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domingo, 4 de septiembre de 2016

Velo islámico, a debate nacional en Turquía

Velo islámico, a debate nacional en Turquía

El país intenta convertirse en una potencia mundial y, al mismo tiempo, retomar la influencia islámica

09/09/2013 02:56  JOSÉ CARREÑO FIGUERAS/ESPECIAL
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La burka.
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ANKARA, 9 de septiembre.– El gran debate político turco se mueve alrededor de un velo.
La idea es simbólica por supuesto. Pero el velo es quizá la prenda más visible de las tradicionales mujeres musulmanas, no importa su denominación. Algunas pueden ir al extremo, como la “burka” que predomina en las sociedades más conservadoras y cubre a muchas mujeres de pies a cabeza.
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O como en el caso de Turquía, ser el centro de una ley que algunos musulmanes, ellos y ellas, consideran parte de la discriminación o represión de que dicen han sido objeto desde la fundación del moderno estado turco.
La medida sigue en vigencia aún hoy, cuando el gobierno está a cargo de un régimen que favorece un acercamiento con el Islam, pero al mismo tiempo propone una política económica que bien podría ser calificada como neoliberal y que ha llevado a Turquía a una etapa de crecimiento formidable.
El acento islámico del gobierno del primer ministro Recep Tayyip Erdogan, que encabeza el nuevo despertar turco y aspira a colocar al país entre las diez mayores economías del mundo en diez años, provoca en lo internacional desconfianzas y señalamientos de “neo-otomanismo” –en referencia al Imperio Otomano desaparecido hace un siglo– y nerviosismo por el nuevo papel de los musulmanes en la sociedad turca.
Y en ese sentido el velo, la polémica en torno a él, tiene reverberaciones económicas y políticas en este país, con el consecuente impacto en su política internacional y lo que algunos llaman su política de restablecer al menos un grado de influencia turca en lo que hasta hace cien años eran provincias de su imperio.
Pero hoy ya no sería con jenízaros, los legendarios soldados-esclavos del Imperio Otomano, sino con el ejemplo de una economía pujante, actores y cultura; telenovelas en vez de cañones.
La realidad es que de acuerdo al menos con el censo, más de 97 por ciento de los turcos son musulmanes, en su mayoría de la rama sunita, mientras los “alevitas” serían 25 por ciento de la población. Hay también cristianos y judíos.
Pero también es cierto que como puede pasar en otros países con una religión dominante, basta con nacer aquí para que se le considere automáticamente como musulmán. Y si es practicante o no, importa poco.
El tema, sin embargo, es especialmente importante en Turquía por razones que van mucho mas allá de credos.
Oficialmente, éste es un país secular, como parte de una política histórica de modernización iniciada en 1923 por “Kemal Pashá” (el comandante Kemal), Kemal Mustafá Ataturk, el fundador de la Turquía moderna. Una política que llegó al detalle de prohibir el uso del fez, el tradicional sombrero de los turcos y años después se transformó en la prohibición de que mujeres musulmanas usaran velo.
Hoy, algunas musulmanas se quejan de que esa prohibición es una violación a sus derechos humanos y de hecho el propio primer ministro Recep Tayyip Erdogan, calificado como un islamista moderado proveniente de sectores tradicionalistas del país, ha hecho saber de su preferencia porque las mujeres –como su esposa e hija– usen el velo.
El que Erdogan haya denunciado la prohibición francesa al velo en las mujeres como una violación a sus derechos humanos al tiempo de tratar de intimidar a medios nacionales y extranjeros, junto con sus públicos diferendos con Israel –que a veces acompañó con señalamientos antisemíticos– contribuye a la impresión de islamismo.
Que en términos reales apenas fue a fines de 2012 cuando se levantó parcialmente una prohibición para que las mujeres puedan usar velo en escuelas donde se enseña religión no hace más fáciles las cosas. En un país donde el velo está prohibido para políticas y profesoras, para estudiantes universitarias y aún para visitantes de edificios públicos, lo que parece una gradual apertura hacia el uso de la prenda importa, y mucho, para el debate actual.
De entrada, Turquía es un país en plena expansión económica y aunque por lo pronto necesita crear 700 mil empleos anuales simplemente para mantenerse al ritmo de crecimiento demográfico, ya no puede darse el lujo de permitir que una parte tan importante de su población como las mujeres se quede al margen de la actividad productiva.
Sólo 29 por ciento de las mujeres turcas tiene empleo, en contraste con más de 70 por ciento de los hombres.
