Los estereotipos contra las culturas
La ceguera de los estereotipos
03/01/2014 - Autor: Miguel Peyró - Fuente: Revista Cascada
La mayoría de los estereotipos se basan en la creencia en una barrera insalvable entre un «nosotros» y un «ellos».
La ceguera de los estereotipos
La comunicación entre los seres humanos de diferentes lugares de la Tierra no está imposibilitada por las diferencias culturales: está imposibilitada por los estereotipos. Los estereotipos son discursos cerrados sobre los miembros de otras comunidades, que nos impiden la experiencia viva de conocerlos directamente. Son ideologías compactas y predeterminadas, que anteceden siempre al encuentro real con los otros, aunque se presenten como sabidurías extraídas de la experiencia de supuestos contactos reales. Demasiadas personas han preferido organizar el mundo en estereotipos, antes de acercarse con curiosidad, dignidad y respeto a la maravillosa riqueza del género humano. Dos pobres ventajas parece tener para ellas esta forma de actuar.
Por un lado, los estereotipos son más sencillos, más escasos, menos diversos. Estar siempre abiertos a lo imprevisto, a la diferencia, implica reelaborar permanentemente nuestra forma de ver el mundo, aprender constantemente, cuestionar sin descanso todas nuestras cómodas certezas. Las personas que abrazan los estereotipos no quieren pensar tanto. Los estereotipos dividen la fantástica diversidad humana en cuatro o cinco categorías simples, en unas pocas imágenes planas fáciles de aprender, que tienen además la enorme ventaja de no moverse, de no cambiar nunca. Aunque las sociedades se transformen incesantemente, los estereotipos permanecen. Es posible heredar los estereotipos de los abuelos, como si fueran una cómoda o un paragüero. Con los estereotipos nunca es necesario preguntarse nada, su misma persistencia sirve como supuesta prueba de su veracidad.
Por otro lado, los estereotipos —como se dice popularmente— le levantan a uno la moral. La mayoría de los estereotipos se basan en la creencia en una barrera insalvable entre un «nosotros» y un «ellos», barrera maniquea que divide los grupos humanos esencialmente entre «mejores» y «peores». El simplista amante de los estereotipos siempre pertenece al «nosotros», al bando de los «mejores», y los contenidos de sus despectivas imágenes siempre versan sobre «ellos», el mundo de los «peores». Quizás la vida social sea difícil para él, quizás soporte desprecios y humillaciones de su entorno, quizás su respeto por sí mismo ande por los suelos... no importa: cuando repasa los estereotipos que sabe sobre los extranjeros, sobre los otros, su autoestima se recompone de un salto. Él se siente en ese momento perteneciente al grupo radiante de los «mejores», él tiene también ahora alguien a quien despreciar. Por esto se ha señalado muchas veces que las ideologías que se basan centralmente en los estereotipos (el racismo político, por ejemplo) atraen como moscas a los resentidos, es decir a esas tristes personas que, para sentirse bien consigo mismas, necesitan alguien a quien odiar.
El prejuicio que no cesa
Que los estereotipos son ideologías o discursos predeterminados, y no datos obtenidos de observaciones reales de los otros, se puede demostrar de muchas maneras. Por ejemplo por su universalidad, por su recurrencia. Cuando viví en Noruega descubrí que muchos noruegos pensaban sobre los españoles las mismas cosas que muchos españoles piensan sobre los marroquíes... ¿Cómo era esto posible? Los noruegos que pensaban así creían firmemente que esas certezas procedían de sus experiencias reales en España, de lo que «cualquiera» podía ver sobre los españoles y su forma de ser.
Curiosamente, las certezas de muchos españoles sobre los marroquíes dicen basarse en lo mismo: en lo que han visto realmente sobre Marruecos y sus costumbres.
