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sábado, 10 de septiembre de 2011

El Lobby israelí y la política exterior estadounidense

El Lobby israelí y la política exterior estadounidense
La política exterior estadounidense determina acontecimientos en todos los rincones del globo. En ningún sitio es esto tan cierto como en Oriente Medio, una región de inestabilidad recurrente y de una importancia estratégica enorme. Recientemente, el intento de la administración Bush de transformar la región en una comunidad de democracias ha ayudado a crear una insurgencia resistente en Irak, una fuerte subida en el ámbito de los precios del petróleo y ataques terroristas en Madrid, Londres y Ammán. Con tanto en juego para tantos, todos los países necesitan entender las fuerzas que dirigen la política de los Estados Unidos en Oriente Medio.

Los intereses nacionales de los Estados Unidos deberían ser el primer objetivo de la política exterior estadounidense. Durante las últimas décadas, sin embargo, y especialmente desde la Guerra de los Seis días en 1967, el asunto principal de la política estadounidense en Oriente Medio ha sido su relación con Israel. La combinación de apoyo inquebrantable de los EE. UU. a Israel y el consiguiente esfuerzo para extender la democracia por toda la región ha inflamado a la opinión pública árabe e islámica y ha puesto en peligro la seguridad de los EE. UU.

La situación no tiene parangón en la política americana. ¿Por que los EE. UU. están dispuestos a dejar de lado su propia seguridad anteponiendo los intereses de otro estado? Podríamos suponer que el vínculo entre los dos países se basa en intereses estratégicos comunes o en imperativos morales muy convincentes. Como veremos más adelante, sin embargo, ninguna de esas dos explicaciones justifica la importante cantidad de material y apoyo diplomático que los EE. UU. proporcionan a Israel.

En lugar de eso, el empuje de la política estadounidense en la región se debe casi totalmente a la política interna de los EE. UU., especialmente a las actividades del “Lobby israelí”. Otros grupos con intereses particulares han conseguido desviar la política exterior estadounidense en direcciones que les favorecían, pero ningún lobby ha conseguido desviarla hasta el punto de que el interés nacional norteamericano está siendo descuidado mientras se intenta, simultáneamente, convencer al pueblo estadounidense de que los intereses de los EE. UU. e Israel son esencialmente idénticos.

En las páginas siguientes describiremos cómo el Lobby ha conseguido esta hazaña y cómo sus actividades han dado forma a las acciones estadounidenses en esta zona tan crítica. Dada la importancia estratégica de Oriente Medio y su potencial impacto en otras zonas, tanto los norteamericanos como los que no lo son deben entender y abordar la influencia del Lobby en la política estadounidense.

Algunos lectores encontrarán este análisis preocupante, pero los hechos aquí mencionados no se ven discutidos seriamente por los expertos. Nuestro informe se basa sobre todo en el trabajo de expertos israelíes y periodistas que merecen mucha credibilidad por echar luz sobre estos temas. También nos basamos en pruebas aportadas por organizaciones para los derechos humanos muy respetadas, internacionales e israelíes. Del mismo modo que nuestras afirmaciones sobre el impacto del Lobby se basan en testimonios de miembros del propio Lobby y también de políticos que han trabajado con ellos. Los lectores pueden rechazar nuestras conclusiones, por supuesto, pero las pruebas en las que se basan no admiten polémica.


EL GRAN BENEFACTOR

Desde la Guerra de Octubre de 1973, Washington ha dado a Israel una cantidad de apoyo que eclipsa las cantidades ofrecidas a cualquier otro estado. Es el mayor receptor anual de ayuda directa estadounidense tanto militar como económica desde 1976 y el mayor receptor total desde la segunda guerra mundial. La ayuda directa total de los EE. UU. a Israel supera los 140.000 millones de dólares de 2003. Israel recibe unos tres millones de dólares anuales en asistencia externa directa, lo que es, aproximadamente, un quinto del presupuesto estadounidense para ayuda externa. En términos per cápita los EE. UU. dan a cada israelí un subsidio directo de unos 500 dólares al año. Esta generosidad sorprende especialmente cuando uno se da cuenta de que Israel es hoy en día un estado industrializado rico con una renta per cápita similar al de Corea del Sur o España.

Israel recibe además otros tratos especiales de Washington. Otros receptores de ayuda reciben su dinero en plazos trimestrales, pero Israel recibe su asignación total al principio de cada año fiscal y de este modo obtiene intereses extra. La mayoría de los receptores de ayuda militar estadounidense deben gastar esa ayuda en los EE. UU., pero Israel puede usar casi el 25% de su asignación para subvencionar su propia industria defensiva. Israel es el único país receptor que no tiene que dar cuentas de cómo gasta la ayuda, una excepción que hace que sea casi imposible impedir que el dinero se use para fines a los que se opongan los EE. UU., como la construcción de asentamientos en la Orilla Oeste.

Aun más, los EE. UU. han concedido a Israel unos tres mil millones de dólares para el desarrollo de sistemas armamentísticos como el avión Lavi que el Pentágono no quería ni necesitaba, mientras daba a Israel acceso a armas estadounidenses de alto nivel como los helicópteros Blackhawk y los jet F-16. Además los EE. UU. dan a Israel acceso a secretos de la OTAN que niega a sus aliados en la Organización y hace la vista gorda con respecto a la adquisición por parte de Israel de armas nucleares.

Washington también da a Israel un apoyo diplomático constante. Desde 1982 los EE. UU. han vetado 32 resoluciones del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas que eran críticas para Israel, un número muy superior a los vetos totales dados por todos los otros miembros del Consejo de Seguridad. También bloquea los esfuerzos de los países árabes para poner el arsenal nuclear de Israel en la agenda de la Agencia Internacional de la Energía Atómica.

