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lunes, 12 de septiembre de 2011

CONTRA LA FELICIDAD DE LOS HIJOS o LA POLÍTICA DEL AVESTRUZ

CONTRA LA FELICIDAD DE LOS HIJOS o LA POLÍTICA DEL AVESTRUZ

“Ser madre o ser padre inevitablemente significa ser jodido” (Pilar Sordo, Psicóloga chilena)

Título provocador sin duda. Todos queremos que nuestros hijos sean felices. Yo prefiero atacar ese concepto, a ver a donde llegamos. Originalmente pensé ponerle a este artículo “Los Límites de la Autoridad”, pero la verdad del asunto es que si uno lo ve con cierta claridad, lo que pasa en realidad no es que falte Autoridad, es que sobra Permisividad, y esta se justifica con el cuentazo de la felicidad de los hijos. Como padre y docente he tenido que enfrentar las ideas de otros padres, madres y abuelas, tíos y tías, e incluso de docentes, que con desesperación tratan de hacer felices a sus hijos, sobrinos, nietos y alumnos. Se hacen esfuerzos ímprobos para proteger a los niños, lo que está bien por supuesto. Protegerlos de la violencia, la miseria y la ignorancia es precisamente lo que le toca a la generación anterior, pero de ningún modo podemos, y ni siquiera debemos, protegerlos de absolutamente todo. Peor aún, no podemos tratarlos como tacitas de porcelana, como si la vida fuera en su totalidad algo tan terrible y tan insoportable que podría quebrarlos, por lo que tratan de impedir a toda costa que tomen contacto con ella. Y esta es una política del Avestruz, por la que tratamos por todos los medios de impedir que los niños y niñas se contacten con los hechos desagradables de la vida.

La Felicidad, ja ja

Empecemos por el principio, con nuestro fiel Diccionario de la Real Academia, en su versión virtual:
Felicidad. (Del lat. felicĭtas, -ātis).
1. f. Estado del ánimo que se complace en la posesión de un bien.
2. f. Satisfacción, gusto, contento.

Lo primero que surge es el tema del “estado de ánimo que se complace en poseer un bien”. Entiendo que los bienes no son necesariamente físicos, y en todo caso el acento no está puesto en la posesión, sino en el estado de ánimo. De hecho, hablar de “un bien” así en directo nos refiere al tema de los valores. Pero la cosa es que la felicidad parece ser un estado de bienestar íntimo, una satisfacción, un gusto, un contento generalizado. Creo que la definición de la RAE es poco explicativa, porque la felicidad es un concepto elusivo, más aún cuando tratamos de hacer felices a otros. Procurar la felicidad parece haberse convertido en una obligación que la generación más vieja le debe a la más joven, en vez de ser un objetivo que cada ser humano se plantea obtener en el transcurso de su propia vida. El deseo de lograr un estado de ánimo de satisfacción plena es tal vez el más generalizado de todos, y de ahí que podamos afirmar con cierta seguridad que la felicidad no viene de afuera, sino de adentro de la persona humana. La felicidad es un enorme problema, lograrla quiero decir. Hay tantos y tantos factores en la vida que nos privan de los bienes físicos y emocionales, que al final la infelicidad se ceba en todos, en algún momento y en alguna forma, y nadie se salva de pasarla mal. Del otro lado, nadie tiene el monopolio de la felicidad y según parece no tiene mucho que ver con la posesión de bienes materiales, aunque es indudable que un mínimo de bienes materiales – por algo son bienes – es necesario para alcanzarla.

La Felicidad de los Hijos

No hay cosa más instalada en la mente de madres y padres que el cuidado de la progenie, y de hecho eso ha funcionado bastante bien desde hace una buena recatafila de milenios. La Cultura metió la nariz hace pocos miles de años, pero asumió el asunto con todo, y de hecho, en nuestras mentes y documentos, esto de cuidar a nuestros hijos está presente, pues no hay sociedad que tolere que se trate mal a los hijos, a no ser que sea “por su bien”, claro. Sin embargo, esos locos bajitos tienen otras ideas. No piensan en ser felices, y quizá por eso necesitan muy poco para serlo. La felicidad de los hijos suele ser confundida con la inconsciencia, y la inocencia, virtud infantil, es considerada extemporánea y prueba de pérdida de contacto con la realidad en los jóvenes y los adultos. Sin embargo, como en alguna parte leí, lo mejor de la inocencia es perderla, y la inconsciencia sirve básicamente para crear émulos de los tres monos de ojos, boca y orejas tapadas, o avestruces que creen que la cosa deja de existir porque no la ve. De hecho, los niños son cualquier cosa menos esos dulces seres que nos venden los huachafos. Son increíblemente perceptivos, al extremo de poderse compararlos con esponjas. Son extraordinarios aprendices, y su razonamiento tiende a ser concreto y blindado, cuando no se ha hecho el esfuerzo de castrarlos cognitivamente, o cuando no se les ha descuidado irresponsablemente en su salud, educación y demás cuidados. También hay en ellos cierta perversidad, como es fácil ver cuando destripan un animalito, o cuando juegan entre ellos un juego que involucre jerarquías. Vamos, que no se trata de angelitos con cerebros tipo tábula rasa, como cualquier maestro, padre o madre de familia no obnubilada sabe.

