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miércoles, 10 de diciembre de 2014

Los árabes jamás invadieron España (4)

Capitulo 3 (primera parte)

09/12/2014 - Autor: Ignacio Olagüe - Fuente: Los árabes jamás invadieron España, 1974
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Al Andalus en el siglo X (Mapa de la Biblioteca Gonzalo de Berceo)
Al Andalus en el siglo X (Mapa de la Biblioteca Gonzalo de Berceo)
Capítulo 3 (primera parte)
LAS FUENTES Y SU CRÍTICA
No existe documentación contemporánea sobre la invasión de España por los árabes. Las dificultades que debe vencer el historiador para reconstruir un estado de opinión desaparecido.
Crítica de las crónicas árabes en razón de la contrarreforma musulmana realizada en el Magreb al fin del siglo XI. Distinción que hacemos entre las crónicas bereberes del X y del XI y las árabes posteriores.
Crítica de las crónicas latinas. Sólo las crónicas latinas del IX y X poseen un cierto interés.
Sus caracteres generales:
Lo maravilloso en las crónicas latinas del IX.
Lo novelesco en las crónicas bereberes.

El contexto histórico
Sorprendido quedará el lector al saber que no existen testimonios contemporáneos que describan la invasión de España por los árabes, o que tengan alguna relación con estos acontecimientos. Lo mismo nos ocurrió hace treinta años cuando lo averiguamos al empezar estos estudios. ¡Con qué rutina se han repetido en todos los textos variaciones similares sobre un mito creado en la Edad Media! ¿No se refieren todavía algunos a un testigo presencial de estos hechos, el obispo Isidoro Pacense, cuando hace ya más de un siglo que se ha demostrado su carácter fabuloso? No sólo se ha escrito este episodio de la historia patria de un modo descabellado, sino aun sin la más elemental documentación. «Época fecunda para el novelador y el poeta, pero que es una laguna en los anales de la península», escribía Dozy en sus Recherches; pues, «desde el reinado de Vamba hasta el de Alfonso III de León, ni los cristianos del Norte, ni los árabes y mozárabes del Mediodía escribieron nada que conozcamos» (Saavedra)21. Ante esta situación y el laconismo de las crónicas latinas no dudaron los antiguos historiadores: Recogieron sencillamente en los viejos manuscritos árabes, escritos varios siglos después de los episodios que relatan, recuerdos de aventuras más o menos fantásticas emprendidas por caudillos bereberes, los cuales adaptados a fábulas egipcias han constituido la base histórica según la cual había sido España invadida por ejércitos llegados nada menos que desde el desierto de Arabia.
El mismo problema, la ausencia de una documentación contemporánea, se plantea por aquellas fechas en todo el ámbito mediterráneo, en África del Norte como en el Próximo Oriente, en España como en el Imperio Bizantino. Por una extraordinaria coincidencia no queda un solo texto, ninguna obra literaria de esta época, una de las decisivas en la evolución de la humanidad. Esto se explica por una idéntica causa, imperante en todos estos lugares: la efervescencia de las luchas religiosas, la pasión que ha aniquilado todo documento cuya supervivencia podía perjudicar los ideales defendidos en terribles guerras civiles.
