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jueves, 14 de julio de 2011

El amor y el sacrificio por nuestro amado profeta Muhammad (saws)

El amor y el sacrificio por nuestro amado profeta Muhammad (saws)
Corán & Sunna - 27/03/2007 11:09 - Autor: El amor y el sacrificio por nuestro amado profeta Muhammad (saws) - Fuente: Asoc. Civil Cultural Yerrahi para la Difusion del IslamVota:- Resultado 14 votos | Más... Etiquetas: amor, sacrificio, amado, profeta, muhammad, saws, maestro, escribio, cartas
Bismillahir Rahmanir Rahim
En el Nombre de Dios Clemente Misericordioso

Nuestro Maestro el Profeta les escribió cartas a los emperadores, reyes y jefes tribales de la época, invitándolos a la religión del Islam. Aquellos a quienes despachó esos mensajes, incluían al Emperador Bizantino Heraclio, al Shah de Irán, al Rey Muqawqis de Egipto, al gobernante de Yemen así como a tribus grandes y pequeñas. Algunos de los destinatarios aceptaron la carta y la invitación y enviaron una respuesta. Algunos condenaron a muerte a los embajadores del Mensajero. Otros consideraron que responder estaba por debajo de su dignidad e hicieron a un lado la carta sin prestarle ninguna atención. Y otros concibieron una enemistad hacia nuestro Maestro.

Aquellos que reaccionaron favorablemente mandaron enviados en respuesta a la invitación, aprendieron acerca del Islam y finalmente lo aceptaron.

Los Emperadores Heraclio de Bizancio y Muqawqis de Egipto acusaron recibo de las cartas y junto con sus respuestas le enviaron regalos a nuestro Maestro. El Shah de Irán condenó a muerte al embajador de nuestro Maestro y rompió la carta Profética, incurriendo consecuentemente en la ira de Dios. Así como hizo matar al enviado, lo matarían a él sus propios hijos y al poco tiempo su reino se vería hecho trizas igual que la carta.

Mientras tanto, una carta había sido escrita para un jefe llamado Habîb, dirigente de una de las tribus Árabes, invitándolo al Islam. Ese cruel tirano leyó la carta y sometió al enviado del Profeta a muchos malos tratos antes de enviarlo de regreso. “¡Saquen esa carta de mi vista!” gritó lleno de cólera furiosa, de modo que la pusieron con otros papeles en un cofre en el tesoro del palacio. Estaba destinada a permanecer allí intacta.

Ahora bien, este jefe tenía un hijo muy apuesto cuyo nombre era Khabbab. Sucedió que un día este joven entró a la tesorería de su padre para buscar unos documentos. Mientras Khabbab buscaba esos papeles en el cofre que habíamos mencionado, cayó en sus manos la carta de nuestro Maestro. La noble carta atrajo su atención de modo que la abrió y la leyó; mientras la leía, el fuego de la fe se apoderó de su ser entero. La luz del Islam se alzó en su corazón y envolvió todo su cuerpo. Porque en esa carta bendita estaba escrita la frase bendita y salvadora, el nombre de Dios que es la llave al Paraíso:

Lâ ilâha illâ-llâh — Muhammadun rasûlu-llâh
“No hay dios sino Allah — Muhammad es el Mensajero de Dios”.

El contenido de la carta llamaba inmediatamente la atención de cualquiera que se llamara a sí mismo un ser humano, mostrándole la verdad y la Realidad. Se dice que no hay dios sino Allah y que sólo Él merece la adoración y el reconocimiento. “¡Oh Gobernante! No hagas que la gente te adore como dios; no nos adoremos unos a otros como dioses”. La carta continuaba para demostrarle al fiel las formas de salvación en este mundo y en el Más Allá. Les recordaba a aquellos sin fe, la retribución que les esperaba en este mundo y en el próximo. Condenaba la tiranía, le urgía justicia al gobierno, proclamaba que todos los hombres eran los esclavos de Allah y que ninguna nación es superior a otra, y declaraba que son aquellos que temen a Allah los que son nobles ante Su vista. La carta estaba firmada “El esclavo de Allah y Mensajero, Muhammad”.

