiones. En la historia de Noé, uno de sus hijos no había creído a su padre y en la historia de Abraham, el padre no creyó a su hijo. En ambas historias, los Profetas anunciaron que no tenían ninguna relación con aquellos parientes que se habían mostrado hostiles a Dios. Quizás, gracias a estas historias, Dios quiere contarnos algo. La única relación que une a las personas es la Fe en Dios. •
Abraham abandonó Babilonia y empezó a predicar la palabra de Dios por todas las ciudades. Fue a las ciudades de Or y Harran. Después viajaron él, su esposa Sara y Lot a Palestina y a Egipto. En todos los lugares adonde llegaron, llamaban a la gente a la obediencia a Dios, ayudaban a los pobres e indigentes dándoles buenos consejos y mostrándoles el recto camino de Dios.
Se sucedieron los años y Abraham había envejecido así como su esposa Sara. Había sacrificado su vida llamando a la gente al camino de la obediencia a Dios. Pero desgraciadamente, Sara era estéril y no pudo darle un hijo a Abraham. El Faraón de Egipto le regaló una sirviente a Sara, de nombre Hayar. Sara casó a Abraham con Hayar. Hayar tuvo un hijo y le pusieron de nombre Ismael.
Dios tomó a Abraham como amigo y lo nombró Jalil, ya que Abraham sólo quería venerar a Dios. Se oían por las noches sus sollozos cuando rezaba y proclamaba Su Santidad. Siempre buscaba los caminos que le hicieran acercarse a Dios. Sus actos eran admirados por los ángeles cuando contaba a la gente las maravillas de Dios y les llamaba al recto camino.
Dios daba a Abraham lo que quería porque lo amaba. Abraham sabía que los seres humanos no dejaban de existir cuando morían. En el Día de la Resurrección, todos los seres humanos resucitarán y serán juzgados. Pero tenía ganas de saber cómo resucitarían y quería verlo personalmente.
Un día abrió las manos y suplicó a Dios:
— ¡Señor Mío! ¿Me mostrarías cómo resucitarán los seres humanos?
Dios le preguntó:
— ¡Abraham! ¿No me crees?
— Sí, Te creo y Te obedezco con todo mi corazón. Pero quiero ser testigo de este milagro, reforzar mi fe en Ti y llenar mi alma con la Sabiduría Divina.
Era un deseo de un corazón lleno de amor a Dios. No había ninguna sombra de duda sobre su obediencia. Era un grito del alma de un caminante del recto camino que quería saber más acerca de Dios.
Dios le mandó sacrificar cuatro pájaros, llevar los pedazos de carne a diferentes montañas y llamarlos a su presencia. Abraham obedeció la orden de Dios y vio el milagro divino. ¡Era un acontecimiento magnífico y milagroso! Todos los pedazos de los pájaros se reunieron y volaron hacia Abraham.
Un día, por la mañana, Abraham le pidió a su esposa Hayar que se preparase para un viaje. Unos días después él, Hayar y su hijo Ismael se encontraban viajando.
Según fuentes no contrastadas, la primera esposa de Abraham, Sara, envidiaba a Hayar porque ella no había podido darle un hijo a su marido y quiso que Abraham se llevara a Hayar a las afueras.
Esto no era cierto sino que fue en realidad una calumnia contra Abraham y Sara porque Sara creyó en Dios y en su Mensajero Abraham cuando nadie le creía. Abandonó su patria y viajó a diferentes países para expandir la religión de Dios; por eso, envidiar a alguien no puede ser una cualidad de una persona como ella. Además Sara había casado a Hayar con Abraham. ¿Cómo podía envidiar a la mujer que ella misma había casado con su marido para que le diera un hijo? ¿Quién podía obligar a Abraham a llevarse a Hayar a las afueras? Él no temía a nadie y no obedecía ninguna orden de nadie sino de Dios.
En realidad, Dios había mandado a Abraham que llevara a Hayar y su hijo Ismael a la Península Arábiga. Era una orden misteriosa: Dios quería que Ismael fuera un Profeta allí. En el futuro, Abraham y su hijo Ismael construirían la Casa Sagrada, la Kaba. Por encima de todo, el Poder Divino quiso que el Profeta Muhammad fuera un descendiente de Ismael. El Profeta Muhammad, que sería el Señor del Universo, el Último Profeta, nacería en La Meca y Dios preparaba el terreno enviando a Ismael allí.
Pasaron por verdes jardines llenos de árboles con muchas frutas. Cruzaron desiertos, valles y montañas. Al final, llegaron a un árido valle del desierto en el que no había ningún árbol ni agua ni hierba. No había ninguna señal de vida en el valle. Se bajaron del caballo y Abraham les dio un poco de comida y agua que serían tan sólo suficientes para unos días. Después, se marchó sin mirar atrás. Hayar corrió detrás de Abraham y le preguntó llorando:
— ¡Abraham! ¿Nos abandonarás aquí en el desierto? ¿A dónde vas?