Los EE. UU. también acuden al rescate de Israel en tiempos de guerra y se ponen de su lado en las negociaciones de paz. La administración Nixon abasteció a Israel durante la Guerra de Octubre y protegió a Israel de la amenaza de la intervención soviética. Washington estuvo profundamente implicado en las negociaciones que acabaron con esa guerra así como en el largo proceso “paso a paso” que la siguió, jugando al mismo tiempo un papel clave en las negociaciones que precedieron y siguieron a los Acuerdos de Oslo de 1993. Hubo fricciones ocasionales entre representantes estadounidenses e israelíes en ambos casos, pero los EE. UU. coordinaron sus posiciones con Israel y apoyaron constantemente el planteamiento israelí en las negociaciones. Claro que un participante americano en Camp David (2000) dijo después: “… demasiado a menudo actuamos… como abogado de Israel”.

Como veremos más adelante, Washington ha dado a Israel mucha libertad en el trato de los territorios ocupados, (la Orilla oeste y la Franja de Gaza), incluso cuando sus acciones estaban en desacuerdo con la política estadounidense establecida. Aun más, la ambigua estrategia de la administración Bush para transformar Oriente Medio –empezando por la invasión de Irak– tiene como fin parcial mejorar la situación estratégica de Israel. Aparte de las alianzas en tiempos de guerra, se hace difícil pensar en otra situación en la que un país haya dado a otro un nivel similar de ayuda material y diplomática durante un periodo tan extenso. El apoyo estadounidense a Israel es, en resumen, único.

Esta generosidad extraordinaria podría ser comprensible si Israel fuera un punto de estrategia vital o si hubiera un caso moral convincente para un apoyo estadounidense ininterrumpido. Pero ninguno de esos motivos es convincente.


UNA RESPONSABILIDAD ESTRATÉGICA

Según la página web del Comité Americano-Israelí de Asuntos Públicos (AIPAC), “los EE. UU. e Israel forman una alianza única para enfrontarse a las cada vez mayores amenazas estratégicas de Oriente Medio. … Este esfuerzo colaborador ofrece beneficios importantes tanto para los EE. UU. como para Israel”. Esta afirmación es un artículo de fe entre los partidarios de Israel y lo repiten constantemente los políticos israelíes y los americanos pro-Israel.

Israel quizá fuese un punto estratégico durante la guerra fría. Pero al actuar como apoderado americano durante la Guerra de los seis días, (1967), Israel ayudó a contener la expansión de la Unión Soviética en la región e infligió derrotas humillantes a estados satélites soviéticos como Egipto y Siria. Israel ha llegado a ayudar en otras ocasiones a proteger a otros aliados de los EE. UU. (como el rey Hussein de Jordania) y su capacidad militar obligó a Moscú a gastar más para ayudar a sus aliados perdedores. Israel también dio a los EE. UU. información secreta útil sobre la capacidad soviética.

Pero no se debe exagerar el valor estratégico de Israel durante ese periodo. Apoyar a Israel no resultó barato y complicó las relaciones estadounidenses con el mundo árabe. Por ejemplo, la decisión norteamericana de dar a Israel 2,2 mil millones de dólares como ayuda para una urgencia militar durante la Guerra de Octubre provocó un embargo de crudo de la OPEC que causó daños considerables en las economías occidentales. Aun más, los ejércitos israelíes no pudieron proteger los intereses estadounidenses en la región. Por ejemplo, los EE. UU. no pudieron apoyarse en Israel cuando la revolución iraní de 1979 hizo aparecer preocupaciones sobre la seguridad de las reservas petrolíferas del Golfo Pérsico y hubieron de crear su propias “Fuerzas de despliegue rápido” (Rapid Deployment Force).

Aunque Israel fuese un punto estratégico durante la guerra fría, la primera guerra del Golfo (1990-91) reveló que Israel se estaba convirtiendo en un peso estratégico. Los EE. UU. no podían usar las bases israelíes durante la guerra sin romper la coalición anti-Iraquí y se vieron obligados a desviar fuerzas (por ejemplo, baterías de misiles Patriot) para impedir que Tel Aviv hiciera algo que pudiese fracturar la alianza contra Saddam. La historia se repitió en 2003: a pesar de que Israel estaba deseando que los EE. UU. atacasen a Saddam, el presidente Bush no podía pedirle ayuda sin disparar la oposición árabe. Así que Israel volvió a quedarse a un lado.

A principios de los 90, especialmente después del 11 de setiembre (11S), el apoyo a Israel se ha justificado con la afirmación de que ambos estados se ven amenazados por grupos terroristas provenientes del mundo árabe o del musulmán y con una serie de “estados matones” que apoyan a esos grupos y con la búsqueda de armas de destrucción masiva. Estos razonamientos implican que Washington debería dejar carta blanca a Israel en sus negociaciones con Palestina y no presionar a Israel para que haga concesiones hasta que todos los terroristas palestinos estén en prisión o muertos. También implica que los Estados Unidos deber ir tras países como la República Islámica de Irán, el Irak de Saddam Hussein y la Siria de Bashar al-Assad. Israel es, de este modo, un aliado crucial en la guerra contra el terror, porque sus enemigos son los enemigos de los EE. UU.

Estos nuevos razonamientos parecen convincentes, pero Israel es, de hecho, una responsabilidad en la guerra contra el terror y el esfuerzo más duro a la hora de tratar con los estados matones.

Para empezar, el “terrorismo” es una táctica empleada por un amplio abanico de grupos políticos, no es un adversario simple y unificado. Las organizaciones terroristas que amenazan Israel (por ejemplo, Hamás o Hezbollah) no amenazan a los EE. UU., excepto cuando actúan en su contra (como en el Líbano en 1982). Aun más, el terrorismo palestino no es violencia aleatoria dirigida contra Israel u “Occidente”, es, en gran medida, una respuesta a la prolongada campaña israelí para colonizar la Orilla Oeste y la Franja de Gaza.