Frustración y Felicidad

Que los niños sean felices no es tan deseable. En realidad, como decíamos, protegerlos es la cosa, pero hay cosas de las que no se les puede proteger, como las frustraciones. De hecho no es nada descaminado que estén bien acompañados cuando las sufren, pero no debería impedírseles la vivencia, porque entonces entran en juego las compensaciones, y lo que el chico termina aprendiendo es que cada vez que le pase algo, papi o mami o la abuelita le darán su caramelo. Y cuando no lo reciba de adulto ahí la infelicidad le pasará la factura, y acumulada con intereses. Pero los papis, mamis y abuelitos por lo general lo que hacen es enfrentar sus propias frustraciones a través de los niños, y resuelven su problema pasándoselo a la generación siguiente. Un amigo mío lo ilustraba muy bien en una ocurrencia: “Definición de chompa: Lo que las mamis le ponen a los hijos cuando ellas tienen frío”. Crear entornos con exceso de protección es un riesgo. Bertrand Russell señalaba la necesidad de que niños y jóvenes puedan enfrentar situaciones controladas de riesgo físico, que les forman para enfrentar las durezas de la existencia.

Los niños deberían ser enseñados a lidiar con la frustración y con los problemas de la vida. Y si no lo aprenden de chicos, igual lo tendrán que aprender de adultos, pero a la mala. De los apoderados depende esto, pero es que es tan fácil no estar, o estar a medias – siempre habrá pretextos para ello – que en realidad los maestros de los niños son los medios de descomunicación, en particular la televisión, que vende en sus programas imágenes de la felicidad, entendida básicamente como una fiesta permanente. La tierrita donde el avestruz entierra la cabeza no está despoblada de contenidos falsos y descripciones falaces. La escuela carece de medios para competir con los medios, y todo lo que queda es el ejemplo familiar. Pero el consumismo le ha arrebatado a la familia su aportación valorativa, y por ende el espacio de los padres es cada vez más estrecho. Los niños aprenden con rapidez extraordinaria, y de hecho, lo que los padres no hagan cuando son niños, ya no lo harán nunca. Por desgracia parece ser que lo que hacen en su mayoría es pintar un mundo de colores brillantes que poco o nada tiene que ver con los grisáceos tonos de la existencia real.

Familia y permisividad

La familia se supone sigue siendo considerada la base de la sociedad, pero sabemos en positivo que las familias andan como la mona, que hermanos a hermanos se hacen la guerra, que hay hijas e hijos que asesinan a sus padres y madres por plata, que a la hora de las herencias se produce una general sacadera de ojos, que el principal asesino de mujeres es la pareja, que los principales violadores de menores son padres, tíos y otros parientes cercanos, y que hay padres y madres que alquilan a sus hijos por cinco soles al día, cuando no son ellos mismos los que dirigen el “negocio” de la mendicidad, la venta nocturna de cuerpos núbiles, o el narcotráfico hormiga. Parece ser que los problemas de la generación anterior simplemente pasan a la posterior de manera automática, en función de procesos de mímesis donde los niños copian y repiten la tradición familiar. Y de esto no se libra nadie. Como dice la canción, se sufre en ambos extremos de las clases sociales. Algunos explican esto como resultado de la “pérdida de valores”, y francamente a veces me canso de decir que los valores no son billeteras que se pierden en la calle. Cabe preguntarse qué ha pasado con las familias en general, y mirar hacia atrás hacia la sociedad patriarcal no nos ayuda en nada, si no es a sentir una chocante nostalgia por los tiempos pasados que a mí me evoca una especie de senilidad anticipada. Sin embargo, siendo los valores un tema ético nos pueden ayudar a entender un poco esto de la felicidad.