Pondré un par de ejemplos, para que todo esto no quede demasiado abstracto. Una vez fui a ver La casa de Bernarda Alba a un teatro de Oslo. Recuerdo que, nada más alzarse el telón, la compañía nos mostró lo que allí entendían por un grupo de mujeres españolas reunidas entre ellas. Eran cuatro o cinco actrices noruegas envueltas de pies a cabeza en unas túnicas negras que apenas mostraban sus caras, estaban encorvadas, manifestando en sus gestos sólo inseguridad, temor y sumisión... y además cada una de ella portaba un enorme cuchillo sujeto al cinturón (¿no son los temperamentales «latinos» por excelencia dados a la bronca, a la riña con navajas?). Me imagino que cualquier español se sentirá indignado y ofendido ante este cuadro. Sabe que las mujeres andaluzas no andan embozadas, y que todavía menos manifiestan un comportamiento temeroso y reprimido. Las mujeres en Andalucía suelen tomar la palabra en toda cuestión colectiva que atañe a su comunidad, son las primeras en «salir a la calle», en encabezar las luchas por las reivindicaciones sociales. Y además ninguna se pasea con un cuchillo al cinto...
Bien, pues así nos veían los noruegos, y estaban —diríamos los españoles— terriblemente equivocados. Pero quizás los españoles que consideramos esa escena imposible en nuestro país, la aceptaríamos sin cuestionárnosla si se nos dijera que sucede en Marruecos. Las mujeres españolas, tan decididas y activas, no son silenciosos espectros medio ocultos... pero las marroquíes sí lo deben ser. Un compañero de la universidad, que desgraciadamente compartía esta escalera terrible de los estereotipos, me lo dijo así de claro un día en Sevilla: «Las mujeres andaluzas y las marroquíes no tienen nada que ver. Aquí desde luego no se callan ni se quedan en un segundo plano, pero ahí enfrente todo es diferente...». No creo que este hombre hubiera ido nunca a Marruecos, pero estaba tan convencido de lo que decía, conocía tan bien su «Marruecos imaginario», que no le hacía falta. Los estereotipos son siempre así: absolutos, incuestionables, blindados.
El segundo ejemplo procede también de mis años de residencia en Escandinavia, donde por mi cultura de origen me tocó el papel de ser representante del bando de los «peores», del «Sur». Nunca olvidaré a un grupo de universitarios de aquellas tierras asombrándose enormemente de que en España existieran cosas como observatorios astronómicos. Aunque ellos y sus familiares solían hacer mucho turismo en Canarias, su contacto con estas islas no pasaba de las playas, de los bares y de los restaurantes para turistas. El turismo nunca ha sido muy curioso, más bien exige como cliente que se le confirmen todos los clichés preconcebidos (por eso los camareros suelen tener que disfrazarse en los lugares para turistas). Así estas personas, que se consideraban cultas y de mundo, no sabían nada, ni conocían a nadie de su entorno que supiera, sobre los observatorios de Tenerife o de La Palma. Simplemente algo con tales visos de técnica y modernidad como un observatorio astronómico no les encajaba en sus estereotipos sobre España: no era compatible con un país de siestas, toreros y navajas. El español al que esta anécdota escandalice debería preguntarse a su vez si cree que hay observatorios astronómicos en Marruecos. Como todos aprendemos los mismos estereotipos, aunque luego algunos lleguemos a cuestionárnoslos, sé que contestará que no. Nunca habrá oído hablar de las modernas instalaciones de Rabat o de Oukaïmeden, por muchos viajes que haya hecho al «Marruecos pintoresco»...
Fundamentos del desprecio
La respuesta al extraño enigma de que en Escandinavia se piense sobre España exactamente lo mismo que en España se piensa sobre el Magreb, remite a la naturaleza misma del estereotipo. El estereotipo, decía al comienzo, es una ideología, no una sabiduría basada en la experiencia real. Las experiencias reales tienen un lugar y un contexto, las ideologías no. Existen sólo en las cabezas de las personas, y pueden viajar a través de los relatos, los medios de comunicación, los rumores... En los guiones de los estereotipos lo de menos al final es la silenciosa galería de personajes que se convoca al fondo del escenario: los «latinos» son perfectamente recambiables por los «moros» o los «negros». El guión no sufrirá merma por sustituir unas mudas siluetas oscuras por otras.