Más importante aún, decir que Israel y los EE. UU. están unidos por una amenaza terrorista común invierte la base de la relación: es decir, los EE. UU. tienen un problema de terrorismo en buena parte porque tienen una alianza con Israel, no al revés. El apoyo de los EE. UU. a Israel no es la única fuente de terrorismo antiamericano, pero es una muy importante, y hace que ganar la guerra del terror sea más difícil. No hay duda, por ejemplo, de que muchos líderes de al Qaeda, incluyendo a Bin Laden, se ven motivados por la presencia israelí en Jerusalén y la grave situación palestina. Según la Comisión del 11S, Bin Laden buscaba explícitamente castigar a los EE. UU. por su política en Oriente Medio, incluido su apoyo a Israel e incluso intentó programar los ataques para remarcar ese punto.

Igual de importante es que el apoyo incondicional de los EE. UU. a Israel hace más fácil para extremistas como Bin Laden conseguir apoyo popular y atraer reclutas. Encuestas de opinión pública confirman que la población árabe se muestra muy hostil contra el apoyo estadounidense a Israel y el Grupo consejero del departamento de los EE. UU. de diplomacia pública para el mundo árabe y musulmán descubrió que “los ciudadanos de estos países están muy angustiados por la grave situación de los palestinos y por el papel que perciben que juegan los EE. UU.”.

Por lo que respecta a los denominados “estados matones” de Oriente Medio éstos no suponen una amenaza alarmante para los intereses estadounidenses, aparte del compromiso de los EE. UU. con Israel. A pesar de que los EE. UU. tienen ciertas desavenencias con estos regímenes, Washington no debería estar tan preocupado por Irán, Irak o Siria si no estuviese tan ligado a Israel. Aunque estos estados consiguiesen armas nucleares –algo que obviamente no es deseable– no supondría un desastre estratégico para los EE. UU. Ni los EE. UU. ni Israel podrían ser chantajeados por una amenaza nuclear porque el chantajista no podría llevar a cabo la amenaza sin recibir represalias arrolladoras. El peligro de un “traspaso nuclear” a terroristas es igualmente remoto ya que un estado matón no podría estar seguro de que ese traspaso no sería detectado o de que no sería acusado y castigado después.

Aun más, en realidad la relación de EE. UU. con Israel les hace más difícil tratar con estos estados. El arsenal nuclear de Israel es una de las razones por la que algunos de sus vecinos quieren armas nucleares y amenazar a estos estados con un cambio de régimen aumenta ese deseo. Israel ni siquiera es valioso en el caso de que los EE. UU. contemplasen usar la fuerza contra estos regímenes porque no puede participar en la lucha.

En resumen, tratar a Israel como el aliado más importante de los EE. UU. en la campaña contra el terrorismo y las diferentes dictaduras de Oriente Medio exagera la capacidad de Israel de ayudar en esos aspectos e ignora la manera en la que la política de Israel hace más difíciles los esfuerzos estadounidenses.

El apoyo incondicional a Israel también debilita la posición de los EE. UU. fuera de Oriente Medio. Élites extranjeras opinan constantemente que los EE. UU. apoyan de demasía a Israel y creen que su tolerancia hacia la represión israelí en los territorios ocupados es moralmente obtusa y una desventaja en la guerra contra el terrorismo. En abril de 2004, por ejemplo, 52 antiguos diplomáticos británicos enviaron al primer ministro Tony Blair una carta en la que le decían que el conflicto palestino-israelí había “envenenado las relaciones entre Occidente y los mundos árabe e islámico” y le advertían que la política de Bush y del primer ministro Ariel Sharon era “partidista e ilegal”.

Una última razón para cuestionar el valor estratégico de Israel es que no actúa como un aliado leal. Los funcionarios israelíes ignoran a menudo peticiones de los EE. UU., faltan a su palabra en promesas hechas a altos líderes estadounidenses (incluyendo compromisos anteriores para detener la construcción de asentamientos y para frenar los “asesinatos fijados” de líderes palestinos). Además, Israel ha proporcionado importante tecnología militar estadounidense a rivales potenciales de los EE. UU. como China, en lo que en Inspector General del Departamento de Estado de los EE. UU. llamó “un sistema de traspasos sin autorizar sistemático y creciente”. Según la Oficina General de Contabilidad de los EE. UU., Israel también “lleva a cabo las operaciones más agresivas de espionaje contra los EE. UU. por encima de cualquier aliado”. Además del caso de Jonathan Pollard, que dio a Israel grandes cantidades de material reservado a principios de los 80 (que Israel supuestamente pasó a la Unión Soviética para conseguir más visados de salida para judíos soviéticos), una nueva polémica surgió en 2004 cuando se descubrió que un funcionario clave del Pentágono (Larry Franklin) había entregado información secreta a un diplomático israelí supuestamente ayudado por dos funcionarios del AIPAC. Desde luego Israel no es el único país que espía a los EE. UU., pero su gran deseo de espiar a su principal benefactor pone más en duda su valor estratégico.


UN CASO DE MORALIDAD MENGUANTE

Aparte de su presunto valor estratégico, los partidarios de Israel también afirman que merece apoyo incondicional de los EE. UU. porque 1) es débil y está rodeado de enemigos; 2) es una democracia, que es una forma preferible de gobierno; 3) el pueblo judío ha sufrido crímenes en el pasado por los que merece un tratamiento especial; y 4) la conducta de Israel es moralmente superior al comportamiento de sus adversarios.

Inspeccionados más de cerca cada uno de estos argumentos es poco convincente. Hay un caso moralmente fuerte para apoyar la existencia de Israel, pero eso no está en peligro. Visto objetivamente, las conductas pasadas y presentes de Israel no ofrecen una base moral para darles más privilegios que a los palestinos.


¿Apoyo al más desvalido?

