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domingo, 24 de febrero de 2013

Orientalismo (fragmentos)

Orientalismo (fragmentos)

02/10/2003 - Autor: Edward Said - Fuente: Webislam
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Edward Said
Edward Said
Definición (pág 19-22)
Al contrario que los americanos, los franceses y británicos —y en menor medida los alemanes, rusos, españoles, portugueses, italianos y suizos— han tenido una larga tradición en lo que llamaré orientalismo, que es un modo de relacionarse con Oriente basado en el lugar especial que éste ocupa en la experiencia de Europa occidental. Oriente no es sólo el vecino inmediato de Europa, es también la región en la que Europa ha creado sus colonias más grandes, ricas y antiguas, es la fuente de sus civilizaciones y sus lenguas, su contrincante cultural y una de sus imágenes más profundas y repetidas de Lo Otro. Además, Oriente ha servido para que Europa (u Occidente) se defina en contraposición a su imagen, su idea, su personalidad y su experiencia. Sin embargo, nada de este Oriente es puramente imaginario. Oriente es una parte integrante de la civilización y de la cultura material europea. El orientalismo expresa y representa, desde un punto de vista cultural e incluso ideológico, esa parte como un modo de discurso que se apoya en unas instituciones, un vocabulario, unas enseñanzas, unas imágenes, unas doctrinas e incluso unas burocracias y estilos coloniales. En contraposición, el conocimiento que América tiene de Oriente parece considerablemente menos denso; sin embargo, nuestras aventuras japonesa, coreana e indochina probablemente estén creando ahora una concienciación de lo “oriental” más seria y realista. Por otra parte, la creciente expansión política y económica de Estados Unidos en Oriente Próximo (Oriente Medio) ha influido decisivamente en nuestro conocimiento de esta región.
Es evidente (y a lo largo de las páginas siguientes lo será aún más) que cuando hablo de orientalismo me refiero a bastantes cosas, todas ellas, en mi opinión, dependientes entre sí. En general, la acepción de orientalismo más admitida es la académica, y esta etiqueta sirve para designar un gran número de instituciones de este tipo. Alguien que enseñe, escriba o investigue sobre Oriente —y esto es válido para un antropólogo, un sociólogo, un historiador o un filólogo— tanto en sus aspectos específicos como generales, es un orientalista, y lo que él —o ella— hace, orientalismo. Si lo comparamos con los términos estudios orientales o estudios de áreas culturales (area studies), el de Orientalismo es el que actualmente menos prefieren los especialistas, porque resulta demasiado vago y recuerda la actitud autoritaria y despótica del colonialismo del siglo XIX y principios del XX. Sin embargo, se han escrito muchos libros y se han celebrado muchos congresos con “Oriente” como tema central y con el orientalismo, con su nueva o vieja apariencia, como principal autoridad. La realidad es que, aunque ya no sea lo que en otro tiempo fue, el orientalismo sigue presente en el mundo académico a través de sus doctrinas y tesis sobre Oriente y lo oriental.
En cuanto a esta tradición académica, cuyos destinos, transmigraciones, especializaciones y transmisiones que son, en parte, el objeto de este estudio, existe un significado más general del término Orientalismo. Es un estilo de pensamiento que se basa en la distinción ontológica y epistemológica que se establece entre Oriente y —la mayor parte de las veces— Occidente. Así pues, una gran cantidad de escritores —entre ellos, poetas, novelistas, filósofos, políticos, economistas y administradores del Imperio— han aceptado esta diferencia básica entre Oriente y Occidente como punto de partida para elaborar teorías, epopeyas, novelas, descripciones sociales e informes políticos relacionados con Oriente, sus gentes, sus costumbres, su “mentalidad”, su destino, etc. Este tipo de orientalismo se puede encontrar en Esquilo, Víctor Hugo, Dante y Carlos Marx. Más adelante, en esta introducción, trataré de los problemas metodológicos que se plantean al estudiar un tema tan vasto como éste.
Siempre se ha producido un intercambio entre el mundo académico y el más o menos imaginativo del orientalismo, pero desde los últimos años del siglo XVIII la comunicación entre los dos ha sido considerable y bastante disciplinada —quizá incluso regulada—. Con esto, llego al tercer significado de orientalismo, que se define de una manera más histórica y material que los otros dos. Si tomamos como punto de partida aproximado el final del siglo XVII, el orientalismo se puede describir y analizar como una institución colectiva que se relaciona con Oriente, relación que consiste en hacer declaraciones sobre él, adoptar posturas con respecto a él, describirlo, enseñarlo, colonizarlo y decidir sobre él; en resumen, el orientalismo es un estilo occidental que pretende dominar, reestructurar y tener autoridad sobre Oriente. Para definir el orientalismo me parece útil emplear la noción de discurso que Michel Foucault describe en La arqueología del saber y en Vigilar y castigar. Creo que si no se examina el orientalismo como un discurso, posiblemente no se comprenda esta disciplina tan sistemática a través de la cual la cultura europea ha sido capaz de manipular —e incluso dirigir Oriente desde un punto de vista político, sociológico, militar, ideológico, científico e imaginario a partir del periodo posterior a la Ilustración. Por otro lado, el orientalismo mantiene una posición de autoridad tal, que no creo que nadie que escriba, piense o haga algo relacionado con Oriente sea capaz de hacerlo sin darse cuenta de las limitaciones de pensamiento y acción que el orientalismo impone. En pocas palabras, que por cusa del Orientalismo, Oriente no fue (y no es) un tema sobre el que se tenga libertad de pensamiento o acción. Esto no significa que el orientalismo tenga que determinar unilateralmente lo que se puede decir sobre Oriente, pero sí que constituye una completa red de intereses que inevitablemente se aplica (y, por tanto, siempre está implicada) en cualquier ocasión en que esa particular entidad que es Oriente se plantea. ¿Cómo ocurre este proceso? Eso es lo que este libro intenta exponer. También pretende demostrar cómo la cultura europea adquirió fuerza e identidad al ensalzarse a sí misma en detrimento de Oriente, al que consideraba una forma inferior y rechazable de sí misma.