«Durante diez siglos, nos dice Louis Bréhier, historiador renombrado del Imperio Bizantino, de Procopio (siglo V) a Phrantzes (siglo XV) con la ayuda de una serie de crónicas, de historias políticas, de biografías, de memorias conservadas en numerosos y excelentes códices, nada ignoramos de la historia de Bizancio. Cada siglo ha producido una crónica y un historiador. Sólo existe un vacío desde el fin del siglo ViI hasta el principio del IX, período de la invasiones árabes y de las luchas iconoclastas. Se han perdido las crónicas de esta época, pero nos dan obras posteriores la substancia de los acontecimientos»22. No aportan estas obras posteriores ninguna luz, en Bizancio, en Toledo, como en Córdoba. Y no podía ser de otro modo, pues se trata de una constante histórica: Nada es tan difícil como reconstruir un estado de opinión desaparecido. Al cambiar, se ha esfumado. Incapaces son los cronistas siguientes de resucitarlo en sus páginas, tanto mis que ignoraban la importancia del juego de las ideas en la sociedad para el desarrollo de los acontecimientos. Un episodio concreto e importante: un terremoto, la muerte del príncipe, una epidemia, el asedio de una gran ciudad, un eclipse, produce un impacto preciso en las mentes y queda el recuerdo en la tradición. Una opinión que esta en el aire, al modificarse o desaparecer no deja ningún rastro; sobre todo en aquellos tiempos remotos en que eran escasos los documentos escritos. Para comprender su impotencia, basta con advertir las dificultades con que han tropezado los historiadores para esclarecer el ambiente del siglo XVI con sus discusiones teológicas y sus guerras civiles. A pesar de ser una época tan cercana a nosotros no ha podido ser bien conocida hasta nuestros días.
Eran infranqueables los obstáculos, sobre todo cuando era contrario el ambiente desaparecido al existente en los días en que escribía el cronista. ¿Quién sería capaz en aquellos tiempos en que no se había creado método alguno de investigación histórica, de alcanzar la comprensión de una opinión que no era ya la suya, pero que había sido anteriormente compartida por los de su raza y de su nación? Si con un esfuerzo genial le hubiera sido posible entender el drama anterior ¿hubiera podido exponerlo con todo realismo a sus compatriotas sin ser quemado vivo o sin que le arrancaran los ojos como era costumbre en los dominios del basileus?
Es fácil estudiar en nuestros días los diferentes momentos vividos por la humanidad y averiguar lo que separa aquellos en que impera un dogmatismo rígido, de otros en que lograba florecer el espíritu critico. En otros tiempos, en un ambiente paralizado por la esclerosis, sin posibilidad de evolución, no era posible comprender y menos explicar a los demás cómo se había formado esta parálisis en los espíritus. Según pretenden los psicoanalistas, conocido el origen de la psicosis, se desvanece. Si hubieran podido concebir los bizantinos cómo y por qué un número importante de sus antepasados —en gran parte provinciales asiáticos, poseedores de su misma tradición cultural—, se habían convertido a otro complejo de ideas religiosas evolucionando hacia el Islam, hubiera quedado su dogmatismo resquebrajado, su Estado teocrático amenazado en sus bases.
En estas condiciones, de acuerdo con sus medios podían estos eruditos emprender la fantástica tarea de escribir la historia del mundo; pero en cuanto tenían que exponer los hechos ocurridos en los siglos VII y VIII, en los que se había realizado una gigantesca mutación religiosa, se estrellaban contra una pared, mejor dicho se perdían en la niebla que los envolvía. Como era menester proseguir adelante, se metieron en el único camino propiciatorio entonces conocido: el mito creado por un complejo desconocido por ellos, la invasión de las provincias por los árabes.
La comprensión de acontecimientos ocurridos dos o trescientos años antes era difícil de alcanzar tanto para los cronistas bizantinos y latinos, como para los musulmanes. Por esto, convenía el mito a todo el mundo, sobre todo en los días en que un dogmatismo rígido imperaba en los dos campos enfrentados. Era más cómodo para el intelectual cristiano enunciar que una potencia enemiga, lejana y anónima, había invadido una parte del territorio, que confesar la existencia de otra opinión, distinta de la que dominaba en sus días, y a la que se habían adherido una gran parte de sus antepasados. Era más conveniente para el cronista árabe ensalzar las proezas de los abuelos, lo que enardecía el amor propio colectivo, que también reconocer la misma verdad en sentido opuesto: la florescencia de otras ideas, diferentes de las que sojuzgaban ahora a las mentes.