A menudo se describe a Israel como débil y asediado, como un David judío rodeado por un Goliat árabe. Esta imagen ha sido cuidadosamente alimentada por los líderes israelíes y escritores simpatizantes con la causa, pero la imagen opuesta está más cerca de la verdad. Contrariamente a lo que se suele creer, los Sionistas tenían fuerzas mayores, mejor equipadas y mejor mandadas durante la guerra de independencia de 1947-49 y las Fuerzas de Defensa Israelíes (IDF) consiguieron unas victorias rápidas y fáciles en 1956 y contra Egipto, Jordania y Siria en 1967 –antes de que la ayuda a gran escala de los EE. UU. empezase a llegar a Israel. Estas victorias dan pruebas evidentes del patriotismo israelí, de su capacidad organizadora y de su capacidad militar, pero también dejan claro que Israel nunca estuvo indefenso, ni siquiera en los primeros tiempos.

Hoy en día, Israel es la fuerza militar más importante de Oriente Medio. Su ejército convencional es muy superior a los de sus vecinos y es el único estado de la región que tiene armas nucleares. Egipto y Jordania firmaron tratados de paz con Israel y Arabia Saudí también se ofreció a hacerlo. Siria ha perdido a su benefactor soviético, Irak está diezmado por tres guerras desastrosas e Irán está a cientos de kilómetros. Los palestinos casi no tienen una policía eficaz, mucho menos un ejército que pudiese amenazar a Israel. Según un estudio de 2005 del Jaffee Center for Strategic Studies (Centro Jaffee para estudios estratégicos) de la Universidad de Tel Aviv, “el balance estratégico favorece decididamente a Israel, que ha continuado ampliando la distancia cualitativa entre su propia capacidad militar y su poder de disuasión y la de sus vecinos”. Si favorecer al más desvalido fuese un razonamiento convincente, los EE. UU. deberían apoyar a los oponentes de Israel.


¿Ayuda a una democracia amiga?

El apoyo americano a menudo se justifica afirmando que Israel es una democracia amiga rodeada por dictaduras hostiles. Este razonamiento suena convincente, pero no justifica el nivel de apoyo actual. Después de todo, hay muchas democracias por el mundo, pero ninguna recibe el suntuoso apoyo que recibe Israel. Los EE. UU. han derrocado gobiernos democráticos en el pasado y han apoyado a dictadores cuando esto resultó beneficioso para los intereses norteamericanos y tienen buenas relaciones con un buen número de dictaduras actuales. Así pues, ser una democracia no justifica ni explica el apoyo estadounidense a Israel.

El razonamiento de “democracia compartida” se ve debilitado también por aspectos de la democracia israelí que van en contra de valores norteamericanos. La de los EE. UU. es una democracia liberal donde se supone que la gente de cualquier raza, religión o grupo étnico goza de los mismos derechos. Como comparación, Israel fue fundado explícitamente como un estado judío y la ciudadanía se basa en el principio de afinidad sanguínea. Dado este concepto de ciudadanía, no nos sorprende que a los árabes de Israel, un millón tres cientos mil, se les trate como a ciudadanos de segunda clase o que una reciente comisión del gobierno de Israel declarase que Israel se comporta de forma “negligente y discriminatoria” con ellos.

De forma similar Israel no permite que los palestinos que se casan con ciudadanos israelíes pasen a ser también ciudadanos israelíes y no les concede a estas esposas el derecho a vivir en Israel. La organización israelí para los derechos humanos B’tselem denominó esta restricción “una ley racista que determina quién puede vivir aquí según criterios racistas”. Tales leyes pueden ser comprensibles dados los principios fundamentales de Israel, pero no están de acuerdo con la imagen de democracia norteamericana.

El estatus democrático de Israel también está minado por su negativa a otorgar a los palestinos un estado viable propio. Israel controla la vida de unos 3,8 millones de palestinos en Gaza y en la Orilla Oeste, mientras coloniza tierras en las que los palestinos han vivido durante mucho tiempo. Israel es una democracia formal, pero los millones de palestinos que controla tienen negados sus derechos políticos y, por lo tanto, el razonamiento de “democracia compartida” se ve correspondientemente debilitada.


Compensación por los crímenes del pasado

La tercera justificación moral es la historia del sufrimiento judío en el occidente católico, especialmente el trágico episodio del Holocausto. Como los judíos fueron perseguidos durante siglos y sólo pueden estar a salvo en una patria judía, muchos creen que Israel merece un tratamiento especial por parte de los EE. UU.

Está claro que los judíos han sufrido mucho debido al despreciable legado del antisemitismo y que la creación de Israel fue una respuesta adecuada a una larga lista de crímenes. La historia, como hemos dicho, nos ofrece un caso moralmente fuerte para la defensa de la existencia de Israel. Pero la creación de Israel llevó consigo crímenes adicionales contra un pueblo completamente inocente: el palestino.

El desarrollo de estos acontecimientos está claro. Cuando el Sionismo político comenzó en serio en el siglo XIX, en Palestina sólo había unos 15.000 judíos. En 1983, por ejemplo, los árabes comprendían aproximadamente el 95% de la población y a pesar de estar bajo control otomano, permanecieron en posesión de su territorio durante 1.300 años. Incluso cuando se fundó Israel, los judíos eran sólo el 35% de la población de Palestina y poseían el 7% de las tierras.

La dirección de la principal corriente sionista no estaba interesada en establecer un estado binacional o en aceptar una partición permanente de Palestina. La dirección sionista deseaba a veces aceptar la partición como primer paso, pero esto sólo era una maniobra táctica y no su objetivo real. Como dijo David Ben-Gurion a finales de los años 30: “Después de la formación de un gran ejército en la debilidad del establecimiento de un estado, aboliremos la partición y nos expandiremos por toda Palestina”.

Para alcanzar esa meta los sionistas debían expulsar a un gran número de árabes del territorio que acabaría siendo Israel. Era la única forma de conseguir su objetivo. Ben-Gurion vio el problema con claridad y escribió en 1941: “es imposible imaginar una evacuación general (de la población árabe) sin usar la fuerza de forma brutal”. O como dice el historiador israelí Benny Morris: “La idea de traslado es tan vieja como el sionismo moderno y ha acompañado a su evolución y praxis durante el último siglo”.