Preguntas (pág 35)
El tipo de cuestiones que el orientalismo plantea, por tanto, son las siguientes: ¿qué tipo de energías intelectuales, estéticas y culturales participaron en la elaboración de una tradición imperialista como la orientalista? ¿Cómo la filología, la lexicografía, la historia, la biología, las teorías políticas y económicas, la narrativa y la poesía lírica se pusieron al servicio de una visión del mundo tan imperialista como la orientalista? ¿Qué cambios, modulaciones, refinamientos e incluso revoluciones sufrió el orientalismo? ¿Qué significado adquieren en este contexto la originalidad, la continuidad y la individualidad? ¿Cómo se transmite o reproduce el orientalismo de una época a otra? En fin, ¿cómo podemos estudiar el fenómeno cultural e histórico del orientalismo considerándolo como una obra humana voluntaria —y no como una especie de razonamiento en el vacío—, con toda su complejidad histórica y con todo su detalle y valor, sin, al mismo tiempo, perder de vista la alianza entre la acción cultural, las tendencias políticas, el Estado y las realidades específicas de dominación? Un estudio guiado por estas preocupaciones puede abordar, de modo responsable, cuestiones políticas y culturales. Pero esto no significa que este estudio establezca una regla inmutable sobre las relaciones entre conocimiento y política. Mi tesis es que toda investigación humanística debe establecer la naturaleza de esta relación en el contexto específico de su estudio, de su tema y de sus circunstancias históricas.
Motivos (pág. 48-49)
Uno de los aspectos que el mundo electrónico postmoderno ha traído consigo es el reforzamiento de los estereotipos a través de los cuales se observa Oriente; la televisión, las películas y todos los recursos de los medios de comunicación han contribuido a que la información utilice moldes cada vez más estandarizados. En lo que se refiere a Oriente, la estandarización y la formación de estereotipos culturales han reforzado el mantenimiento de la demonología del “misterioso Oriente” que en el siglo XIX era dominio del mundo académico y del de la imaginación. Todo esto resulta mucho más evidente si analizamos el modo en que se intenta comprender el Oriente Próximo. Tres factores han contribuido a que cualquier percepción —incluso la más simple— de los árabes y del islam se convierta en un asunto muy politizado y casi desagradable: a) la historia de prejuicios populares antiárabes y antiislámicos en Occidente que se refleja de una manera inmediata en la historia del orientalismo; b) la lucha entre los árabes y el sionismo israelí y sus efectos en los judíos americanos, en la cultura liberal y en la mayoría de la población; c) la ausencia casi total de una predisposición cultural que posibilite una identificación con los árabes y el islam y una discusión desapasionada sobre ellos. No es necesario decir que, como Oriente Próximo se identifica con la política de las grandes potencias, la economía del petróleo y la dicotomía simplista que califica a Israel de libre y democrático y a los árabes de diabólicos, totalitarios y terroristas, las oportunidades de saber claramente de qué se habla cuando se habla de Oriente Próximo son muy pequeñas, lo que no deja de ser deprimente. Una de las razones que me ha empujado a escribir este libro es mi propia experiencia personal. La vida de un palestino árabe en Occidente, particularmente en Estados Unidos, es descorazonadora. Existe en este país el consenso casi unánime de que políticamente no existe y si se le permite existir es como un estorbo o como un oriental. La red de racismo, de estereotipos culturales, de imperialismo político y de ideología deshumanizada que se cierne sobre el árabe o el musulmán es realmente sólida, y todo palestino ha llegado a sentirla como un castigo que le ha reservado el destino; pero todavía le resulta más duro constatar que en Estados Unidos ninguna persona académicamente comprometida con Oriente Próximo —es decir, ningún orientalista— se ha identificado jamás, desde un punto de vista cultural y político, sinceramente con los árabes; es verdad que ha habido identificaciones en determinadas áreas, pero nunca han adoptado la forma “aceptable” de la identificación americana liberal con el sionismo, y todas, también con demasiada frecuencia, han tenido el defecto de estar asociadas a intereses políticos y económicos desacreditados (por ejemplo, los arabistas de las compañías de petróleo y del Departamento de Estado) o a la religión.
El nexo entre conocimiento y poder que crea “al oriental” y que en cierto sentido lo elimina como ser humano para mí no es una cuestión exclusivamente académica, es una cuestión intelectual de una importancia evidente. He podido valerme de mis preocupaciones humanísticas y políticas para analizar y describir una materia muy concreta, el nacimiento, desarrollo y consolidación del orientalismo. Con demasiada frecuencia, se presupone que la literatura y la cultura son inocentes política e históricamente. Yo siempre he creído lo contrario, y este estudio de orientalismo me ha convencido (y espero que les suceda lo mismo a mis colegas literarios) de que la sociedad y la cultura literaria sólo se pueden comprender y estudiar juntas. Además, y por una lógica casi ineludible, he acabado escribiendo una historia vinculada de manera secreta y misteriosa al antisemitismo occidental. Este antisemitismo y el orientalismo en su rama islámica se parecen mucho; esto es una verdad histórica, cultural y política con una ironía implícita que cualquier palestino captará inmediatamente. Pero también me gustaría haber contribuido a mejorar el conocimiento del modo en que la dominación cultural ha actuado. Si esto fomenta un nuevo tipo de relación con Oriente, —de hecho, si elimina “Oriente” y “Occidente” totalmente—, habremos avanzado algo en el proceso de lo que Raymond Williams ha llamado el “desaprehendimiento del espíritu inherente de dominación”.