Valores y Felicidad

La Sociedad se sustenta sobre prácticas y acciones que se expresan con ritos y ceremonias, con actitudes y conductas, que expresan contenidos simbólicos. Tales contenidos simbólicos están basados en un núcleo axiológico: Los valores. El proceso de la felicidad se supone viene adscrito en la percepción, crítica, aceptación y corporización de dichos valores sociales. Veamos algunos caracteres de los valores:

Los valores son básicamente preferencias. Es decir, las personas social e individualmente tienden a preferir ciertos estados de cosas a otros, y eso se expresa en ciertos valores con preferencia a otros. Estar tranquilo y en paz parece ser mejor que estar intranquilo y en conflicto constante, y por eso tratamos de mantener la tranquilidad pública a través de las leyes y una fuerza policial que las haga cumplir. Ocultar el hecho bajo la alfombra implica que los niños no saben que la paz y la tranquilidad tienen precio, y que este precio hay que pagarlo sí o sí en actitudes y acciones.

Los valores poseen una polaridad, tienen lado positivo y negativo: Malo - Bueno, Feo – Lindo, Lógico – Ilógico, Sagrado – Profano, Sanidad – Enfermedad. Hay una tendencia a referirse a estas parejas como “valores”·- “anti-valores”, lo que tiene poco sentido. Diferenciar los pros de los antis no es rentable para una ética realista, en un contexto postmoderno relativista. Tan valor es la Justicia como la Injusticia, la Honradez como la Deshonra. Se puede recurrir a la idea de anti-valor, pero me parece que el relativismo postmoderno determina que se tenga que los valores dominantes son producto de conflictos entre grupos, y que adscribir a determinados valores coloca a las gentes necesariamente en un bando de varios. Ocultar que hay anti-valores importantes que son apreciados socialmente no ayuda. Pensemos en el tema de las drogas. Ya no es tan fácil decir que “son malas”, cuando, como decía un amigo, “el problema de las drogas no es que sean malas, es que son buenísimas”. Ello ilustra cuánto se han relativizado los conceptos de lo bueno y lo malo, de modo que educar en valores se debería convertir en un ejercicio de reflexión y dilucidación constante, y en un procedimiento para lidiar con los problemas que trae la vida cotidiana. Formar en valores no será proteger de la realidad, sino más bien enfrentar lo que ocurre reflexiva y proactivamente. Y si no se hace ahora, no se hará nunca.

Los valores se ordenan en escalas. Para la Sociedad, para los grupos que la conforman, para los individuos, no hay valores aislados. Hay una mayor o menor jerarquía que permite tomar decisiones morales. Para decidir un curso de acción se privilegia un Valor sobre el Otro, y así también las sociedades y grupos consideran que hay Valores que cuentan más que otros. Donde hay desacuerdos de base es porque hay diversas escalas de valores en conflicto. Pensemos en debates como el de la unión civil gay, el aborto, la eutanasia, el gasto social y los impuestos. Los niños se percatan con bastante rapidez de lo que es Otro y Distinto, y ocultar que hay gays, pobres y muertos no sirve de gran cosa. La historia del príncipe Siddhartha ilustra el shock que se puede sentir cuando toda la data se viene de golpe.

Los Valores representan conceptos que no existen en la realidad cotidiana, son guías para realizar acciones o tomar actitudes que sí se plasman en la realidad cotidiana. Por ende, las situaciones reales tienden a modificar el ejercicio de los Valores. Se necesita coraje – a veces le decimos “valor”, así, en general – para defender una causa impopular, por ejemplo. Todos decimos querer la paz, pero veamos cómo nos comportamos en una barra brava, o cuando alguien se pone delante de nosotros en la cola. La coherencia de las acciones con los valores que se dice sostener pasa aquí por pruebas de fuego constantes, y ocultar lo que está a la vista solamente produce desazón.

Los Valores, como todo lo humano, pueden ser “dobles”. Es decir, se sostiene tener un Valor, cuando en realidad se sostiene otro Valor, o incluso el Valor contrario, es decir el anti-valor. Es fácil ver cómo se emplean ciertos valores para justificar la inercia y no tomar medidas efectivas contra el narcotráfico y la prostitución clandestina, por ejemplo. Las incoherencias sociales se transparentan en los niños y revientan en la adolescencia, a no ser que el chico haya sido mantenido en una esfera de cristal tan sólida que la realidad no entró. Pero en ese caso, el chico es un candidato casi seguro a una terapia emocional.

Colofón

Esto da para escribir un libro. Lo cierto es que la felicidad de los niños y niñas no puede construirse sobre la ocultación. No tiene sentido esconder el mundo, lo que hay que hacer es mostrarlo y dilucidarlo sin exageraciones ni dramatismos, y en eso los padres tienen como primer deber el comportarse como adultos, enfrentar ellos mismos el mundo, y no pasar su problemática irresuelta a la siguiente generación. Y punto.

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