Esta oportunidad llegó en 1947-48 cuando las fuerzas israelíes llevaron a 700.000 palestinos al exilio. Los israelíes han afirmado durante mucho tiempo que los árabes se fueron porque sus líderes se lo mandaron, pero estudios cuidadosos (muchos de ellos hechos por historiadores israelíes como Morris) han echado abajo este mito. De hecho, la mayoría de los líderes árabes pidió a la población palestina que se quedase en casa, pero el miedo a una muerte violenta a manos de las fuerzas sionistas hizo que la mayoría huyese. Después de la guerra Israel prohibió el regreso de los palestinos exiliados.

El hecho de que la creación de Israel suponía un crimen moral contra el pueblo palestino estaba claro para los líderes israelíes. Como Ben-Gurion le dijo a Nahum Goldmann, presidente del Congreso judío mundial, “si yo fuese un líder árabe nunca haría las paces con Israel. Es natural: hemos ocupado su país. … Procedemos de Israel, pero de eso hace dos mil años, ¿qué tiene eso que ver con ellos? Ha habido antisemitismo, los nazis, Hitler, Auschwitz, pero, ¿fue por su culpa? Ellos sólo ven una cosa: hemos llegado aquí y les hemos robado su país. ¿Por qué tienen que aceptarlo?”.

Desde entonces, los líderes israelíes han buscado repetidamente negar las ambiciones nacionalistas de los palestinos. La primera ministra Golda Meir dijo una frase que llegó a ser famosa: “no existe nadie que sea un palestino”. Incluso el primer ministro Yitzhak Rabin, quien firmó en 1993 los Acuerdos de Oslo, nada menos que se opuso a la creación de un estado palestino de derecho. La presión de extremistas violentos y el aumento de población palestina ha obligado a los líderes israelíes posteriores a retirarse de algunos de los territorios ocupados y a explorar compromisos territoriales, pero ningún gobierno israelí ha estado dispuesto a ofrecer a los palestinos un estado propio viable. Incluso la supuestamente generosa oferta del primer ministro Ehud Barak en Camp David en julio de 2000 sólo les daba a los palestinos una serie de “Bantustans” desarmada y desmembrada bajo el control de facto de Israel.

Los crímenes europeos contra los judíos ofrecen una justificación moral clara del derecho de Israel a existir, pero la supervivencia de Israel no está en duda –aunque algunos extremistas islámicos hagan referencias escandalosas y poco realistas a “borrarlo de la faz de la tierra” – y la trágica historia del pueblo judío no obliga a los EE. UU. a ayudar a Israel sin importar lo que hace en la actualidad.


Los “virtuosos israelíes” contra los “malvados árabes”

El argumento moral definitivo describe a Israel como un país que ha buscado la paz constantemente y que siempre ha mostrado contención incluso cuando era provocado. De los árabes, al contrario, se dice que siempre han actuado con gran maldad. Esta narración –que repiten hasta la saciedad líderes israelíes y apologistas norteamericanos como Alan Dershowitz– es otro mito. En términos de comportamiento actual, la conducta moral israelí no es moralmente distinguible de las acciones de sus oponentes.

Estudios israelíes demuestran que los primeros sionistas estaban muy lejos de ser benevolentes con los árabes palestinos. Los habitantes árabes se resistieron a la usurpación sionista, lo que no puede sorprender a nadie dado que los sionistas estaban intentando crear su propio estado en territorio árabe. Los sionistas respondieron vigorosamente y ninguno de los dos bandos tiene moralmente la razón durante este periodo. Este mismo estudio revela también que la creación de Israel en 1947-48 implicó actos explícitos de limpieza étnica incluidas ejecuciones, masacres y violaciones por parte de judíos.

Además, la conducta posterior de Israel hacia sus adversarios árabes y hacia los palestinos ha sido, a menudo, brutal, sometiendo cada reivindicación a una conducta moralmente superior. Entre 1949 y 1956, por ejemplo, las fuerzas de seguridad israelíes mataron entre 2.700 y 5.000 infiltrados árabes, la gran mayoría de los cuales estaba desarmada. Las IDF llevaron a cabo numerosos ataques transfronterizos contra sus vecinos a principios de los 50 y a pesar de que estas acciones fueron descritas como respuestas defensivas, en realidad eran parte de un amplio esfuerzo por expandir las fronteras de Israel. Las ambiciones expansionistas de Israel le llevaron a unirse también a Gran Bretaña y Francia en el ataque a Egipto de 1956, Israel sólo se retiró de las tierras conquistadas tras la intensa presión ejercida por los EE. UU.

Las IDF también mataron a cientos de prisioneros de guerra egipcios en las guerras de 1956 y 1967. En 1967 expulsaron entre 100.000 y 260.000 palestinos de la recién conquista Orilla Oeste y echaron a 80.000 sirios de los Altos del Golán. También fue cómplice de la masacre de 700 inocentes palestinos en los campos de refugiados de Sabra y Shatila después de la invasión del Líbano en 1982 y una comisión de investigación israelí declaró al ministro de defensa de aquel momento, Sharon, “personalmente responsable” de estas atrocidades.

El personal israelí ha torturado a numerosos prisioneros palestinos, humillándolos sistemáticamente y ha molestado a civiles palestinos y usado la fuerza indiscriminadamente contra ellos en numerosas ocasiones. Durante la Primera Intifada (1987-1991), por ejemplo, las IDF distribuyeron porras entre sus tropas y las animaron a romper los huesos de los protestantes palestinos. La organización sueca “Save the Children” estimó que “entre 23.600 y 29.000 niños habían necesitado atención médica por heridas de golpes en los dos primeros años de la intifada”, aproximadamente un tercio tenía huesos rotos. Casi un tercio de los niños golpeados tenía diez años o menos.