No podían desprenderse de esta servidumbre las crónicas cristianas o arábigas que se han ocupado de la pretendida invasión de España o hacen a ella referencia. Sobre todo las primitivas en las que arraigan las raíces del mito. No se trata de una cavilación arbitraria por nuestra parte. Tenemos los testimonios suficientes para demostrar la existencia de este estado de opinión en el siglo IX. Por ejemplo, recelaron los intelectuales musulmanes de los hechos ocurridos en su tierra, tales corno sin duda eran entonces referidos, y para averiguar la verdad de lo sucedido se dirigieron a sabios egipcios para ser instruidos. Insistiremos en este incidente en el capitulo duodécimo, cuando tratemos de la formación de la leyenda. Por ahora nos basta saber que los autores orientales consultados transpusieron a la Historia de España su interpretación de los acontecimientos que habían trastornado Egipto en el siglo VII. Lo mismo que la tierra de los Faraones, había sido invadida la península por los árabes. Mas, como para su entendimiento se encontraba este país en los fines del mundo, les pareció que debía de ser fantástico y misterioso. Por esto en sus escritos se transforma la anécdota en cuento de hadas.
Qué aventuras! Muza y sus árabes luchan contra estatuas de cobre que lanzan flechas sin fallar el objetivo. Se equivoca nuestro héroe, embiste una ciudad habitada por genios, los cuales le recomiendan cortésmente el irse con su música a otra parte; orden que el guerrero por demás escamado se apresura a cumplir. Encuentra en el tesoro toledano abandonado por los godos un cofre en donde había encerrado Salomón unos diablejos de mala catadura. Ignorante del maleficio abre Muza esta caja parecida a la de Pandora y antes de tomar las de Villadiego le dice uno de los prisioneros saludándole como si fuera el rey de Israel: «¡Qué bien me has castigado en este mundo!». Cierto, con el tiempo han eliminado los historiadores estos relatos maravillosos, pero ninguno se ha atrevido a mandar al cesto de los papeles la esencia de la fábula que les sirve de base. Y a pesar de este origen egipcio tan sospechoso, conocido desde los trabajos de Dozy, se ha mantenido en todas las historias el mito de la invasión.
Por otra parte, han sido escritos los textos árabes más importantes después de las crisis almoravide y almohade que con acierto Marçais ha llamado la contrarreforma musulmana; movimiento de ideas que en el Magreb y en Andalucía estabiliza y fija en el XI y en el XII la creencia islámica. Antes de estas fechas no había logrado la nueva religión en estas regiones periféricas el dogmatismo que hoy día le caracteriza. Antes no estaban separados por un foso infranqueable el cristianismo y el mahometismo. Estaban entremezclados, como lo apreciaremos en un capítulo próximo; componían un magma creador en extremada ebullición. Fue lentamente, con el curso de los siglos, cuando atraídos por polos opuestos apareció la divergencia posterior.
Ahora se entiende la importancia de la fecha de esta contrarreforma para el análisis de los textos árabes. Los que son posteriores a esta reacción pertenecen a autores de los que conocemos perfectamente la personalidad. Han sido escritos en una época en que el ambiente religioso era del todo distinto al que existía cuatro siglos antes, cuando ocurrieron los hechos. Apoyarse en estas crónicas para escribir la historia de los siglos VII y VIII conduce a un manifiesto anacronismo; como si los historiadores europeos para exponer los acontecimientos de la Edad Media en Occidente buscasen su documentación en los escritos polémicos de autores del XVI, obsesos por las guerras de religión. Es precisamente a partir del siglo XII, en razón de esta contrarreforma, cuando ha adquirido el mito su última contextura. No pudiendo los historiadores musulmanes explicar racionalmente estos acontecimientos, para salir del apuro habían echado mano de la divinidad. Había intervenido la Providencia para dar a los creyentes la superioridad de las armas. Milagrosa había sido la expansión del Islam en España. Con una atenta condescendencia había favorecido esta gesta para ayudar a los partidarios del Profeta. Adelantábanse en varios siglos los historiadores y teólogos musulmanes a las tesis de Bossuet.
