Sheinbaum y el viejo método de amputar la memoria
Al cambiar nombres de calles no se borró el pasado, nomás nos ayudaron a olvidarlo
En 1538 los frailes que habían llegado a Nueva España solicitaron al rey una facultad especial para derribar “de todo punto” los templos indígenas y quemar “los ídolos que dentro tienen”. Carlos V dio su autorización para que los templos fueran demolidos “sin escándalo”, y para que sus piedras se usaran en la construcción de monasterios.
La ciudad de los mexicas fue borrada de la faz de la tierra en pocos años. Se levantó en su lugar una segunda ciudad, que el poeta Bernardo de Balbuena juzgó como “la mayor cumbre de grandeza que vieron los pasados y los presentes”.
Esa ciudad está en los planos de Alonso de Santa Cruz (1555) y Juan Gómez de Transmonte (1628). Pero nada de ella subsiste en nuestros días: no queda en pie un solo templo, una fachada, ningún convento que nos permita imaginar cómo fue la capital que en esos años se extendió sobre los lagos y al pie de los volcanes.
Solo podemos hallarla en ciertos mapas, imaginarla a partir de unos cuantos papeles, en las voces apagadas y remotas de un conjunto de cronistas.
Sobre las ruinas de la ciudad del XVI se levantó una tercera ciudad: la ciudad deslumbrante del barroco que hechizó e hizo delirar a cientos de viajeros: un conjunto de más de 80 conventos, colegios, parroquias, templos, capillas, que llegaron a albergar más de 350 grandes retablos estofados de oro; una sucesión de atrevidos palacios de tezontle y cantera que hicieron de México una metrópoli única en el mundo.
Guillermo Tovar de Teresa escribe que en México somos actuales a costa de negar lo anterior. “Sufrimos una enfermedad, una furia, un deseo de autodestrucción, de cancelarnos, de borrarnos, de no dejar huella de nuestro pasado”, escribió.
En Roma, decía Tovar, los bárbaros aniquilaron algo que no les pertenecía. En México nos hemos entregado a destruir lo nuestro, pensando que en realidad aniquilamos al otro.
Francisco de la Maza decía que en tiempos de la Reforma los liberales confundieron las ideas con las piedras, y por tanto arrasaron el pasado virreinal. En 1861, decenas de edificios cayeron en unos meses.
Los retablos fueron derribados con sogas y caballos, y una vez en el piso los borraron a hachazos. El gobernador de la ciudad, Juan José Baz, propuso incluso tirar la Catedral para convertirla en Escuela de Artes y Oficios.
La revancha histórica del último tercio del XIX consistió en demoler los monumentos del pasado. Quedaron un conjunto de ruinas, lo que hoy llamamos Centro Histórico, en cuyos baldíos se alzó una cuarta ciudad, que quería imitar las ciudades europeas —y a la que el siglo XX vandalizó para que se cumpliera lo que ha sido la verdadera maldición de esta ciudad: “destruir lo único para construir lo que puede encontrarse en cualquier parte”.
Los mexicanos hemos creído siempre que “es necesario destruir el pasado para construir el presente”. Tovar de Teresa escribió uno de los libros más tristes de cuanto se han publicado en México: La Ciudad de los Palacios: crónica de un patrimonio perdido. Es el compendio de todo lo que ya no está, de los edificios civiles y religiosos, de los espacios y la calles que ahora solo existen en papeles, en grabados, en fotografías de otro tiempo. Es un libro sobre el odio político e ideológico, y sobre la pulsión de aniquilar.
A principios del siglo XX, mientras la demolición del pasado “bárbaro y oscuro” se ponía en marcha, los gobiernos de la Revolución le quitaron a las calles de la ciudad los nombres que habían tenido durante 300 o 400 años. Aquellos nombres cargados de tiempo y de misterio, elegidos a partir de hechos, personajes, circunstancias o edificios célebres —calle de la Celada, calle de Ortega, calle de las Ratas, callejón del Muerto— recibieron nombres de repúblicas sudamericanas, y de fechas consagradas por el presentismo: Venustiano Carranza, 20 de Noviembre, 5 de Febrero.
El resultado fue una especie de extirpación de la memoria histórica. No se borró el pasado, nomás nos ayudaron a olvidarlo. Nos convertimos en habitantes de una ciudad que era como una esfinge que a duras penas lográbamos descifrar.
Según Tovar, eso ocurre cuando al pasado lo secuestran los burócratas que se sienten propietarios de la Patria.
Acaban de retirar del Paseo de la Reforma la estatua de Cristóbal Colón, con el supuesto fin de restaurarla. Había un llamado en redes sociales para derribarla hoy mismo, 12 de octubre, fecha del arribo del desgraciado almirante a costas americanas.
Unas semanas antes se había publicado una petición para que el gobierno desterrara de la vía pública el monumento, bajo el cargo de que rinde homenaje al colonialismo.
La jefa de gobierno, Claudia Sheinbaum, aprovechó para llamar a los ciudadanos a hacer una reflexión sobre la permanencia del monumento: “A lo mejor valdría, ahora que se está restaurando, una reflexión colectiva de qué representa, sobre todo hacia el próximo año: los 700 años de la fundación lunar de Tenochtitlan, 500 años de la Conquista y 200 años del México independiente y esta visión que todos aprendimos del descubrimiento de América, como si América no existiera antes de que llegara Colón”.
Sheinbaum propuso también reflexionar sobre “lo que significa” la calle Puente de Alvarado.
Así que los nuevos propietarios de la Patria primero quitan la estatua, luego nos invitan a reflexionar sobre su permanencia, y de paso nos preguntan sobre el nombre de una calle que existe desde que existe la ciudad. Mas tarde nos aclaran que ninguna de estas cosas las puede decidir unilateralmente la jefa de gobierno.
Pues bien, antes de que tengamos encima la “consulta”, vale la pena recordarle a la jefa de gobierno que hace 62 años Edmundo O’Gorman resolvió en un libro clásico el problema del “descubrimiento” que ella acaba de descubrir. Vale la pena invitarla a pensar en todo lo que se ha destruido, y en las variadas formas en que es posible resignificar un monumento a partir de las exigencias y las discusiones legítimas del presente.
Todo apunta a que se quiere conmemorar los 500 años echando mano del viejo método. El problema es que la historia no se sepulta. Lo que sí se borra es la memoria, que el Estado está obligado a preservar, y de cuya pérdida tendrá que hacerse responsable.
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