La respuesta de Israel a la Segunda Intifada (2000-2005) ha sido más violenta, llevando a Ha’aretz a declarar que “las IDF … se están convirtiendo en una máquina de matar cuya eficacia es impresionante, casi espantosa”. Las IDF dispararon un millón e balas en los primeros días del levantamiento, lo que está muy lejos de una respuesta comedida. Desde entonces Israel ha matado a 3,4 palestinos por cada Israel perdido, la mayoría de los cuales eran testigos inocentes; la relación de niños palestinos muertos contra niños israelíes es superior (5,7 contra 1). Las fuerzas israelíes han matado también a varios activistas extranjeros por la paz, incluida la joven a norteamericana de 23 años que fue aplastada por un bulldozer israelí en marzo de 2003.

Estos hechos sobre la conducta israelí han sido ampliamente documentados por numerosas organizaciones pro derechos humanos –incluyendo destacados grupos israelíes– y no admiten discusión por los observadores internacionales. Por esto mismo cuatro antiguos miembros del Shin Bet (la organización de seguridad interna de Israel) condenaron la actuación israelí durante la Segunda Intifada en noviembre de 2003. Uno de ellos declaró: “nos estamos comportando de una forma vergonzosa”, y otro tachó la conducta de Israel de “claramente inmoral”.

¿Pero no tiene derecho Israel a hacer lo que sea necesario para proteger a sus ciudadanos? ¿No justifica el mal del terrorismo el apoyo continuo de los EE. UU. aunque Israel responda con dureza?

De hecho este argumento tampoco es una justificación moral convincente. Los palestinos han usado el terrorismo contra los ocupantes israelíes y su disposición a atacar civiles inocentes está mal. Ese comportamiento no sorprende, sin embargo, porque los palestinos creen que no tienen otra manera de forzar concesiones israelíes. Como admitió una vez el primer ministro Barak, si hubiese nacido palestino “se habría unido a una organización terrorista”.

Tampoco debemos olvidar que los sionistas usaron el terrorismo cuando se vieron en una situación de debilidad similar y estaban intentando conseguir su propio estado. Entre 1944 y 1947 varias organizaciones sionistas usaron ataques terroristas con bombas para expulsar a los británicos de Palestina y por el camino se llevaron muchas vidas de civiles inocentes. Terroristas israelíes también asesinaron al mediador de la ONU, el conde Folke Bernadotte, en 1948 porque se oponía a su propuesta de internacionalizar Jerusalén. Los autores de estos actos no eran extremistas aislados: los jefes del plan de asesinato consiguieron la amnistía del gobierno israelí y uno de ellos fue elegido para el Knesset. Otro líder terrorista que aprobó el asesinato, pero que no fue juzgado, fue el futuro primer ministro Yitzhak Shamir. Es cierto, Shamir admitió públicamente que “ni la ética judía ni la tradición judía pueden rechazar el terrorismo como medio de combate”. Al contrario, el terrorismo tenía “un gran papel que jugar … en nuestra guerra contra el ocupante (Gran Bretaña)”. Si el uso del terrorismo por parte de los palestinos es moralmente censurable hoy en día, también la dependencia que de él tenía Israel en el pasado, por lo tanto no puede justificarse el apoyo de EE. UU. a Israel basándose en que su conducta en el pasado había sido moralmente superior.

Quizá Israel no haya actuado peor que muchos otros países, pero está claro que no ha actuado mejor. Y si ni los argumentos morales ni los estratégicos son válidos para el apoyo estadounidense a Israel, ¿cómo lo explicamos?


EL LOBBY ISRAELÍ

La explicación reposa en el incomparable poder del Lobby israelí. Si no fuera por la habilidad del Lobby para manipular el sistema político norteamericano, la relación entre Israel y los EE. UU. sería mucho menos íntima de lo que es en la actualidad.

¿Qué es el Lobby?

Usamos “el Lobby” como término breve cómodo para referirnos a la amplia coalición de individuos y organizaciones que trabajan activamente para dar forma a la política exterior de los EE. UU. en una dirección pro-israelí. Que usemos este término no tiene como finalidad sugerir que “el Lobby” es un movimiento unificado con un liderazgo central o que individuos integrados en él no difieran en ciertos puntos.

El corazón del Lobby está formado por judíos norteamericanos que hacen un esfuerzo significativo en sus vidas diarias para inclinar la política exterior estadounidense de forma que beneficie los intereses de Israel. Sus actividades van desde simplemente votar candidatos pro-israelíes hasta la escritura de cartas, contribuciones financieras y el apoyo a organizaciones pro-israelíes. Pero no todos los judíos norteamericanos son parte del Lobby, porque Israel no es un tema importante para muchos de ellos. En un estudio de 2004, por ejemplo, apenas el 36% de los judíos norteamericanos afirmó que no estaban “muy” o “nada en absoluto” atados emocionalmente a Israel.

Los judíos norteamericanos también difieren en políticas israelíes específicas. Muchas de las organizaciones clave del Lobby, como el AIPAC y la Conferencia de presidentes de grandes organizaciones judías (CPMJO) están motivadas por líneas duras que generalmente apoyan las políticas expansionistas del Likud israelí, incluyendo su hostilidad hacia el proceso de paz de Oslo. La mayoría de los judíos norteamericanos, por otra parte, estaría favorablemente dispuesta a hacer concesiones a los palestinos y algunos grupos –como la Voz judía por la paz– abogan con fuerza por esos pasos. A pesar de estas diferencias, tanto los moderados como la línea dura apoyan firmemente el apoyo de los EE. UU. a Israel.

No sorprende que los líderes judío-norteamericanos consulten a menudo con funcionarios israelíes para así poder ejercer la máxima influencia en los EE. UU. como un activista de una importante organización judía escribió “para nosotros es rutina decir: ‘ésta es nuestra política en cierto tema, pero debemos comprobar lo que dicen los israelíes’. Como comunidad lo hacemos constantemente”. También hay una norma muy dura en contra de criticar la política israelí y los líderes judío-norteamericanos rara vez apoyan que se ejerza presión sobre Israel. Así que Edgar Bronfman padre, presidente del Congreso judío mundial, fue acusado de “perfidia” cuando escribió una carta al presidente Bush a mediados de 2003 pidiéndole que presionase a Israel para que frenase la construcción de su polémica “valla de defensa”. Los críticos declararon que “sería obsceno en cualquier momento que el presidente del Congreso judío mundial presionase al presidente de los EE. UU. para que se opusiera a políticas llevadas a cabo por el gobierno de Israel”.