Los guiones de los estereotipos, los relatos que los conforman, son colecciones de clichés destinadas exclusivamente a justificar el desprecio por el otro. Todo lo que sea despreciable desde el punto de vista de la moral o la ética propias habrá echado raíces en las tierras de los diferentes, de «ellos», de los del otro lado de la barrera. «Ellos» siempre serán holgazanes, indolentes, sucios, atrasados, machistas, temperamentales, poco de fiar, tramposos. Para que «nosotros» podamos pensarnos como trabajadores, laboriosos, limpios, modernos, democráticos, racionales, fiables y honrados. Podríamos decir que los estereotipos son al final sólo discursos morales, presentados de una perversa forma: al revés, en contra de otras personas.
Así es posible dar con la solución de otro enigma, no menos intrigante: Cómo es posible que los amantes de los estereotipos, que son tan poco dados al contacto intercultural, a hacer el esfuerzo de comunicar e informarse realmente, «sepan tanto» sobre los otros.
Y es que en realidad no necesitan haber ido a Marruecos para saber cómo son los marroquíes, no les hace falta haber conocido nunca a un chino para saber de sobras cómo piensan los chinos. Les basta con hurgar un poco en su interior y preguntarse, más o menos conscientemente: ¿qué es lo contrario de lo que yo consideraría correcto?
Y la certeza les acude inmediatamente, clara y diáfana: «ellos» seguro que hacen eso. La fuerza de sus certezas sobre los «otros» se basa sólo en la fuerza de su desprecio, en su capacidad para odiar. Triste historia la del practicante de estereotipos: prefiere cuatro o cinco clichés de odio a incontables encuentros con la riqueza y la diversidad del mundo, en los que aprendería tanto. Sin duda está perdido.
Las semillas de los estereotipos
¿Cómo detectar un estereotipo? Pasan por ser visiones fidedignas del mundo, ¿cómo determinar que lo que vemos sobre los otros es «real» y no un cliché que hemos importado de nuestra cultura, un mero montaje influido por tantos relatos, rumores, historias, películas sobre los «otros»? Los prejuicios sobre los diferentes, los extranjeros, abundan entre nosotros desde antiguo. ¿Cómo podemos sabernos a salvo de su influencia?
Alguien podría contestar: Un estereotipo se nota por su carga de rechazo. Si me cae mal el comportamiento de una persona de un país más pobre o de una comunidad oprimida, es porque están actuando en mí los prejuicios, es que me estoy dejando llevar por el racismo... Este tipo de razonamiento, pese a lo bienintencionado que sea en muchos casos, es sin embargo para mí la otra cara de los estereotipos, no su conjuración. Cierto escritor catalán recordaba en sus memorias cómo de pronto se sorprendió a sí mismo en los Estados Unidos dando siempre la razón en todas las reuniones a los afroamericanos. No dársela le parecía contribuir al «racismo»...
Pero los «otros» son nada más y nada menos que personas, como tú que estás leyendo esto, o como yo. Como personas, no son por naturaleza «peores» o «mejores»: son simplemente diferentes. Diferentes e irrepetibles, como todos los seres humanos. Ensalzar a los «otros», a los que siempre han sido vistos abajo, puede ser positivo cuando se habla de ellos como colectivo, para contrarrestar tantos mensajes despreciativos vertidos durante tanto tiempo. Pero resulta un ejercicio extraño y sospechoso a nivel individual. No poder llevarse mal con una persona concreta por ser de un determinado origen cultural viene a ser otra vez no reconocerla como persona, con la singularidad que tú y yo nos reconocemos entre nosotros, seguir viendo en ella un cliché, un personaje exótico, una silueta plana. No estamos viendo a fulano, sino a «un...». Pues ésta es la semilla —o tal vez brote ya germinado— de todo estereotipo: no ver personas sino categorías. De mi vecino, al que reconozco como persona, no veo antes que nada que es español. Primero es una persona única y singular, y luego vienen sus adscripciones, su lugar de nacimiento o dónde veraneaba su familia.
Empezamos este artículo diciendo que los estereotipos son obstáculos a la comunicación. Entonces sólo la comunicación real nos librará de ellos. Comunicar con cualquier ser humano, sin dar por supuesto nada de él por razones de su origen, de su piel o de su lengua. Asomarnos sin miedo al abismo del otro, y descubrir que es, como mínimo, tan profundo como el nuestro.
Miguel Peyró es doctor en filología, en la especialidad de
lingüística, por la Universidad de Sevilla y experto en comunicación y mediación
interculturales.
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