Khabbab leyó la carta una y otra vez. El afecto que empezó a sentir hacia su autor era de una intensidad inexpresable. A partir de ese día, Khabbab se tornó muy pensativo. Ni comía, ni bebía, ni dormía. ¿Quién era el Muhammad que había escrito esa carta? ¿Por qué había escrito para invitarlos a la religión del Islam? Aunque se refería a sí mismo como el esclavo de Allah y el Mensajero, no buscaba recompensa alguna de parte de ellos a cambio de esta invitación. Los estaba invitando a la salvación, a la prosperidad y la felicidad, mostrándoles cómo escapar a las desgracias en este mundo y a la vergüenza en el Más Allá. Los estaba convocando a acercarse a la Verdad y encontrar la Belleza Divina.

Khabbab iba a comentar la carta con su padre, pero su padre lo interrumpió diciendo: “Sí, llegó una carta semejante. El escritor declaró que nuestra religión y nuestros ídolos son falsos. Es un hechicero que quiere sembrar la discordia entre los árabes mediante el establecimiento de una nueva religión, alegando que esa religión del Islam es la única religión verdadera, no haciendo ninguna distinción entre rico y pobre y considerando al esclavo y al hombre libre como iguales. ¡Te cuidado hijo, no te dejes engañar por él! Alégrate y diviértete”.

Para el joven, sin embargo, lleno como estaba con la luz de LÂ ilÂha illÂ-llÂh y el amor de Muhammadun rasÛlu-llÂh, las palabras de su padre llegaron como una sorpresa. “Qué vergüenza padre” se dijo a sí mismo, “¿Cómo puedes calumniar tan descaradamente a este Heraldo de la Verdad que te invita a la salvación?” Habiendo leído el nombre del Mensajero de Dios, Muhammad, el joven empezó a amar a su bendita persona; noche y día le oraba silenciosamente a Allah: “Oh mi Allah, tú conoces mi corazón. He llegado a amar al Mensajero sin haber visto su rostro: Estoy listo para dar mi vida sin vacilar cuando llegue el momento. Muéstrame su belleza una sola vez. Luego, déjame morir. Ya no necesito ni trono ni poder”. Con su amor y afecto como única compañía, se dirigió a lugares apartados. Llorando, nunca dejó de mencionar el nombre del Mensajero Elegido, noche y día le suplicaba a su Señor. . .

El amor que sentía Khabbab se acrecentaba día a día. Sintió impaciencia por ver al Mensajero, por conocerlo, por alcanzar la belleza de su presencia. Sin embargo no era fácil. El Bienamado no aparece de inmediato. Es necesaria la perseverancia, es necesaria la paciencia. No hay ninguna rosa sin espinas. El que está dispuesto a tomar una rosa debe esperar que su dedo sienta el pinchazo de la espina. Una sensación que surgía dentro de él, un anhelo, este amor había empezado a derramarse de sus labios en palabras.

A ti te sacrifico mi vida, Muhammad,
En ambos mundos tú eres mi remedio, Muhammad,
Antes de verte, el amor me llenó de anhelo,
Lo sentí incluso entonces, mi Señor Muhammad,
Tu visión grabada para siempre en mi corazón,
No contemplo más que tu belleza, Muhammad,
Cuerpo y alma consumen este fuego del amor,
Prescribe la cura Oh Sabio Doctor, Muhammad,
Si por ti estoy todo destrozado en pedazos,
Que mi vida sea tu rescate, Oh Muhammad,
Estoy sediento de la unión del amor, cómo suspiro,
Si tan sólo oyeras mi clamor, Muhammad,
Pase lo que pase, si llegara a tu presencia,
Allí a tus pies me quedaría para siempre, Muhammad.

Estas palabras fueron en parte habladas y en parte sollozadas. Dejó de dormir por las noches y abandonó todas las ocupaciones y las compañías placenteras. Evitando a la gente, frecuentaba lugares alejados. Cuando su madre se dio cuenta de ese estado de cosas, le planteó el problema a su padre que reunió a su consejo y mandó llamar a Khabbâb. Cuando Khabbâb llegó, su padre lo abrazó y le besó los ojos. “¿Qué te ha sucedido, hijo?” preguntó. “¿Qué es este estado en el que te encuentras? Díselo a tu padre. Yo soy el Emperador, déjame ver qué puedo hacer. Déjame remediar lo que te está perturbando”.