De forma similar, cuando el presidente del Foro político de Israel, Seymour Reich, aconsejó a la secretaria de estado Condoleezza Rice que presionase a Israel para que reabriese un paso fronterizo crítico en la Franja de Gaza en noviembre de 2005, los críticos denunciaron sus acciones como “comportamiento irresponsable” y declararon que “no hay lugar en absoluto en la corriente principal judía para actuaciones contrarias a la política relacionada con la seguridad … de Israel”. Huyendo de estos ataques, Reich declaró que “la palabra presión no existe en mi vocabulario cuando nos referimos a Israel”.

Los judíos-norteamericanos han formado una impresionante serie de organizaciones para influir en la política exterior estadounidense, de las cuales el AIPAC es el más poderoso y conocido. En 1997 la revista Fortune pidió a los miembros del Congreso y a sus plantillas que hiciesen una lista con los lobbies más poderosos en Washington. El AIPAC era el segundo detrás de la Asociación Americana de personas retiradas (AARP), pero por encima de lobbies de peso como el AFL-CIO y la Asociación Nacional del Rifle. Un estudio del National Journal de marzo de 2005 llegó a una conclusión similar, colocaba al AIPAC en segundo lugar (igualado con la AARP) en la “lista de poder político” de Washington.

El Lobby también incluye a importantes cristianos evangélicos como Gary Bauer, Jerry Falwell, Ralph Reed y Pat Robertson, así como a Dick Armey y a Tom DeLay, antiguos líderes de grupo en la Cámara de Representantes. Creen que el renacimiento de Israel forma parte de las profecías bíblicas, apoyan su actividad expansionista y opinan que presionar a Israel es contrario a los deseos divinos. Además, entre los miembros del Lobby también hay no judíos como John Bolton, el ex-editor del Wall Street Journal Robert Bartley, el ex-secretario de educación William Bennet, la ex-embajadora en la ONU Jeanne Kirkpatrick y el columnista George Will.


Fuentes de poder

Los EE. UU. tienen un gobierno dividido que ofrece muchas formas de influir en el proceso político. Como resultado, grupos con intereses concretos pueden manejar esa política de muchas formas diferentes –presionando a representantes electos y miembros de la parte ejecutiva, haciendo campañas de contribuciones, votando en elecciones, moldeando la opinión pública, etc.

Además, los grupos con intereses especiales gozan de un poder desproporcionado cuando están ligados a un tema particular y la mayoría de la población es indiferente. Los hacedores de política tienden a acomodarse a aquellos que se preocupan por el tema en cuestión, aunque sea un número pequeño, confiando en que el resto de la población no los castigará.

El poder del Lobby israelí mana de su incomparable habilidad par jugar a este juego de la política de los grupos con intereses particulares. En sus operaciones básicas no se diferencia de otros grupos como el Lobby de granjeros, del acero o de los trabajadores textiles y otros lobbies étnicos. Lo que distingue al Lobby israelí es su extraordinaria eficacia. Pero no hay nada impropio en que los judíos-norteamericanos y sus aliados cristianos intenten llevar la política de los EE. UU. hacia Israel. Las actividades del Lobby no son el tipo de conspiraciones descritas en tratados antisemitas como los Protocolos de los ancianos de Sión (Protocols of the Elders of Zion). Para la mayoría, los individuos y grupos que comprende el Lobby hacen lo que otros grupos similares hacen, pero mucho mejor. Curiosamente los grupos de intereses árabes son entre débiles e inexistentes, lo que hace que la tarea del Lobby sea aún más fácil.


Estrategias para el éxito.

El Lobby persigue dos grandes estrategias para promover la ayuda estadounidense a Israel. La primera, ejercer una influencia significativa en Washington presionando tanto al Congreso como a la rama ejecutiva para que apoyen a Israel. Sin importar cuáles sean las opiniones de un legislador o un político, el Lobby intenta que vean que apoyar a Israel es la “mejor” opción política.

La segunda, el Lobby procura asegurarse que el discurso público sobre Israel refleje una luz positiva repitiendo mitos sobre Israel y su fundación y dando publicidad a la opinión de Israel en los debates políticos diarios. El objetivo es evitar comentarios críticos sobre Israel que surjan de una vista objetiva del ruedo político. Controlar el debate es esencial para garantizar el apoyo de los EE. UU., porque una discusión sincera sobre las relaciones entre los EE. UU. e Israel podría llevar a los norteamericanos a optar por una política diferente.


Influencia en el Congreso.

Un pilar clave en la eficacia del Lobby es su influencia en el Congreso de los EE. UU. donde Israel es prácticamente inmune a las críticas. Esto es por sí mismo una situación extraordinaria ya que el Congreso casi nunca se asusta de los temas conflictivos. Tanto si el tema es el aborto, la acción afirmativa, la atención sanitaria o el bienestar social, seguramente habrá un debate animado en el Capitolio. Cuando se trata de Israel, sin embargo, los críticos potenciales permanecen en silencio y prácticamente no hay debate.

Una de las razones del éxito del Lobby en el Congreso es que algunos miembros clave son cristianos sionistas, como Dick Armey, quien dijo en setiembre de 2002 que “mi primera prioridad en política exterior es proteger a Israel”. Cualquiera pensaría que la primera prioridad de cualquier congresista debería ser “proteger a los EE. UU.”, pero eso no fue lo que dijo Armey. También hay senadores judíos y congresistas que trabajan para conseguir que la política exterior estadounidense apoye los intereses israelíes.