En estas condiciones deben rechazarse los textos árabes escritos en los tiempos de la contrarreforma o después de ella para el estudio de la génesis del Islam en el Magreb y en la Península Ibérica. Pueden acaso ser útiles para el análisis de la historia posterior a la invasión; no tienen autoridad alguna para aclarar o resolver el problema que nos interesa. Ocurre lo mismo con los escritos latinos aparecidos por las mismas fechas, pues han seguido sus autores a los musulmanes.
En sus obras históricas introdujo Jiménez de Rada (siglo XIII) en Occidente el mito de la invasión en su versión definitiva. Aderezó para ello con el aliño oriental la salsa occidental. Habían sido aherrojadas las poblaciones por el fuego y el hierro. No padecía por ello la fe de los cristianos; pues la sarrarina había sido un justo castigo del cielo motivado por los pecados cometidos en tiempos de los reyes godos. Más tarde, de rondón se coló la novela: La seducción de la hija del conde de Ceuta por Rodrigo, el rey de Toledo, había sido la gota que hizo rebosar el vaso. Pues para vengar el honor de su hija, había dirigido el padre el desembarco de los musulmanes en la costa andaluza. Se desencadenaba entonces la cólera divina. Abandonados por el Sumo Hacedor, habían sido los cristianos sumergidos por una oleada imponente de caballería arábiga que había asolado el país con la fuerza del simún llegado caliente del desierto.
Para los objetivos de esta obra sólo poseen las crónicas latinas anteriores al siglo XI un cierto interés, desde luego muy desigual. No aporta ninguna de ellas una relación ordenada de los acontecimientos políticos, nacionales e internacionales. Pero las más antiguas redactadas ciento cincuenta años después de la pretendida invasión, más cercanas al ambiente que existía al principio del VIII, insinúan a pesar de todo un Cierto reflejo, tenuísimo, de lo que había sido, que no se encuentra en las posteriores. De aquí un gran contraste con las bereberes. Se puede en ellas señalar palabras, expresiones, que derivan de un estado de opinión ya lejano, las que en nada se emparientan con la interpretación clásica. Se puede destacar en estos textos las raíces del mito y discernir su futura evolución. Nada semejante se puede hacer con las bereberes, que difieren grandemente de las cristianas. Compuestas en el Xl no se sustraen a la transformación de la sociedad en que alientan. El presente les enmascara el pasado. Incapaces son sus autores de apartar la niebla que les rodea, niebla tan opaca que les difumina el hecho de las generaciones anteriores con su modo de ser y sus problemas. Se destacan de las posteriores. Menos dogmáticas que las de la contrarreforma, laicas a veces, son manifestaciones de tradiciones locales norteafricanas.
No abrigamos por nuestra parte duda alguna. Han existido en el VIII y en el IX textos que representaban el pensamiento de los partidarios hispánicos del unitarismo; es decir, de los premusulmanes. Escritos en latín, han sido perseguidos por los cristianos ortodoxos y abandonados por los recién convertidos al Islam, los cuales habían aprendido el árabe olvidando la lengua de sus mayores. Han desaparecido. Tan sólo se halla un eco de este ambiente, energético y en plena evolución, en algunas crónicas posteriores, de las que dos han llegado hasta nosotros: Una cristiana que se había atribuido a un fantástico Isidoro Pacense, otra escrita en árabe cuyo autor es Abmed al Rasis. Ambas reflejan un sabor muy particular, sus redactores habían vivido en el sur de la península, las llamamos por esta razón: andaluzas.
Por ser su filogenia distinta difieren grandemente de las bereberes, pertenecen a un género histórico que denota una influencia bizantina.
Con toda probabilidad sus creadores conocían bibliografía griega, de primera mano como en el caso del texto latino, por traducciones probablemente en cuanto al Moro Rasis. Poco influidas por las crónicas egipcias, contrastan con las bereberes que al fin y al cabo sólo son unos epítomes de recitales contados de generación en generación por las tribus de Marruecos.