Fuerza cultural (pág 64-65)
La fuerza cultural no es un concepto del que podamos tratar fácilmente, pero uno de los propósitos de este libro es enfocar y analizar el orientalismo como un ejercicio de fuerza cultural y reflexionar sobre ello. En otras palabras, es mejor no aventurar generalizaciones sobre una noción tan vaga, aunque tan importante, como la de fuerza cultural, mientras no se haya analizado primero una gran cantidad de material. Para empezar, puede decirse que Occidente, durante los siglos XIX y XX, asumió que Oriente —y todo lo que en él había—, si bien no era manifiestamente inferior a Occidente, sí necesitaba ser estudiado y rectificado por él. Oriente se examinaba enmarcado en un aula, un tribunal, una prisión o un manual ilustrado, y el orientalismo era, por tanto, una ciencia sobre Oriente que situaba los asuntos orientales en una clase, un tribunal, una prisión o un manual para analizarlos, estudiarlos, juzgarlos, corregidos y gobernarlos.
Durante los primeros años del siglo XX, hombres como Balfour y Cromer pudieron decir lo que dijeron y de la manera en que lo dijeron porque una tradición de orientalismo que se remontaba a un periodo anterior al siglo XIX les había proporcionado un vocabulario, unas imágenes, una retórica y unas figuras con las que decido. Pero el orientalismo reforzó y —fue reforzado por— la certidumbre de que Europa, u Occidente, dominaba literalmente la mayor parte de la superficie de la Tierra. El periodo en el que se produjo el gran progreso de las instituciones y del contenido del orientalismo coincidió exactamente con el periodo de mayor expansión europea; desde 1815 a 1914 el dominio colonial europeo directo o indirecto se amplió desde más o menos un 35 por 100 de la superficie de la Tierra hasta un 85 por 100. Todos los continentes resultaron afectados, pero, sobre todo, África y Asia. Los dos grandes imperios eran el británico y el francés, aliados y socios en algunos momentos y hostiles rivales en otros. En Oriente, desde las costas orientales del Mediterráneo hasta Indochina y Malaya, sus posesiones coloniales y sus esferas de influencia imperial eran colindantes, frecuentemente rozaban entre sí, y, a menudo, habían sido objeto de sus disputas. Pero fue en Oriente Próximo, en las tierras del Oriente Próximo árabe en las que se supone que el Islam define las características culturales y étnicas, donde británicos y franceses se enfrentaron entre sí y con “Oriente” de una manera más intensa, familiar y compleja. Durante la mayor parte del siglo XIX, como lord Salisbury señaló en 1881, sus perspectivas comunes sobre Oriente crearon complicados problemas: “Cuando cuentas con un fiel aliado, resuelto a entrometerse en un país en el que tú estás profundamente interesado, tienes tres caminos abiertos ante ti: puedes renunciar a él, monopolizarlo, o compartido. Renunciar él habría supuesto permitir que los franceses se interpusieran en nuestra ruta hacia la India, monopolizarlo habría significado un riesgo importante de guerra; por tanto, resolvimos compartir”.
Y, en efecto, compartieron; cómo lo hicieron es lo que vamos a ver ahora. Lo que compartieron no fue sólo la tierra, los beneficios y la soberanía, fue también esa especie de poder intelectual que yo he denominado orientalismo, y que, en cierto sentido, constituyó la biblioteca o archivo de las informaciones que fueron en común e incluso al unísono adquiridas. Lo que mantuvo el archivo unido fue un parentesco ideológico y un conjunto unificador de valores que habían demostrado su eficacia de diferentes maneras. Estas ideas explicaban el comportamiento de los orientales, les proporcionaban una mentalidad, una genealogía, una atmósfera y, lo más importante, permitían a los europeos tratarlos e incluso considerarlos como un fenómeno con unas características regulares. Pero, como cualquier conjunto de ideas, las nociones orientalistas influyeron en aquellos a los que se denominaba orientales, así como en los llamados occidentales o europeos. En resumen, el orientalismo se puede comprender mejor si se analiza como un conjunto de represiones y limitaciones mentales más que como una simple doctrina positiva. Si la esencia del orientalismo es la distinción incuestionable entre la superioridad occidental y la inferioridad oriental, debemos estar dispuestos a observar cómo el orientalismo, a través de su evolución y de su historia subsecuente, profundizó e incluso agudizó la distinción. Cuando durante el siglo XIX se hizo práctica común que Gran Bretaña retirara a sus administradores de la India y de cualquier otro lugar una vez que hubieran llegado a los cincuenta y cinco años de edad, el orientalismo alcanzó un refinamiento complementario: ningún oriental tendría la posibilidad de ver a un occidental envejecer y degenerarse, y de igual modo, ningún occidental necesitaría reflejarse en los ojos de la raza sometida, a no ser que fuera para verse como un joven representante del Raj (la soberanía), vigoroso, racional y siempre alerta.