Paralelamente, está el tema de las fuerzas armadas en general y el ejército en particular, que desde hace casi 80 años y hasta hace apenas semanas, fueron los guardianes y garantes constitucionales de un estado laico, occidentalizante, en un país que al menos en el papel es abrumadoramente islámico.
En Turquía, sin embargo, la presencia militar en el estado turco llegó a ser tan fuerte, y a veces tan cuestionable, por décadas después de la fundación de la República y la muerte de “Ataturk”, que muchos turcos se volcaron hacia nuevas generaciones de activistas conservadores que presentaron al Islam como solución a los problemas del país, incluso el respeto a las libertades civiles y el desarrollo económico.
Esos activistas luchan contra lo que algunos medios llaman el “ataturquismo” simbolizado en partidos políticos hoy menores y en la tradicional política de modernización, occidentalización y separación de Estado y religión.
El cambio es visto como un ataque creciente contra la Constitución turca y un golpe de Estado en el fondo, si no en la forma.
El despertar político de los musulmanes se reflejó en los 90 sobre todo, y desde entonces la lucha entre secularistas pro-occidentales e islamistas es el eje de la política turca. Uno en que ambas partes se juegan percepciones e ideas de nación.
Para el presidente Abdullah Gul y Erdogan es un juego familiar. Como los más destacados dirigentes del Partido Justicia y Desarrollo (AKP, por sus siglas en turco), hoy el partido político dominante, están conscientes del encanto económico de su versión de islamismo, una versión que literalmente duplicó el Producto Nacional Bruto en menos de diez años y parece colocar al país en el umbral de una nueva época dorada en términos de influencia y riqueza.
Pero al mismo tiempo, el empuje del islamismo y las abiertas intenciones de Erdogan de prolongar su permanencia en el poder por lo menos diez años más –si logra una serie de cambios políticos– provocan intranquilidad y en alguna medida llevaron a que un incidente relativamente menor en la plaza Taksim de Estambul creciera al grado de convertirse en una batalla por el alma de Turquía.
En Taksim y su vecino parque Gezi, un área que cabría cómodamente en la Alameda Central de la Ciudad de México, una protesta de jóvenes y ecologistas contra el intento de destruir el parque para construir un centro comercial fue reprimida con tal exceso por la policía, que en lo inmediato se convirtió rápidamente en un choque entre grupos de vanguardia y un gobierno islamista.
El simbolismo era, y es, enorme. En lo doméstico, pasó a representar la lucha entre lo secular y religioso, lo modernizador y lo regresivo, demócrata y autoritario.
Y hace apenas cinco días un reporte interno de la policía turca consignó que hubo exceso de fuerza y abuso de autoridad.
Pero las definiciones no son exactamente precisas en un país como Turquía.
Erdogan es acusado de tener tendencias autoritarias, de no considerar la opinión de sus opositores o simplemente de ignorar la de aquellos que no son sus partidarios o sus votantes. De hecho, su gobierno es acusado de presionar a periodistas de grado y por fuerza: Turquía ocupa el lugar 154 en el índice de libertad de prensa y es fama que seguidores de Erdogan y su partido buscan comprar intereses en las empresas propietarias de medios como método de acallarlos.
Pero sus partidarios lo defienden con igual fuerza.
Para complicar más las cosas, el gobierno de Erdogan parece promover pequeños pasos, pero que sus detractores consideran como de gran alcance, para subrayar su carácter islámico.
La prohibición a tiendas de vender licor entre las 10 de la noche y las 6 de la mañana provocó ecos de retroceso, de iranización.  
Pero esos detalles incrementan su popularidad al menos entre los musulmanes, que lo ven como un líder de nuevo tipo. Que haya sido el único que se atrevió a denunciar la deposición del presidente egipcio Mohamed Mursi como un golpe de Estado, puso de relieve su situación, complicada además por su dura reacción a la guerra civil en Siria, donde exige la deposición del presidente Bashar
al-Assad.
El precio es que pese a su indiscutible carisma y evidentes logros, a estas alturas del juego Erdogan está enfrentando no sólo con el aparato político opositor, sino también con algunos de sus propios correligionarios, con sus vecinos y con las potencias extrarregionales.
“El fieramente secular segmento de la sociedad turca, en particular, es de la opinión que el rol de los militares como guardianes del carácter secular de la nación debe continuar para prevenir lo que perciben como la islamización del sistema del Estado bajo el gobierno conservador del AKP”, opinó Lale Kemal, una columnista del diario Zaman.
Y pese a lo que el gobierno quisiera, no hay posibilidad de poner un velo al debate.
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