Ajbar Machmua es el prototipo de las mismas. Escrita hacia 1004, reúne en un conjunto bastante incoherente el relato de aventuras vividas por antepasados marroquíes, desembarcados en España en el VIII. Estas hazañas han sido embellecidas y exageradas en cada generación de narradores de tal suerte que estos mercenarios o aventureros de la acción y acaso de la idea que han intervenido en las luchas emprendidas por los partidarios de la Trinidad y los discípulos del unitarismo, han sido transfigurados en héroes legendarios. Después de la interpretación dada por los egipcios y los autores de la contrarreforma, era fácil a los historiadores y a los especialistas contemporáneos empalmar estas acciones individuales con los grandes hechos del «milagro». Convertidos anteriormente en poesía por la leyenda, fueron entonces asimilados a seres históricos en carne y hueso. Volvían a recobrar una apariencia humana, pero en nada se parecían al modelo original. Disfrazábase el héroe de conquistador, el conquistador del lugarteniente de un poder lejano y misterioso que por eliminación tenía que ser el de Damasco: lo que era ya una flagrante inexactitud histórica.
Así se plica cómo la lectura de estas crónicas produce en el hombre de ciencia perplejidad y estupefacción. No sólo existe un abismo según que sean cristianas o musulmanas, hispánicas o bereberes; no concuerdan los hechos ni en las que están escritas en el mismo idioma. Son las arábigas más prolijas que las latinas, pero están ambas plagadas de errores, cuentan fábulas inverosímiles, pecan de anacronismo. En cada escrito son distintos los hechos.
Reconocen todos los autores estas deficiencias; pero nadie, que sepamos, ha seguido los consejos del historiador alemán Félix Dahn, que en el siglo pasado advertía: Ha podido ser Roderico el último rey de Toledo, pero de cierto no sabemos más que su nombre visigodo23. Los especialistas, incluidos los contemporáneos, no podían admitir que su erudición tan penosamente adquirida para nada sirviera. En 1892, con gran sinceridad se oponía Eduardo Saavedra a tan lógica e ingrata deducción. «Las crónicas están plagadas de hipérboles, contradicciones y anacronismos; pero  si por motivos tales hubiésemos de cerrar la puerta al estudio de una época, cerrojar con desprecio cuanto acerca de ella nos dicen los antiguos, vendrían a quedar en blanco muchas de las más importantes páginas de la historia universal»24. Así, los autores, los unos sin mencionarlo, los otros con vocerío, han saqueado los viejos pergaminos para embadurnar con tinta estos folios nítidos. Mejor pertrechados, han eliminado los modernos los errores más patentes, las leyendas más fantásticas, los anacronismos evidentes por demás. Como no se atrevían con el fondo de la cuestión, se repetían en sus obras las contradicciones de los antiguos manuscritos, como lo hemos apreciado en el capítulo anterior.
Nos permiten ahora estas consideraciones reunir en grupos independientes las crónicas, no en razón de sus autores o del idioma en que están escritas, sino de acuerdo con su filogenia:
Las crónicas egipcias. Pertenecen al siglo IX, pero reflejan a veces conceptos anteriores a la fecha en que las redactaron sus autores. Recogen ya los elementos del mito que empezarán a ser difundidos en España. A nuestro juicio, coincidente con la mayoría de las opiniones, las que interesan a nuestro problema son:
a) Una crónica sobre la historia de la conquista de Egipto por los árabes. Ha servido de modelo para la descripción de las pretendidas invasiones posteriores. Tiene por autor al egipcio Ibn Abd alHakam, muerto en 871. Han sido recogidas estas tradiciones fabulosas por autores, sean bereberes como Ibn alKotiya, sean árabes como Ibn Adhari, Al Makari, etc.