El islam controlado (pág. 84-85)
Consideramos ahora cómo Oriente y en particular el Oriente Próximo, desde su antigüedad se conocía en Occidente como su opositor complementario. Se conocía la Biblia y la ascensión del cristianismo; se sabía de algunos viajeros que habían trazado las rutas del comercio y construido un sistema regulado de intercambios comerciales, como Marco Polo y después de él Lodovico di Varthema y Pietro della Valle; se conocía a ciertos fabulistas, como Mandeville; se conocían los terribles movimientos orientales de conquista, principalmente el islam, y las peregrinaciones militantes, sobre todo las Cruzadas. Todo junto dio lugar a un archivo con una estructura interna que se construyó a partir de la literatura relacionada con estas experiencias y de la que proviene un número restringido de géneros típicos: el viaje, la historia, la fábula, el estereotipo y la confrontación polémica. Estas lentes a través de las cuales se observa Oriente modelan el lenguaje, la percepción y la forma del contacto entre el Este y el Oeste. Lo que da una cierta unidad a estos contactos tan numerosos es la oscilación de la que he hablado antes. Lo que es evidentemente extraño y lejano adquiere, por una u otra razón, la categoría de algo más familiar. Se tiende a dejar de juzgar las cosas porque sean completamente extrañas o completamente conocidas; una nueva categoría media surge, una categoría que permite ver realidades nuevas, realidades que se ven por primera vez como versiones de una realidad previamente conocida. En esencia, una categoría así no es una manera de recibir nueva información, sino un método para controlar lo que parece ser una amenaza para la perspectiva tradicional del mundo. Si la mente de pronto debe tratar con lo que considera una forma de vida radicalmente nueva (como el islam aparecido en Europa en la alta Edad Media), la respuesta, por regla general, es conservadora y defensiva. Se considera que el Islam es una versión nueva y fraudulenta de alguna experiencia previa, en este caso, del cristianismo. La amenaza es sofocada, los valores familiares se imponen y al final la mente reduce la presión que se ejerce sobre ella adaptando las cosas a su medida, considerándolas “originales” o “repetitivas”. El islam, por tanto, es “manejado”: se controla su novedad y su sugestividad de manera que sea posible hacer discriminaciones relativamente matizadas que habrían sido imposibles si la cruda novedad del islam no hubiera sido tratada. La idea de Oriente en toda su extensión, por tanto, oscila en la mente occidental entre el menosprecio hacia lo que es familiar y el estremecimiento de placer —o temor— hacia la novedad.
Ario/ semita (pág. 128-129)
Desde las últimas décadas del siglo XVIII y durante al menos un siglo y medio, Gran Bretaña y Francia dominaron la disciplina del orientalismo. Los grandes descubrimientos filológicos hechos en gramática comparada por Jones, Franz Bopp, Jakob Grimm y otros se debieron a unos manuscritos llevados de Oriente a París y Londres. Casi sin excepción, todo orientalista comenzó su carrera como filólogo, y la revolución en la filología que produjeron los estudios de Bopp, Sacy, Bumouf y sus discípulos creó una ciencia comparada basada en la hipótesis de que las lenguas pertenecen a familias, entre las cuales la indoeuropea y la semítica destacan como dos ejemplos importantes. Desde sus comienzos, pues, el orientalismo presentó dos características: primero, una conciencia científica de reciente invención basada en la importancia lingüística de Oriente para Europa y segundo, una propensión a dividir, subdividir y volver a dividir sus temas sin cambiar nunca de opinión sobre Oriente, que siempre era el mismo objeto invariable, uniforme y radicalmente específico.
Friedrich Schlegel, que aprendió sánscrito en París, ilustra estas dos características. Aunque en el momento en que publicó su Überdie Sprache und Weisheit der Indier en 1808, Schlegel había renunciado prácticamente al orientalismo, todavía mantenía que el sánscrito y el persa por un lado y el griego y el alemán por otro tenían más afinidades entre sí que con las lenguas semíticas, chinas, americanas o africanas; además, la familia indoeuropea, desde un punto de vista estético, era simple y satisfactoria, características que no tenía la semítica. Este tipo de abstracciones no generó problemas para Schlegel, quien a lo largo de su vida estuvo fascinado por las naciones, las razas, las mentalidades y los pueblos como temas de los cuales se podía hablar con pasión (dentro de la perspectiva siempre debilitante del populismo esbozado primero por Herder). Pero Schlegel no habló nunca del Oriente vivo y contemporáneo. Cuando dijo en 1800: “Es en Oriente donde debemos buscar el romanticismo más elevado”, se refería al Oriente de Sakuntala, del zendoavéstico y de los Upanishads. En cuanto a los semitas, como su lengua era aglutinante, no estética y mecánica, eran diferentes, inferiores y retrasados. Las conferencias de Schlegel sobre lengua, vida, historia y literatura están llenas de estas discriminaciones que hizo sin la menor restricción. El hebreo, dijo, fue creado para servir de vehículo a la expresión profética y a la adivinación; los musulmanes, sin embargo, se han adherido a un “teísmo muerto y vacío, a una fe unitaria puramente negativa”.
En gran medida, el racismo contenido en las críticas de Schlegel sobre los semitas y los demás orientales “inferiores” fue muy corriente en la cultura europea. Pero nunca, excepto quizá más tarde en el siglo XIX entre los antropólogos darwinistas y los frenólogos, había sido la base de una materia científica como fue el caso de la lingüística comparada o la filología. La lengua y la raza parecían intrínsecamente aliadas, y el “buen” Oriente se situaba invariablemente en un periodo clásico, en algún lugar de la India de hacía tiempo, mientras que el “mal” Oriente se relegaba al Asia de hoy, a algunas partes del norte de África y al islam donde quiera que estuviera presente. Los “arios” estaban encerrados en Europa y en el Oriente antiguo, como lo ha demostrado Léon Poliakov (sin señalar; sin embargo, que los “semitas” no eran sólo los judíos sino también los musulmanes); el mito ario dominó la antropología histórica y cultural a costa de los pueblos “inferiores”:
Sexualidad oriental (pág. 232)
En todas sus novelas Flaubert asocia Oriente con el escapismo de la fantasía sexual. Emma Bovary y Frédéric Moreau suspiran por lo que no tienen en sus vidas burguesas apagadas (o atormentadas) y lo que desean conscientemente les llega al final en sus ensueños envuelto en modelos orientales: harenes, princesas, esclavos, velos, bailarinas y bailarines, sorbetes, ungüentos etc. Este repertorio es familiar, no tanto porque nos recuerda los propios viajes de Flaubert y sus obsesiones con respecto a Oriente, sino porque una vez más se hace una clara asociación entre Oriente y la licencia sexual. Podemos reconocer también que en la Europa del siglo XIX, con su creciente embourgeoisement, la sexualidad estaba institucionalizada hasta un grado considerable. Por un lado, no existía nada parecido a la sexualidad libre y, por otro, la sexualidad en la sociedad implicaba un tejido de obligaciones legales, morales, políticas e incluso económicas que eran bastante meticulosas y ciertamente molestas. Del mismo modo que las diferentes posesiones coloniales eran útiles —además de por sus beneficios económicos para la Europa metropolitana— para enviar allí a los hijos rebeldes, a la población excedente de delincuentes, a los pobres y a otros indeseables, Oriente era un lugar donde se podía buscar una experiencia sexual que resultaba inaccesible en Europa. Ningún escritor europeo que escribiera o viajara a Oriente después de 1800 estuvo dispensado de esta búsqueda: Flaubert, Nerval, “Dirty Dick” Burton y Lane son los más notables. Ya en el siglo XX, uno piensa en Gide, Conrad, Maugham y muchos más. Lo que buscaban con frecuencia, creo que correctamente, era una sexualidad de diferente clase, quizá más libertina y menos cargada de pecado; pero incluso esta búsqueda, si era repetida por mucha gente, podía llegar a ser tan regulada y uniforme como el mismo saber (y eso es lo que pasó). Con el tiempo, “la sexualidad oriental” se convirtió en una mercancía tan normalizada como cualquier otra en la cultura de masas, con el resultado de que los lectores y escritores podían obtenerla si lo deseaban sin necesidad de ir a Oriente.