A esto, el venerable Khabbâb respondió: “Mi querido padre, desde el día en que leí por primera vez esa carta he amado al Noble Muhammad. He abandonado tu falsa religión. He rechazado tus ídolos. Ahora he encontrado a Allah y he llegado a conocerlo. Soy el amante de Su Mensajero. Es posible que te enojes conmigo y me arrojes a la prisión, quizás me hagas torturar y me sentencies a muerte. Pero lo que sé es que no cambiaré de rumbo para salvar mi vida. Si no lo puedo ver realmente moriré. Oye y comprende. Me he convertido en un Musulmán. He llegado a creer en el Profeta final”. Luego pronunció el testimonio de la creencia, levantando su dedo índice y diciendo:

Ashhadu an lâ ilâha illâ-llâh wa-ashhadu anna Muhammadan rasûlu-llâh
“Atestiguo que no hay dios sino Dios y atestiguo que Muhammad es el Mensajero de Dios”.

Al oír esas palabras de su hijo, el padre saltó enfurecido, agarró a Khabbab, lo golpeó y lo arrojó al piso. Pisoteándolo como si fuera a patearlo hasta matarlo, juró por sus ídolos que a menos que renunciara a sus palabras, lo mataría. Todos los ministros le suplicaron a su jefe y le sacaron a Khabbab de las manos, salvándolo de una muerte certera. Luego se dirigieron a su jefe y dijeron: “Oh Príncipe, no seas tan duro con un hombre joven: Nosotros lo aconsejaremos y lo haremos regresar a nuestra religión”. A partir de ese día rodearon a Khabbab con jóvenes voluptuosas de ojos de gacela y lo urgieron a disfrutar los placeres de la vida. “¿Por qué entrar en una religión de la que no sabes nada? ¿Por qué abandonar nuestra religión? Recobra el sentido común y piensa. Estás renunciando a las bendiciones de aquí y ahora y poniendo tu fe en bendiciones futuras. No es que perderás tan sólo tu trono y tu corona. Tu padre te matará con sus propias manos. Perderás tanto poder. Mira estas hermosas esclavas, todas para ti; el trono, la corona son para ti”. Tal era su consejo y asesoramiento, pero todo lo que Khabbab decía era: “Prefiero ser un esclavo en la religión de Muhammad que ser un rey o un príncipe incrédulo”. Ni miraba a las hermosas jóvenes ni prestaba atención a sus consejos.

Seguía llorando: “Ah, Muhammad es el Mensajero de Dios. Ah, Dios es Uno. Su Mensajero es Ahmad”. Pasaron varios días de esa manera, luego un día el padre de Khabbab lo fue a ver. Viendo que todo los consejos habían fallado, otra vez pisoteó a Khabbab bajo sus pies con la intención de matarlo. Lo golpeaba incesantemente, pateándolo con sus pies malditos. La sangre fluía de la boca y la nariz de Khabbab, pero los únicos sonidos que salían de su boca eran estas palabras benditas:

Lâ ilâha illâ-llâh — Muhammadun rasûlu-llâh

El Príncipe desenvainó su daga, pero los ministros volvieron a intervenir justo cuando estaba por asestar el golpe mortal, diciendo: “Oh Príncipe, deja este asunto en nuestras manos. Como los consejos no han conseguido reformarlo, lo encerraremos durante un tiempo, lo asustaremos, lo torturaremos. Entonces quizás regrese a nuestra religión. No lo mates todavía”. Aunque el llanto de Khabbab habría conmovido a las montañas, ningún rastro de piedad apareció en el corazón de piedra de su cruel padre. “Oh Príncipe”, dijeron, “si la tortura y la prisión que le impondremos no lo pueden convencer, entonces lo puedes sentenciar a muerte”. Luego empezó la tortura. Primero hicieron azotar a Khabbab por los azotadores públicos y le hicieron pasar hambre. Luego le dieron pan demasiado salado y le negaron agua.

