Las alabanzas más excelsas son para Allāhel altísimo, el creador, quien inicia y quien moldea las formas de lo visible y lo invisible. La ṣalāt de Allāh y su salām sea sobre aquel que abre, sobre aquel que sella, sobre aquel que mantiene el absoluto valor y es digno de alabanza; sea, igualmente, sobre sus gentes y sobre sus compañeros en la excelencia hasta el día del juicio. 
As-salām ‘alaykūm wa raḥmatullāh wa barakatuhu,
Todos los años, en los días previos al mes de Ramadán, miramos al cielo. Levantamos nuestra cabeza, situamos nuestra mirada allende las estrellas y buscamos la luna. Inconscientemente, más con el corazón que con la razón, buscamos el hilāl. La primera imagen de la luna, un tenue resplandor que nos indica que el mes sagrado. Esa es la aya (signo) que esperamos para que todo empieza, es la basmallāh que Allāh, exaltado sea, ha dispuesto para que, en su inmensidad, comprendamos como escribe sobre la naturaleza.
Tradición antigua, de siglos, que en nuestro mundo se ve acompañada por la tecnología. Hoy poco se mira al cielo, aunque en él Allāh haya escrito sus signos. Y aún así la luna, radiante como los ojos de Jibrīl, permanece impasible; siendo la mejor guía para el creyente que espera comenzar el nuevo mes, el mes de la grandeza y de la austeridad.
Una metáfora vital que nos invita a reflexionar mientras elevamos nuestros corazones con el dhikr. Extinta luna del mes Shaban que se ahoga en la noche, mientras millones de miradas aguardan a la luna de Ramadán ante un vertiginoso y oscuro vacío. Ansiedad ante la insondabilidad de Allāh que se revela en este mes a sus siervos como lo hizo con el Mensajero ﷺ. Por eso, hay que estar atento a cualquier signo, al instante para que la baraka se apodere de nosotros en cada momento. Para que la razón no dicte sobre el corazón, y que las emociones como la intranquilidad no enturbien la espera.
Es esa espera de la luna la que nos enseña el ṣabr (paciencia) que el cuerpo aguarda para comenzar su purificación, para prepararse para el divino mes de Ramadán. Antes de romper nuestro nafs (ego) en mil pedazos gracias a la aterciopelada dureza del ayuno, antes de unirnos durante las noches en las largas sesiones de tarawīḥ dhikr. Una emoción que se incrementa al mirar al cielo, al ver la luna aparecer y progresar, iluminarnos y decrecer hasta desaparecer.
En Ramadán donde algunos ven privación o vacío, el creyente aferrado a la conciencia (taqwa) de Allāh siente un sublime estado donde los sentidos se acentúan, en la cual la realidad (ḥaqīqa) se hace aún más real (ḥaqq). Lo mismo ocurre con la luna, donde unos ven un cielo oscuro como el terciopelo, el creyente sincero ve el hilāl de luna, frágil y débil que marca el comienzo del divino mes. Y a partir de ahí, alḥamdulillāh, comienza a vivir en nosotros todos los misterios que esconde el Ramadán.
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Hay una bellísima descripción del Shama’il Muḥammadiyya donde su nieto Hassab b. ‘Ali cuenta que, por la barakaque tenía la cara del Profeta ﷺ, este brillaba como si fuese la luna llena. Esta bella metáfora expresa el punto medio, el cénit de los meses e incluso de la vida, pero sin lo incipiente nada de esto sería posible.
Por ello, y como hemos dicho en esta khutba de antes de Ramadán, tenemos que esperar a la luna. Y lo hacemos tal y como nuestro Profeta ﷺnos ha enseñado: llenos de alegría, sonrientes, preparados para cambiar nuestra vida durante un mes que luego se enraiza en el resto del año.
Así, Imām Abu Dawud nos cuenta que el Profeta no recomendaba ayunar antes de Ramadán hasta que no se viera la luna: «(…) No ayunéis hasta que no la veáis [la luna] y ayunad mientras la veáis» (Sunan Abu Dawud, 14:15). Pues no se trata de anticiparse, es el vivir el momento justo, conscientes de los dictados de Allāh.
Es la luna la que representa nuestra propia existencia. Aparecemos por la raḥma de Allāh, brillamos viviendo y resplandecemos alabando a su Mensajero ﷺ para extinguirnos lentamente en su infinita existencia, en su rubbubiya (señorío) de Señor de los Mundos (rabb al- ‘alamīn). Por eso miramos al cielo buscando la luna, porque, en suma, nos buscamos a nosotros mismos; encontramos, con vértigo, nuestra vida. Y Ramadán nos recuerda nuestra dureza que nos hace resistir privados de la vida aparente y, a la vez, nuestra enorme fragilidad pues dependemos de lo que Allāh ha dictado (qadr).
Este mes aprendemos que el qadr es inexorable, y que ni el hambre o la sed pueden doblegarlo. El ayuno no es privación, es grandeza; es romper nuestro tiempo lineal para sentir que la voluntad de Allāh, exaltado sea su nombre, nos rige y que nuestro más bello ejemplo está en la senda de nuestro amado Muḥammad ﷺ. Poco más pueden decir mis palabras ante la llegada del Ramadán, tan solo mirar al cielo, buscar la luna y esperar a ver su blanca luz.
¡Ya Allāh! Te pedimos que con la luz de la luna ilumine nuestros corazones y rompa cualquier servidumbre que no sea a Él. Luz muḥammadiana que se expanda por la tierra y protegiendo su bendita creación.
Así pedimos a Allāh subhana wa t‘ala que nos otorgue el furqan (discernimiento) para vivir esta vida ye encaminarnos a su divino jardín. Aceptando nuestras responsabilidades y el mandato divino. Brindando luz muḥammadiana a la tierra y protegiendo su bendita creación.
Pedimos a Allāh que, a través de su salām, incremente nuestro imān, limpie nuestros corazones y los llene de luz (nūr) muḥammadiana.
Pedimos Allāh que perdone y otorgue paz a nuestros antepasados, a nosotros, a nuestros padres y a todos los creyentes.
Pedimos a Allāh que nos guie con salam en el ṣirāṭ al-mustaqīm (camino recto) y que Él acepte nuestra ‘ibada (adoración).
Dicho esto, que nuestras palabras estén bajo la obediencia a nuestro rabb, el señor de todos los mundos.