Política (pág. 245-246)
Oriente tal y como aparece en el orientalismo es, por tanto, un sistema de representaciones delimitado por toda una serie de fuerzas que sitúan a Oriente dentro de la ciencia y de la conciencia occidentales y, más tarde, dentro del imperio occidental. Si esta definición de orientalismo parece, sobre todo, política, es simplemente porque considero que el orientalismo es en sí mismo el producto de ciertas fuerzas y actividades de carácter político. El orientalismo es una escuela de interpretación cuyo material es Oriente, sus civilizaciones, sus pueblos y sus regiones. Sus descubrimientos objetivos —la obra de numerosos eruditos consagrados que editaron y tradujeron textos, codificaron gramáticas, escribieron diccionarios, reconstruyeron épocas pasadas y produjeron un saber verificable en un sentido positivista— están, y siempre han estado, condicionados por el hecho de que sus verdades, como cualquier otra verdad transmitida por medio del lenguaje, están materializadas en el lenguaje, y la esencia del lenguaje —como dijo Nietzsche— es ser:
un ejército móvil de metáforas, metonimias, antropomorfismos, en pocas palabras, una suma de relaciones humanas que han sido aumentadas, traspuestas y embellecidas por la poética y la retórica, y que, después de ser usadas durante un largo tiempo, parecen firmes, canónicas y obligatorias para la gente: las verdades son ilusiones de las que se ha olvidado que lo son.
Tal vez una visión como la de Nietzsche nos sorprenderá por ser demasiado nihilista, pero al menos llama la atención sobre el hecho de que desde que ha existido en la conciencia de Occidente, Oriente ha sido una palabra que poco a poco se ha hecho corresponder con un vasto campo de significados, asociaciones y connotaciones que no se referían necesariamente al oriente real, sino más bien al campo que rodeaba a la palabra.
EI orientalismo no es pues solamente una doctrina positiva sobre el Oriente que existe en un momento dado en Occidente. Es también una tradición académica muy influyente, (cuando se refiere a un especialista académico al que se llama orientalista), y una zona de interés definida por viajeros, empresas comerciales, gobiernos, expediciones militares, lectores de novelas y de relatos de aventuras exóticas, historiadores naturales y peregrinos para los que Oriente es un tipo específico de conocimiento sobre lugares, gentes y civilizaciones específicas. En efecto, el estilo oriental se convirtió en algo frecuente y se afianzó en el discurso europeo. Bajo este tipo de lenguaje había una base doctrinal sobre Oriente que se había forjado a partir de las experiencias de muchos europeos, experiencias que coincidían todas en aspectos esenciales de Oriente tales como el carácter, el despotismo, la sensualidad y el gusto orientales. Para cualquier europeo del siglo XIX —y creo que se puede decir casi sin restricciones— el orientalismo era este sistema de verdades, verdades en el sentido que Nietzsche da a la palabra. Es por tanto exacto que todo europeo en todo lo que podía decir sobre Oriente era, en consecuencia, racista, imperialista y casi totalmente etnocentrista. Parte de la mordaz acusación que queda contenida en estos calificativos quedará atenuada si recordamos también que las sociedades humanas, al menos las culturas más avanzadas, raramente han ofrecido al individuo algo diferente al imperialismo, racismo y etnocentrismo a la hora de tratar con las “otras” culturas. De este modo, el orientalismo sostuvo -y fue sostenido-- ciertas presiones culturales de carácter general que tendían a hacer más rígido el sentimiento de diferenciación entre la parte europea y la parte asiática del mundo. Creo que el orientalismo constituye fundamentalmente una doctrina política que se impuso sobre Oriente porque era más débil que Occidente; y Occidente suprimió las diferencias con Oriente, reduciéndolas a su debilidad.
Estructura de pensamiento (pág. 284)
La obra de los grandes expertos franceses e ingleses del siglo XX sobre temas orientales se deriva de esta estructura coercitiva que encadena a todo hombre moderno “de color” a unas verdades generales que el erudito blanco europeo formula acerca de sus prototípicos ancestros lingüísticos, antropológicos o doctrinales.