Abraham no le respondió ni miró atrás. Andaba sin cesar. Hayar le preguntó otra vez pero Él no le respondió tampoco. Entonces, Hayar comprendió que era un orden de Dios porque Abraham nunca podía tratarla así. Hayar le preguntó:
— ¿Es una orden de Dios?
— Sí...
Hayar, que tenía un corazón lleno de fe en Dios, dijo:
— Si es una orden de Dios, sé que Él está con nosotros. Puedes irte tranquilo. ¡Dios nos protegerá aquí!
Abraham anduvo hasta desaparecer. Cuando llegó a un lugar en el que su familia no podía verlo, abrió las manos y suplicó a Dios: «¡Señor Mío! ¡Alabado seas! ¡Ves y oyes todo en el Universo! He dejado a mi familia en un valle árido en el que no hay ni una hoja verde, cerca de Tu Casa Sagrada. ¡Seguro que Tú serás Aquél que les protegerá!»
En aquel entonces, la Kaba no había sido construida todavía; entendemos que había algo secreto en la orden de dejarlos en el desierto. Ismael, que era solamente un niño, un día construiría la Kaba con su padre. La Sabiduría Divina quiso que se instaurara la civilización y la Kaba en este valle y que los fieles se tornaran hacia la Kaba en los rezos diarios.
Abraham había dejado a su esposa Hayar y su hijo Ismael en un valle árido del desierto y regresó a su ciudad para llamar a la gente al recto camino otra vez. Hayar le dio el pecho a Ismael, hacía un calor agobiante y tenían mucha sed.
Dos días más tarde, el agua se había terminado. Hayar no pudo amamantar a su hijo. Se morían por conseguir una gota de agua y la comida se había terminado también. Ismael empezó a llorar por la sed. Entonces, Hayar le dejó y empezó a buscar agua en los alrededores. Anduvo hasta llegar a la duna de Safa.
Subió a la duna y miró en todas direcciones para ver si había un pozo, una caravana de personas o un ser humano. Pero eso no le valió de nada. El horizonte estaba lleno de un silencio agobiante y hacía un calor abrasador.
Sin perder tiempo, bajó a la duna de Safa y empezó a correr por el valle como si estuviera agotada ya en el límite de sus fuerzas. Quería llegar a la duna de Marwa que estaba frente a la duna de Safa. Allí miró sobre la duna al horizonte pero no pudo ver nada sino el vacío... Se quedó allí sin encontrar remedio y regresó al lugar en el que había dejado a Ismael; cuando lo encontró llorando de sed y hambre, una desazón angustiante le sobrevino a la agotada madre. Entonces, empezó a correr hacia la duna de Safa otra vez; miró hacia el horizonte. Bajó de Safa y subió a Marwa de nuevo. Miró a los alrededores otra vez...
Fue y regresó siete veces desde la duna de Safa hasta la de Marwa. Entretanto, las dos dunas observaban las idas y venidas de Hayar entre las abrasadoras arenas del desierto. Es por este motivo que desde entonces las siete idas y venidas de Hayar entre Safa y Marwa quedaron establecidas como un rito en la peregrinación a La Meca para que recordaran a Hayar y a su hijo, el Profeta Ismael.
Hayar estaba muy cansada y exhausta; se quedó sin recursos a los que acogerse y regresó con Ismael. Cayó desplomada al lado de su hijo.
Es obvio que la Misericordia Divina que rodea a todas las criaturas no permitiría que murieran. Nadie puede soportar una situación así, ¿cómo podía soportarla Dios? Nuestro Señor es El que hace posible todos los imposibles.
Ismael dio un golpe a la tierra y de repente empezó a brotar agua... Salía agua desde lo más profundo de las arenas... Manaba la vida desde el interior de la tierra muerta. Era el agua de Zamzam. Fue suficiente para la madre y su hijo, y bebieron agua hasta saciarse. Las arenas se saciaron de agua también. Hayar bebía grandes sorbos de agua y hacía a Ismael beber y daba gracias a Dios el Misericordioso, el Compasivo y el Todopoderoso que no les había dejado solos en el desierto. Gracias al agua empezó una nueva vida en el desierto porque allí el agua era sinónimo de vida. Vino mucha gente y se asentó en los alrededores del oasis que había creado el agua. Así, se puso allí la primera piedra de una nueva civilización. Entretanto, Ismael crecía en esta sociedad y Dios lo preparaba para ser un Profeta. Le enseñaba la dignidad profética. Tras muchos años, Abraham les visitó. Abraham quería mucho a su hijo pero para él su amor hacia éste sería una prueba. Una noche, soñó que sacrificaba a su querido hijo Ismael por Dios.