b) El Tarikb de Ibn Habib, teólogo musulmán español, muerto en 835. Dozy ha demostrado que el verdadero redactor del texto ha sido su discípulo: Ibn Abi al Rica, quien mezcla su propio saber con las enseñanzas de su maestro. De acuerdo con ciertos acontecimientos en la obra mencionados —la amenaza que mantiene sobre Córdoba la rebelión de Ibn Hafsun—, ha debido ser redactado en 891.
c) La crónica Adadith al Imama Wa-s-Sivasa, Relatos concernientes al poder espiritual y temporal. Por mucho tiempo ha sido atribuida al conocido escritor Ibn Cotaiba (828-889). Dozy ha demostrado que ha sido compuesta en 1062. Posee el mismo ambiente fabuloso que las anteriores.
Desde un punto de vista estrictamente documental no poseen, ni gozan hoy día estos textos de ninguna autoridad. Interesantes son solamente para reconstruir las raíces del mito de la expansión del Islam por el mundo. Por orden cronológico se deben de agrupar las restantes crónicas del modo siguiente:
Las crónicas latinas de autores nórdicos que pertenecen a los siglos IX y X.
Las crónicas andaluzas que son del X.
Las crónicas bereberes que pertenecen al siglo XI. En las posteriores los únicos textos que merecen una lectura atenta son las obras de Ibn Kaldún (1332-1406), historiador tunecino de origen andaluz.
En el apéndice primero damos una relación de estas crónicas, con la crítica de sus fuentes y de sus códices, en la lista de los textos, anteriores y posteriores al siglo VIII, que nos han servido para este estudio. Por su importancia hacemos un análisis crítico de la llamada Crónica latina anónima, antiguamente atribuida al obispo Isidoro Pacense, en el apéndice segundo.
Si se eliminan las egipcias y los textos cuyas fábulas reproducen, se advierte que las únicas crónicas merecedoras de alguna consideración se cuentan con los dedos. De acuerdo con su génesis presentan ciertos caracteres generales que les son comunes. Conviene subrayados para reconstruir la orientación que tuvieron los acontecimientos. Sin embargo, no debemos hacernos ilusiones. «Aportan más detalles las crónicas árabes que las cristianas sobre el reinado de Roderico, el último rey de Toledo, escribe Levi-Provençal en 1950. Lar unas y las otras son naturalmente muy posteriores al siglo VIII y los relatos que nos dan parecen de una autenticidad sospechosa»25.
Ésta atinada observación hecha por un autor que goza de gran autoridad a pesar de no haber sabido desprenderse del mito de la invasión, permite juzgar el alcance histórico de estos manuscritos. Como documento es muy escaso. Temerario sería fundarse en ellos para esforzarse en reconstruir los acontecimientos del siglo VIII. Sabiamente nos tenemos que contentar con averiguar los términos de su evolución. Mas, como lo apreciaremos en las próximas páginas, la lectura de estos textos es insuficiente para determinarlos: el peligro del tropiezo se esconde tras cada palabra. Para poder recoger de la misma alguna utilidad, es menester emplear dos métodos críticos diferentes:
El uno concierne al ambiente que se desprende de las crónicas, con lo cual será posible destacar las raíces del mito y acercarnos a los hechos auténticos, el otro tiene por objeto la reconstrucción del contexto histórico; para lo cual es menester encuadrar los hechos referidos en la evolución general de las ideas-fuerza que dominaban en aquel tiempo y que por esta razón han dado un sentido a los acontecimientos.

NOTAS
21 Eduardo Saavedra: Estudio sobre la invasión de los árabes en España, Madrid, 1892, p. 2. Dozy: Recherches. T. 1, p.
22 Louis Bréhier: Le monde bizantin, t. m, p. 344.
23   Félix Dahn: Dic Konigue der Germtmen, Munich y Wurtzburg, 1861.71, t.     V, p. 226. (Apud Saavedra. Ibid.)
24 Saavedra: ibid., p. 2.
25 Levi.Provençal: Hástoire des musulmana d’Espagne, t. 1, p. 3.


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