‘A los estudiantes y a los profesores que se unieron al EI en Mosul hay que matarlos’
Recorrido por la devastada universidad de Mosul, donde los escombros y las trampas con explosivos son las huellas del paso del grupo Estado Islámico (EI).
Por Hugo Passarello Luna desde Mosul
Tres hombres uniformados y con fusiles Kaláshnikov caminan lentamente por calles sin gente y cubiertas de escombros. A cada lado hay edificios quemados o destruidos hasta los cimientos.
De uno de ellos se escucha un ruido de pasos sobre vidrios. Los tres uniformados se tensan, cargan sus fusiles y gritan “¡Salgan! ¡Salgan!”. “Es uno de los nuestros”, dice uno al ver que son miembros de otras milicias que, como nuestros tres uniformados, custodian el campus este de la universidad de Mosul, reconquistado por el ejército iraquí a mediados de enero luego de intensos combates que dejaron al sitio en ruinas.
“Es duro para mí ver la universidad así. Es difícil de entender”, dice Ahmed Alrashidi, presidente de la asociación de estudiantes y alumno en la facultad de veterinaria.
En la segunda universidad más grande Irak estudiaban alrededor de 45.000 estudiantes antes de la llegada del grupo yihadista Estado Islámico en junio 2014.
Hoy algunos de sus edificios fueron borrados del mapa por los bombardeos aéreos de la coalición que lidera Estados Unidos y varios otros incendiados por los yihadistas. Algunos de los que todavía siguen en pie esconden en su interior decenas de trampas explosivas dejadas por los combatientes del EI en su retirada hacia el oeste de Mosul, área todavía bajo control yihadista y donde hay otra sección de la universidad.
“Ahí está”, dice Ahmed al ver la biblioteca central de la universidad. En 2015 los yihadistas la incendiaron con sus más de 7 millones libros.
“Es la primera vez que la veo”, dice Ahmed que vuelve al campus luego de más de dos años de exilio en Erbil, la capital de la región autónoma del Kurdistán iraquí, a 85 kilómetros al este de Mosul.
Si no fuera porque todo el campus está en silencio, nadie habría escuchado los sollozos que Marwan, uno de los tres milicianos que acompañan a Ahmed, intenta callar. “No soy estudiante. Pero me siento triste por los estudiantes y los profesores”, dice Marwan, nacido y criado en Mosul. “Estoy orgulloso de protegerla”.
El campus y sus alrededores sigue siendo un área muy peligrosa para que los expertos en explosivos puedan venir a desminarlo.Foto: Hugo Passarello Luna/RFI
El ejército iraquí dejó el campus en manos de las milicias y prepara sus soldados para la segunda fase de la operación: cruzar el Tigris, que divide la ciudad en dos, y recuperar la zona oeste, desde dónde acechan los yihadistas y donde viven más de 750.000 civiles.
“Los yihadistas decían que estos libros eran heréticos, pero acá hay un ejemplar islámico”, dice Ahmed mientras levanta un libro deshojado de la escalinata de la entrada a la biblioteca.
Una fuerte explosión lo interrumpe. El campus está a sólo cuatro kilómetros del frente, a orillas del Tigris, y al alcance de los morteros que lanzan los yihadistas. Otra explosión le sigue, pero sale de la boca de un cañón de las fuerzas iraquíes, instalado en las cercanías, y que hace temblar el suelo cuando responde a los yihadistas.
“Ahora todo es cenizas”, continúa Ahmed mientras mete la mano en una montaña de cenizas de lo que antes fuera el orgullo de la universidad.
Ninguno de los milicianos osó entrar a la biblioteca porque temen que haya sido cargada de bombas. Gran parte de las instalaciones de la universidad fue minada con explosivos improvisados, una especialidad de los yihadistas, como es el caso del edificio del departamento de geología.
“Cuidado con el primer escalón”, dice un miliciano mostrando una madera que, camuflada entre los escombros, cubre una mina. El final de la escalera también esconde otro explosivo adosado a la baranda. Al pasillo del primer piso no le faltan sorpresas tampoco. Si no fuera porque la luz del sol entra por una pequeña ventana en un ángulo preciso ni el más precavido habría notado el delgado hilo transparente que cruza, bien tenso, el pasillo a un metro y medio del suelo.
Las trampas explosivas obligan a tener mucha precaución.Foto: Hugo Passarello Luna/RFI
“Ahí está el explosivo”, dice Adnan, un miliciano, que se agacha y ve por la ranura de una puerta apenas entreabierta una montaña de baldes cargadas con explosivos.
Desde afuera llega el ruido de un nuevo estallido seguido por gritos llamando a los milicianos. Un dron del Estado Islámico acaba de lanzar una granada a cien metros, justo fuera del campus, e hirió a un civil. El campus y sus alrededores sigue siendo un área muy peligrosa para que los expertos en explosivos puedan venir a desminarlo.
Detrás del vidrio del acuario de la universidad ya no quedan ni agua ni peces. Fueron reemplazados por pilas de proyectiles de morteros. Aprovechando los materiales químicos de la universidad, el EI convirtió el campus en una fábrica de bombas. El califato se mantendrá con sangre, advierte un grafiti que los yihadistas dejaron escrito en uno de los vidrios antes de escapar al lado oeste de la ciudad.
Hace dos años, quienes escapaban eran los universitarios.
“Más de 15.000 estudiantes pudieron continuar sus estudios en Kirkuk y Dohuk”, dice el presidente de la universidad Obay Aldewachi sentado en un café en Erbil. El gobierno del Kurdistán iraquí, donde encontraron refugio cientos de miles de desplazados, ofreció espacios en dos de sus ciudades para que la universidad siga funcionando, explica Obay con voz pausada y con dificultades para articular. “Los otros estudiantes siguen en Mosul. Algunos son muy pobres y no pueden pagar el alojamiento y el transporte acá. Perdieron tres años y tendrán que esperar”.
Por razones de seguridad Obay todavía no puso un pie en la universidad desde 2014 cuando tuvo que escapar dejando todo atrás, como muchos mosulíes. “Antes de poder estudiar necesitas seguridad. Sin ella no puedes hacer nada”, dice Obay a quién el EI le quemó su casa en Mosul en represalia por su posición en la universidad.
“Varios profesores y estudiantes fueron asesinados por el EI”, dice Obay. “A mí también me dispararon ¿Por qué cree que hablo así?” y explica que una bala le atravesó la boca de derecha a izquierda en un ataque en 2011, antes que los islamistas se agruparan bajo la nueva organización llamada EI.
Pero si muchos universitarios fueron víctimas de los yihadistas, otros simpatizaron con ellos. Ahmed menciona los casos de 14 alumnos de medicina y amigos suyos que se unieron a las filas del EI, como también siete de sus profesores de la facultad de veterinaria.
“A los estudiantes y a los profesores que se unieron al EI hay que matarlos. No hay otra solución para ellos. Si no los matamos ahora, ellos nos matarán luego”, dice Ahmed. “El arrepentimiento no es suficiente.”
Todavía no hay fecha para la reapertura de la universidad y Obay estima en millones el costo para reconstruirla. Mientras tanto en el pueblo de Bartella, a 15 kilómetros de Mosul, en el edificio de un colegio privado, las autoridades abrieron una nueva sede. De a poco, los académicos y estudiantes que durante más de dos años quedaron atrapados en el este de la ciudad se van acercando para recuperar el tiempo perdido.
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