Visión panóptica (pág. 286-287)
El orientalista observa Oriente desde arriba con la intención de abarcar el panorama total que se extiende ante sus ojos: cultura, religión, mentalidad, historia y sociedad. Para hacer esto, debe observar cada detalle a través del dispositivo de un conjunto de categorías reductoras (lo semita, la mente musulmana, Oriente, etc.). Como estas categorías son ante todo esquemáticas y eficaces, y como está más o menos asumido que ningún oriental puede conocerse a sí mismo como lo conoce un orientalista, la coherencia y la fuerza de cualquier visión de Oriente, en última instancia, viene a depender de la persona, institución o discurso que la sustenta. Cualquier visión global es fundamentalmente conservadora y ya hemos subrayado hasta qué punto en la historia de las ideas de Occidente sobre Oriente Próximo, estas ideas se han mantenido sin tener en cuenta ningún testimonio que las contradijera. (De hecho, podemos decir que estas ideas producen testimonios que prueban su validez).
El orientalista, principalmente, es el tipo de agente de esta visión global. Lane es un ejemplo típico del modo en que un individuo cree que ha subordinado sus ideas, o incluso lo que ve, a las exigencias de una perspectiva “científica” del fenómeno global conocido colectivamente como Oriente o la nación oriental. Una visión es por tanto estática, igual que las categorías científicas que inspiraron al orientalismo de finales del siglo XIX son también estáticas: no hay recursos más allá de “los semítas” o de “la mente oriental”; éstos son los límites extremos que mantienen a todas las variedades del comportamiento oriental dentro de la perspectiva general de un campo entero. Como disciplina, como profesión, como lenguaje o discurso especializado, el orientalismo apuesta por la permanencia de todo Oriente, ya que, sin “Oriente”, no puede haber ningún conocimiento consistente, inteligible y articulado llamado “orientalismo”. Así, Oriente pertenece al orientalismo del mismo modo que se asume que hay cierta información que pertenece a (o se relaciona con) Oriente.
Hay una constante presión contra este sistema estático de “esencialismo sincrónico” que he estado llamando visión porque presupone que todo Oriente puede verse panópticamente. La fuente de esta presión es narrativa, en el sentido de que si se puede mostrar que un detalle oriental cualquiera se modifica o desarrolla, se introduce la diacronía en el sistema. Lo que parecía estable —y Oriente es sinónimo de estabilidad y de eternidad inmutables— ahora parece inestable. La inestabilidad sugiere que la historia, con sus detalles destructivos, sus corrientes de cambio, su tendencia hacia el crecimiento, el declive o el movimiento dramático es posible en Oriente y para Oriente. La historia y la narración a través de la cual se presenta la historia demuestran que esa visión es insuficiente y que “Oriente” como categoría ontológica incondicionada no hace justicia al potencial de cambio de la realidad.
Estados Unidos (pág. 347)
Durante la Segunda Guerra Mundial y después de ella, los intereses de Estados Unidos en Oriente Medio crecieron con bastante rapidez, El Cairo, Teherán y África del Norte eran importantes escenarios de la guerra y en ese decorado, con la explotación de sus recursos petrolíferos, estratégicos y humanos que habían comenzado Gran Bretaña y Francia, Estados Unidos se preparaba para ejercer su nuevo papel imperial después de la guerra.
Uno de los aspectos de este papel, y no el menos importante, era “la política de relaciones culturales”, según lo definió Mortimer Graves en 1950. En su opinión, parte de esta política consistía en procurarse “todas las publicaciones interesantes escritas en alguna de las lenguas importantes de Oriente Medio a partir de 1900”, tentativa que “nuestro congreso debería reconocer como una de las medidas que hay que adoptar para afianzar la seguridad de nuestro país”. Lo que claramente estaba en juego, dijo Graves (hablando a oídos muy receptivos, por cierto) era la necesidad de que “los americanos comprendan mucho mejor las fuerzas que están compitiendo con las ideas americanas en Oriente Medio. Las principales, evidentemente, son el comunismo y el islam”. A partir de esta preocupación y como una adición contemporánea a la American Oriental Society que se inclinaba más hacia el pasado, nació un enorme aparato de investigación sobre Oriente Medio. El modelo, tanto por su actitud francamente estratégica como por su sensibilidad para los asuntos políticos y de seguridad (y no por su pura erudición como con frecuencia se pretende) fue el Middle East Institute, fundado en Washington en 1946 bajo los auspicios del gobierno federal, por no decir en su seno o por él. A partir de estas organizaciones fueron apareciendo la Middle East Studies Association, el poderoso apoyo de la Fundación Ford y de otras fundaciones, los diversos programas federales de ayuda a las universidades, varios proyectos federales de investigación, proyectos de investigación establecidos por entidades tales como el Defense Departament, la RAND Corporation y el Hudson Institute y los esfuerzos hechos por los bancos, las compañías de petróleo, las multinacionales, etc.
El paralelismo entre el proyecto imperialista europeo y el americano en Oriente (tanto en el Próximo como en el Extremo Oriente) es evidente. Lo que tal vez sea menos obvio es
a) hasta qué punto la tradición europea de erudición orientalista fue si no retomada, al menos acomodada, normalizada, domesticada, popularizada y mantenida dentro del florecimiento que durante la época de postguerra tuvieron los estudios sobre Oriente Próximo en Estados Unidos; y
b) hasta qué punto la tradición europea ha dado lugar en Estados Unidos a una actitud coherente en la mayor parte de los eruditos, de las instituciones, de los estilos de discurso y de las orientaciones, aún a pesar de la aparición y el uso en ese mismo momento en las ciencias sociales de unos refinamientos y unas técnicas de apariencia (una vez más) altamente sofisticada.