A pesar de esas torturas Khabbab no renunció a la religión del Islam. Por el contrario, su amor se acrecentó y aceptó agradecido las torturas como una bendición. Se consoló a sí mismo, diciendo: “Si no lo he visto, al menos estoy muriendo por él”.

Un día el Príncipe volvió con la idea de aconsejar a su hijo. Dijo: “Mira hijo, te has deshonrado a ti mismo y has hecho que la desgracia caiga sobre nosotros. Sentimos pena por ti. Esta es mi última palabra de consejo antes de entregarte al verdugo. Regresa a tu religión. Serás el jefe en mi lugar”.

Pero el venerable Khabbab respondió:
“¿Qué estás diciendo, padre? ¿Acaso voy a cambiar el Más Allá por este mundo? No cambiaré oro por hojalata. Soy el esclavo de Allah, Aquel que es Señor de Todos los Mundos. Soy el amante de Su Bienamado. Mi corazón está lleno de amor por él. No importa cuánto me castigues, aun cuando me inflijas un castigo mil veces peor que este, incluso si desmiembras mi cuerpo, jamás renunciaré a la religión del Islam”. Luego, siguió diciendo: “Cualquier castigo que me tengas reservado, inflígelo. Aquí está mi cabeza, mi espalda, mi cuerpo. Aquí estoy frente a ti. Sigue adelante, tu castigo no tiene ningún efecto sobre mí. El amor ha envuelto mi ser entero. Me he entregado en cuerpo y alma a su sendero. El fuego del amor se ha convertido en mi compañero. Aquellos que siguen al Señor Muhammad dan todo por su bien. ¡Oh padre! Quiebra tu orgullo. No te sientas avergonzado ante tu pueblo. Si tienes alguna inteligencia, ven al Islam. Me estás llamando a la incredulidad con el látigo, mientras yo te estoy llamando a la Verdad con mis propias dulces palabras”.

Su padre vio que era un caso sin remedio y que su hijo nunca entraría en razones, de modo que convocó a los verdugos y les dijo: “Tortúrenlo durante tres días y mátenlo al cuarto”. Se llevaron a ese venerable joven, lo pusieron a cargo de un hombre con un látigo y lo hicieron sacar agua bajo el sol. Lo forzaron a trabajar, azotándolo sin consideración por su cansancio y diciendo: “Rechaza a Muhammad. Adora a nuestros ídolos”. La sangre que corría de su boca, su nariz y su cabeza se le secó encima, pero ningún sonido pasó por sus labios excepto las palabras — lâ ilâha illâ-llâh. Aunque estaba sacando agua, ellos consideraron que un trago de ella era demasiado para él.

Finalmente, ya no quedó fuerza alguna en sus piernas, ni brillo en sus ojos. Tres días y tres noches pasaron así. A medida que se aproximaba la hora de la ejecución, al guardia que estaba de turno lo invadió una somnolencia tal, que aunque se lavó la cara y se pellizcó, encontró que le era prácticamente imposible mantenerse despierto. Habían atado a Khabbab con gruesas cadenas y tenía grilletes en manos y pies. Sus piernas estaban endebles y sus ojos apagados.

Además de todo eso, durante tres días le habían negado incluso el pan salado. El guardia se quedó dormido y qué sueño fue. . . “Ay de mí”, había dicho. “Que no me vaya a quedar dormido”. Pero Dios le había ordenado dormir. Ni siquiera se dio cuenta de eso. Mientras Khabbab seguía enrollando lentamente la polea del pozo, le hizo esta súplica a Dios: “Oh Señor, Tú eres Todo Capaz y Auto Subsistente. Tú ves la condición en la que me encuentro. Tú eres Aquel que remedia la aflicción. Mi agonía te es conocida. Ábreme los caminos que llevan a Tu Bienamado Muhammad. Muéstrame la belleza bendita de su rostro. Me enorgullezco de este dolor y tortura que sufrí en bien de mi religión. Si muero sin verlo con mis ojos mundanos, para mí será un tormento esperar a la Resurrección. Un momento de separación de él me parecen siglos. Allah Solucionador de Dificultades, te lo ruego, permíteme conocerlo”. Habiendo dicho esto, suspiró desde las profundidades de su ser.