A veces, la revelación divina ocurría en los sueños. Y los sueños de los Profetas eran veraces. Abraham comprendió la orden: sacrificaría a su hijo, su ser más querido. Habló con Ismael:
— ¡Hijo mío! Soñé que intentaba matarte, ¿qué piensas acerca de este sueño? •
Ismael le respondió tranquilamente:
— ¡Padre mío! ¡Haz lo que te ordene Dios! Y yo soportaré todo por el amor de Dios. •
Así es. El hijo obedeció a su padre y el padre obedeció a su Señor; era una prueba muy difícil.
Fueron al lugar en el que Abraham ofrecería a su hijo en sacrificio. Se sometieron a la orden de Dios. Cuando Abraham le puso contra el suelo, Dios le ordenó que no sacrifique a su hijo y Gabriel le llevó un carnero para que lo sacrificara en lugar de Ismael. El regalo de Dios conmovió al padre y a su hijo. La tristeza se convirtió en alegría. Habían sido de los creyentes más entregados y su obediencia fue retribuida; Dios había tenido piedad de ellos, habían manifestado su obediencia total al Todopoderoso. Aquel día tan aciago fue designado como la Fiesta del Sacrificio (Id Al-Adha) para los musulmanes. Este día, los musulmanes sacrificarían corderos y carneros recordando la historia inolvidable del gran Profeta Abraham y su hijo Ismael que fueron un ejemplo para la humanidad en la obediencia a Dios.
En estos tiempos, no había mezquitas en el Mundo. Había algunos templos pero allí la gente no rezaba a Dios sino a los ídolos. Los templos de los idólatras eran ostentosos pero no tenían espiritualidad. Por eso, Abraham pensaba construir una mezquita en la que la gente venerara a Dios.
Por fin, Dios les ordenó a Abraham y a Ismael que construyeran la Kaba, la Casa Sagrada, que sería el santo lugar al que todos los musulmanes volverían sus rostros cuando rezaran. Padre e hijo empezaron a trabajar: llevaron rocas de las montañas y prepararon adobes para los muros.
Pasaron los días y los meses mientras levantaban los cimientos de la Kaba. Era la primera mezquita del mundo para toda la humanidad. Era el más honrado y sagrado lugar de la Tierra. Abraham pensó señalar un punto como el principio de la peregrinación; podía ser una señal en forma de roca pero sería diferente de las demás rocas usadas en la construcción.
Entonces los ángeles le llevaron una roca negra que se llama Hayar al-Aswad. Abraham besó la roca con respeto y la puso en uno de los muros exteriores.
Por fin, terminaron la Kaba, la Casa Sagrada. Entonces, Dios mandó que todos los musulmanes peregrinaran a la Kaba, dieran vueltas su alrededor y suplicaran por la Misericordia Divina. Además, dispuso que los rezos en la Kaba fueran cien mil veces superiores a los rezos en cualquier mezquita.
Mientras Abraham y su hijo Ismael construían la Kaba, rezaban así: «¡Señor Nuestro! ¡Acéptalo de nuestra parte! ¡Tú eres Quien todo lo oye, Quien todo lo sabe! ¡Señor Nuestro! ¡Haznos pertenecer a aquellos que se someten a Ti y haz de nuestros descendientes una comunidad musulmana que igualmente se someta! Nuestro Señor aceptó su súplica y Abraham fue la primera persona que nos llamó a sus descendientes, a nosotros, musulmanes.
El Profeta Abraham murió dejando dos hijos como descendientes: dos Profetas, Ismael e Isaac. Nuestro Querido Profeta Muhammad (que Dios le bendiga y le salve) es un descendiente del Profeta Ismael. Hay muchos Profetas de la descendencia de Isaac también. El hijo de Isaac, el Profeta Jacob; el hijo del Profeta Jacob, el Profeta José; y después el Profeta Moisés, el Profeta Zacarías, el Profeta Juan, el Profeta Jesús, y el resto de Profetas. Por eso, la historia le otorgó el santo calificativo de Padre de los Profetas. Otro nombre era Jalilu'r-Rahman, es decir, el auténtico e íntimo amigo de Dios. Dios lo quiso mucho. Todos los creyentes de las religiones celestiales lo quisieron también. El amor del Señor de los señores, del Profeta Muhammad (que Dios le bendiga y salve) hacia Abraham era muy diferente. Muchas veces pensaba que él se parecía a Abraham y tenía el honor de ser uno de sus descendientes.
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[1] En el Corán es nombrado como «Ibrahim».

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