Orientalismo “duro”, orientalismo “blando” (pág. 352-355)
Como occidente siempre ha tenido dificultades para contener políticamente al islam —y es cierto que, a partir de la Segunda Guerra Mundial, el nacionalismo árabe ha sido un movimiento que ha declarado abiertamente su hostilidad al imperialismo occidental—, su deseo de hacer, en represalia, afirmaciones sobre el islam que le satisfacen intelectualmente se acrecienta. Una persona que es una autoridad en el campo ha dicho del islam (sin especificar a qué islam o aspecto del islam se refiere) que es “un prototipo de sociedad tradicional cerrada”. Nótese aquí el uso edificante que se hace de la palabra “islam” para significar a la vez una sociedad, una religión, un prototipo y una realidad. Pero este mismo erudito va a subordinar todo esto a la idea de que, a diferencia de las sociedades normales (“las nuestras”), el islam y las sociedades de Oriente Medio son totalmente “políticas”, adjetivo destinado a reprochar al islam que no es “liberal”, y que no es capaz de separar (como “nosotros” hacemos) la política, de la cultura. El resultado que se obtiene es un retrato injustamente ideológico de “nosotros” y de “ellos”:
Nuestro objetivo principal debe seguir siendo comprender la sociedad de Oriente Medio como un todo. Sólo una sociedad como la “nuestra” que ha adquirido ya una estabilidad dinámica, puede permitirse pensar en la política, la economía o la cultura como dominios auténticamente independientes de la existencia y no como simples divisiones convincentes para el estudio. En una sociedad tradicional que no separa los asuntos del César de los de Dios o que está en continuo proceso de cambio, la relación entre la política y los demás aspectos de la vida, diremos, es una fuente de problemas. Por ejemplo, los asuntos de si un hombre tiene cuatro mujeres o una, de si ayuna a come, de si gana o pierde tierra, de si cree en la revelación o en la razón se han convertido en problemas políticos en Oriente Medio (...). En la misma medida en que lo hace el propio musulmán, el nuevo orientalista debe preguntarse otra vez cuáles pueden ser las estructuras y las relaciones significativas de la sociedad islámica.
La trivialidad de la mayoría de los ejemplos (tener cuatro mujeres, ayunar o comer, etc.) se utiliza para mostrar cómo el islam lo abarca todo, y con qué tiranía. No se nos dice dónde se supone que ocurre eso, pero se nos recuerda el factor, que sin duda no es político, de que los orientalistas “son, en gran medida, responsables de haber proporcionado a Oriente Medio una apreciación exacta de su pasado” por si acaso habíamos olvidado que, por definición, los orientalistas saben cosas que los orientales no pueden saber por sí mismos.
Si esto resume la escuela “dura” del nuevo orientalismo americano, la escuela “blanda” subraya el hecho de que los orientalistas tradicionales nos han dado las bases fundamentales de la historia, la religión y la sociedad islámicas, pero se han “contentado con demasiada frecuencia con resumir el significado de una civilización a partir de algún manuscrito”. El nuevo especialista en áreas culturales (area studies) expone sus argumentos contra el orientalista tradicional de modo filosófico:
La metodología de la investigación y de los paradigmas de la disciplina no está ahí para determinar lo que se elige estudiar ni para limitar la observación. Los estudios de áreas culturales, desde esta perspectiva, sostienen que el conocimiento verdadero sólo es posible a partir de las cosas que existen, mientras que los métodos y las teorías son abstracciones que ordenan las observaciones y ofrecen explicaciones según unos criterios que no son empíricos.
Bien. Pero, ¿cómo se conocen “las cosas que existen” y en qué medida “las cosas que existen” están constituidas por el que las conoce? Todavía queda esto por discutir, mientras que la nueva aprehensión (que no apela a los valores) de Oriente como algo que existe se institucionaliza en los programas de estudios de áreas culturales. Sin teorización tendenciosa, el islam raramente se estudia, raramente se investiga y raramente se conoce. La ingenuidad de esta idea no oculta lo que ideológicamente significa, a saber, las absurdas tesis que dicen que el hombre no desempeña ningún papel en la definición del material y del proceso de conocimiento que la realidad oriental es estática, que “existe” y que sólo un revolucionario mesiánico (según la terminología del Dr. Kissinger) se negará a admitir la diferencia entre la realidad exterior y la que tiene en la mente.
Entre la escuela dura y la blanda, sin embargo, florecen versiones más o menos diluidas del antiguo orientalismo, en algunos casos con una nueva jerga académica, en otros con fa antigua. Pero, los principales dogmas del orientalismo existen hoy en su forma más pura en los .estudios sobre los árabes y el islam. Recapitulémoslos aquí: uno es la diferencia absoluta y sistemática entre Occidente, que es racional, desarrollado, humano y superior, y Oriente, que es aberrante, subdesarrollado e inferior. Otro consiste en que las abstracciones sobre Oriente, y particularmente las que se basan en textos que representan a una civilización oriental “clásica”, son siempre preferibles al testimonio directo de las realidades orientales modernas. Un tercer dogma es que Oriente es eterno, uniforme e incapaz de definirse a sí mismo, por tanto, se asume como inevitable y como científicamente “objetivo” un vocabulario generalizado y sistemático para describir Oriente desde un punto de vista occidental. El cuarto dogma se refiere a que Oriente es, en el fondo, una entidad que hay que temer (el peligro amarillo, las hordas de mongoles, los dominios morenos) o que hay que controlar (por medio de la pacificación, de la investigación y el desarrollo y de la ocupación abierta siempre que sea posible).