Mientras el venerable Khabbab estaba haciendo este ruego, Allah, que le concede lo que desea a quien Él desea, le dijo a Gabriel: “Khabbab ha completado la prueba del amante. Ve y desata sus lazos. Haré que la historia de su afecto por Mi Bienamado y el sufrimiento que soportó por Mi bien y el suyo sea transmitida como un ejemplo a todos Mis siervos que alegan Amar. El momento del encuentro ha llegado. Que el amante se encuentre con su bienamado”. En ese instante las cadenas de Khabbab se disolvieron súbitamente. Las cadenas cayeron como polvo y los grilletes de sus manos y sus pies se abrieron solos. “¡Allah!”; exclamó y huyó del lugar. No sabía qué camino tomar. Pero huyó volando como un pájaro y exclamando: “Mi Maestro, Mi Bienamado Profeta!” Su lengua afirmó la Unidad de Dios. Cubrió un viaje de ochenta días en una sola noche, sin tocar el suelo, cabalgando el Corcel Milagroso del Amor hasta que entró a Medina la Iluminada.

Corrió hacia esa luz imperecedera. Cuando llegó a Medina la Iluminada, Amr, que Dios esté complacido con él, uno de los Compañeros del Mensajero, salió a recibirlo. Viendo a un joven llorando frente a él, lo abrazó y le preguntó la razón de sus lágrimas. Le pidió que explicara lo que lo perturbaba, diciendo: “¿Estás hambriento, joven? ¿Tienes sed? Permíteme darte pan y agua. Hijo, veo en ti las marcas de la fe”. Khabbab respondió: “No quiero comer ni beber. Hace tiempo que olvidé hacerlo, habiendo hecho del amor mi sustento”. Amr se dio cuenta de que este joven era un amante. “¿A quién está dirigido tu amor? Dime, hijo”, dijo. No sabiendo dónde estaba, Khabbab mantuvo su secreto para sí por temor a que le cayera encima una desgracia. Amr lo entendió y dijo: “Soy un Musulmán, la alabanza es para Dios. Si confías en mí por el bien de Muhammad, no divulgaré tu secreto a ningún alma”. Ante la presencia de semejante gracia divina, Khabbab entró inmediatamente en éxtasis.

Mientras tanto, Gabriel descendió hasta nuestro Maestro el Bienamado del Señor y dijo: “Oh Mensajero de Allah, te traigo saludos de la Verdad. Debes ir con tus Compañeros y darle la bienvenida a un amante que ha venido a conocerte. Por amor a ti su exterior se ha convertido en una ruina y su interior en un palacio. Ha sufrido muchas agonías en bien de la religión del Islam. Allah dice: ‘Le he concedido a Khabbab la recompensa por la paciencia de Job, la paz sea con él. Que Mi Bienamado lo salude y lo ponga contra su pecho. Lo amo por amar a Mi Bienamado”.

Cuando nuestro Maestro recibió estas buenas nuevas, fue con sus Compañeros a encontrarse con Khabbab. Amante y amado se unieron. Nuestro Maestro abrazó a Khabbab y lo apretó contra su pecho, diciendo: “Bienvenido fiel amante, hijo mío”. Cuando Khabbab quiso frotarse la cara en el polvo a los pies del Mensajero, éste le dijo bondadosamente: “Oh hijo mío, qué dificultades has soportado en la religión”. Cuando Khabbab les relató sus experiencias, nuestro Maestro y sus Compañeros derramaron lágrimas de sangre.

Sí, así es como los amantes logran la felicidad. Khabbab probó su amor, conoció al Mensajero de Allah en este mundo y estará con él en el Más Allá. Estamos juntos con aquellos que amamos.
Irshad, Sheikh Muzaffer Ozak al Yerrahi al Halveti
Capitulo 2 Pág. 73-78 Editora Yerrahi Argentina
Asoc. Civil Cultural Yerrahi para la Difusion del Islam
Orden Sufi Yerrahi al Halveti – Bs.As. Argentina

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