Bajo los adoquines, el burkini
La serpiente del verano de este año es hembra. Todas las que hemos tenido en estos meses de calor y ralentí informativo han sido invariablemente noticias sobre la mujer. Una serpiente de verano es eso, una información que, por la escasez de contenido en esta época del año, se acaba inflando hasta el paroxismo. De los Juegos Olímpicos de Río ya sacamos demasiadas culebras y con la prohibición del burkini, Francia se ha marcado el culebrón definitivo para despedirnos de la canícula estival.
En estas semanas febriles y neuróticas, una prenda de ropa femenina se ha convertido en cuestión de Estado en Francia. El terror ha hecho que un vestido llegue a las Cortes y traiga de cabeza a políticos y jueces de un país europeo, autoproclamado paladín de la libertad y la apertura de mente. Bajo los adoquines, la playa. Y en ella, mujeres tratadas como delincuentes y multadas con 500 euros por cubrir sus cuerpos en la orilla del Mediterráneo.
El miedo les ha reventado el mercurio a los franceses y han trasladado al Estado un debate que en Europa debería quedarse sin excepción en la opinión pública. La orquestada polémica del burkini no está en si atenta o no contra la libertad de la mujer. Desde nuestra torre de marfil deberíamos abominar sin ambages de esas prendas que las somete a los fanatismos, tiranías y caprichos de sus hombres. Sí, es cierto que esas cadenas se parecen a las que nuestras madres y abuelas rompieron tras la España de Bernarda Alba. Se parecen como un huevo a una castaña. La imposición del burka va mucho más allá de tener que guardar luto 20 años para evitar las habladurías. En sus países, mujeres mueren ejecutadas por no llevarlos, por no tapar hasta el último trozo de esa piel de vergüenza.
La lucha de la mujer mulsulmana por recuperar su libertad y su dignidad es una batalla que tendrán que librar ellas, no nosotros desde nuestra soberbia y condescendencia europea. No nosotros desde nuestra hipocresía. Las multamos mientras damos la espalda a los horrores de Siria, de Irán y de Afganistan. Las ayudamos con sanciones de 500 euros por su vestido, mientras cerramos los ojos ante el infierno de Alepo.
La prohibición del burkini durará, como todas las serpientes de verano, lo que tarde en llegar el otoño. Pero mientras tanto, la llaman liberación cuando quieren decir fobia, horror, pánico hacia lo que entendemos que su religión representa. Lanzar estas polémicas arbitrarias a una ciudadanía aterrorizada y herida como la francesa es de miserables. Por mucho aburrimiento que haya traído este agosto, avivar el miedo a costa de esas mujeres es deleznable. Y da mucho asco. Damos mucho asco juzgando, sentenciando y sermoneando desde nuestro sofá de cuatro plazas. Desde el temor les aleccionamos, mientras la abuela española corre sin aliento, cabizbaja, a la cocina a preparar la cena al marido. Vaya a ser que entre por la puerta y no le espere la mesa puesta.
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