Lo extraordinario es que estas nociones persisten sin que se produzca un desafío significativo en el estudio académico y gubernamental del Oriente Próximo moderno. Lamentablemente el trabajo de los eruditos islámicos o árabe que rebaten los dogmas orientalistas no ha tenido ningún efecto demostrable —si es que ha llegado a haber algún gesto desafiante—; algún artículo aislado aquí y allí, aunque importante en su momento y en su región, no ha podido afectar al curso de un consenso investigador que se impone y al que mantienen todo tipo de agencias, instituciones y tradiciones. Lo más importante de todo esto es que el orientalismo islámico en la época contemporánea ha llevado una vida bastante diferente de la de otras subdisciplinas orientalistas. El Comitee of Concerned Asia Scholars (que está compuesto por americanos) encabezó una revolución durante los años sesenta en las filas de los especialistas en Asia oriental; los especialistas en estudios africanos también fueron desafiados por algunos revisionistas; y también ocurrió lo mismo con especialistas en otras zonas del Tercer Mundo. Sólo los arabistas y los islamistas han permanecido al margen de cualquier tipo de revisión. Para ellos, todavía existen cosas tales como una sociedad islámica, un espíritu árabe y una psique oriental. Incluso aquellos cuya especialidad es el mundo islámico moderno utilizan anacrónicamente textos como el Corán para interpretar cualquier faceta de la sociedad egipcia o argelina contemporánea.
El islam, o su ideal del siglo VII que compone el orientalista, se supone que posee una total unidad que elude las influencias más recientes e importantes del colonialismo, el imperialismo e incluso la vida política normal. Estereotipos sobre cómo los musulmanes (o mahometanos, como todavía se les sigue llamando) se comportan, se siguen difundiendo con una sangre fría que nadie se atrevería a mostrar al hablar de los negros o de los judíos. En el mejor de los casos, el musulmán es un “informante nativo” para el orientalista.
Secretamente, sin embargo, sigue siendo un hereje despreciable que, por sus pecados debe además soportar la posición totalmente ingrata de ser conocido negativamente como un antisionista.
Hay, naturalmente, un sistema organizado sobre estudios de Oriente Medio, un pozo de intereses, unas redes de “antiguos alumnos” o de “expertos” que vinculan los negocios corporativistas, las fundaciones, las compañías petrolíferas, las misiones, los servicios militares, los departamentos de exteriores y las centrales de inteligencia con el mundo académico. Hay becas y premios, organizaciones, jerarquías, institutos, centros, facultades y departamentos dedicados a legitimar y mantener la autoridad de un puñado de ideas básicas y básicamente inmutables sobre el islam, Oriente y los árabes. Un análisis crítico hecho recientemente sobre el funcionamiento de los estudios sobre Oriente Medio en Estados Unidos revela no ya que el campo sea “monolítico”, sino que es complejo, que contiene orientalistas del viejo estilo, especialistas deliberadamente marginales, especialistas contra la insurgencia, artífices de la política y “una pequeña minoría de poderosos agentes académicos”. En cualquier caso, la esencia del dogma orientalista persiste.
Economía de mercado (pág. 380-381)
Hay otro tipo de pruebas acerca de cómo la dominación cultural se mantiene tanto por el consentimiento de los orientales como por las presión económica brutal y directa de Estados Unidos. Por ejemplo, es posible encontrar que, mientras en Estados Unidos hay docenas de organizaciones que estudian el Oriente árabe e islámico, en el propio Oriente no hay ninguna que estudie Estados Unidos que constituye, con diferencia, la mayor influencia económica y política de la región. Y todavía peor, no hay apenas en Oriente institutos, aunque sean modestos, que estén consagrados al estudio de Oriente. Pero esto no es nada, creo, comparado con el segundo factor que ha contribuido al triunfo del orientalismo: el consumismo en Oriente. El mundo árabe e islámico en su totalidad está sometido a la economía de mercado occidental. No hace falta recordar que el petróleo, principal recurso de la región, ha sido totalmente absorbido por la economía de Estados Unidos. No me refiero sólo a que las grandes compañías petrolíferas estén bajo el control del sistema económico americano, sino también a que las ganancias petrolíferas de los árabes, sin hablar de la comercialización, la investigación y la organización industrial, están establecidos en Estados Unidos. Los árabes enriquecidos por el petróleo se han convertido en clientes muy importantes de las exportaciones americanas: esto es cierto tanto a propósito de los estados del Golfo, como de los estados radicales Libia, Iraq y Argelia. Mi tesis consiste en que se trata de una relación unilateral con Estados Unidos como cliente selectivo que compra unos pocos productos (petróleo y mano de obra barata, principalmente) y los árabes consumidores de una enorme gama de productos americanos materiales e ideológicos.
Esto ha tenido numerosas consecuencias. En la región, hay una gran uniformidad en el gusto simbolizada no sólo por los transistores, los vaqueros y la Coca Cola, sino también por las imágenes culturales del oriental que ofrecen los medios de comunicación americanos y que consume sin reflexionar la gran masa de teleespectadores. La paradoja del árabe que se ve a sí mismo como un “árabe” del mismo tipo del que muestra Hollywood es el resultado más simple de lo que estoy diciendo. Otro es que la economía de mercado occidental y su orientación consumista ha producido (y sigue produciendo de manera acelerada) una clase instruida cuya formación intelectual se dirige a satisfacer las demandas del mercado. Se da mucha importancia, evidentemente, a los estudios de ingeniería, negocios, económicas; pero la propia intelectualidad se convierte en auxiliar de lo que se considera que son las principales tendencias que destacan en Occidente.
El papel que se le ha asignado es el de “modernizar”, es decir, el de dar legitimidad y autoridad a las ideas que recibe en su mayor parte de Estados Unidos. Encontramos una prueba sorprendente de esto en las ciencias sociales y, lo que es más curioso entre los intelectuales radicales cuyo marxismo proviene directamente de Marx, de sus ideas que hacer del Tercer Mundo un todo homogéneo Y de las que ya he hablado en este libro. Así, si después de todo hay alguna exactitud intelectual en las imágenes y doctrinas del orientalismo, hay también un poderoso reforzamiento por parte de los intercambios económicos, políticos y sociales; en resumen, el Oriente moderno participa de su propia orientalización.

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