Los empleados pro-israelíes del Congreso son otra fuente del poder del Lobby. Como una vez admitió un ex-líder del AIPAC, Morris Amitay, “hay mucha gente, trabajadores de aquí (del Capitolio) … que resulta que es judía y que está deseando … poder mirar ciertos temas desde el punto de vista de su carácter judaico …. Toda esa gente está en una posición en la que pude influir en la decisión de esos senadores…. Se puede conseguir muchísimo sólo desde el nivel de los empleados”.

El AIPAC en sí mismo es el que forma el corazón de la influencia del Lobby en el Congreso. El éxito del AIPAC se debe a su capacidad para premiar a legisladores y candidatos al Congreso que apoyen sus prioridades y castigar a los que lo desafíen. El dinero es un punto importantísimo en las elecciones norteamericanas (como el reciente escándalo sobre los varios tratos en la sombra del cabildero Jack Abramoff nos recuerda), y el AIPAC se asegura de que sus amigos reciban un fuerte apoyo económico de la miríada de comités de acción política pro-israelíes. Por otra parte, los que sean vistos como hostiles contra Israel, pueden estar seguros de que el AIPAC dirigirá contribuciones de campaña contra sus oponentes políticos. El AIPAC también organiza campañas de envío de cartas y anima a los editores de periódicos a respaldar a los candidatos pro-israelíes.

No cabe duda de la potencia de estas tácticas. Por coger sólo un ejemplo, en 1984 el AIPAC ayudó en la derrota del senador Charles Percy de Illinois quien, según una importante figura del Lobby, había “manifestado insensibilidad e incluso hostilidad contra nuestros intereses”. Thomas Dine, presidente del AIPAC en aquel momento explicó lo que pasaba: “Todos los judíos de los EE. UU., de costa a costa, se unieron para echar a Percy. Y los políticos norteamericanos –los que tienen puestos públicos ahora y los que aspiran a ellos– entendieron el mensaje”. La reputación del AIPAC lo define como un adversario formidable, por supuesto, porque desanima a cualquiera a oponerse a su programa.

Sin embargo la influencia del AIPAC en el Capitolio va aún más lejos. Según Douglas Bloomflield, antiguo miembro del personal del AIPAC, “es normal que los miembros del Congreso y su equipo se dirijan al AIPAC en primer lugar cuando necesitan una información, antes de llamar a la biblioteca del Congreso, al Servicio de Investigación del Congreso, a miembros del comité o a expertos de la administración”. Lo que es más importante, señala que al AIPAC “se recurre a menudo para que redacten discursos, trabajen sobre legislación, aconsejen sobre tácticas, reúnan patrocinadores y votos”.

Lo fundamental es que el AIPAC, que es un agente de un gobierno extranjero de facto, tiene un dominio completo en el Congreso de los EE. UU. Allí no hay debates abiertos sobre la política estadounidense hacia Israel, a pesar de que esa política tiene consecuencias importantes para todo el mundo. Por todo esto una de las tres ramas principales del gobierno de los EE. UU. está firmemente comprometida con el apoyo a Israel. Como dijo el ex-senador Ernesto Hollines (Demócrata, Carolina del Sur) cuando dejó su cargo, “No se puede tener una política hacia Israel que no sea la marcada por el AIPAC”. Así que no sorprende que una vez el primer ministro israelí Ariel Sharon dijese al público norteamericano: “Cuando la gente me pregunta cómo puede ayudar a Israel, le digo –Ayude al AIPAC”.


Influencia en el ejecutivo

El Lobby también tiene una influencia significativa en la rama ejecutiva. Ese poder se deriva en gran medida de la influencia que los votantes judíos tienen en las elecciones presidenciales. A pesar de ser un pequeño porcentaje de la población (menos del 3%), hacen grandes donaciones a las campañas de los candidatos de los dos partidos. El Washington Post estimó que los candidatos demócratas a la presidencia “dependen de los apoyos judíos hasta en un 60% del dinero recibido”. Aun más, los votantes judíos tienen un índice muy alto de votantes y están concentrados en estados clave como California, Florida, Illinois, Nueva York y Pennsilvania. Como son importantes en elecciones muy reñidas, los candidatos a la presidencia procuran no contrariar a los votantes judíos.

Organizaciones clave en el Lobby también apuntan directamente a la administración que esté en el poder. Por ejemplo, las fuerzas pro-israelíes se aseguran de que los críticos con el estado judío no puedan conseguir cargos importantes relacionados con la política exterior. Jimmy Carter quería que George Ball fuese su primer secretario de estado, pero sabía que Ball estaba visto como crítico con Israel y que el Lobby se opondría al nombramiento. Esta prueba de fuego obliga a cualquier aspirante a diseñador de políticas a convertirse en un gran partidario de Israel, por eso los abiertamente críticos con la política de Israel se han convertido en una especie en extinción entre el personal que se ocupa de la política exterior de los EE. UU.

Estas fuerzas siguen operando hoy en día. Cuando en 2004 el candidato a la presidencia Hosard Dean pidió que los EE. UU. pasaran a un papel más “imparcial” en el conflicto árabe-israelí, el senador Joseph Lieberman lo acusó de traicionar a Israel y dijo que su declaración era “irresponsable”. Prácticamente todos los altos cargos demócratas de la Cámara firmaron una carta contundente dirigida a Dean en la que criticaban sus comentarios y el Chigago Jewish Star informó de que “atacantes anónimos … están atascando los buzones de líderes judíos por todo el país avisando -sin muchas pruebas- de que Dean podría ser de algún modo malo para Israel”.

Esta preocupación era absurda, dado que Dean, de hecho, es de la línea dura a favor de Israel. El director de su campaña era un antiguo presidente del AIPAC y Dean dijo que sus propias opiniones sobre Oriente Medio eran más cercanas a las del AIPAC que a las del moderado Americanos por la Paz Ahora. Dead sólo había sugerido que para “acercar a las partes”, Washington debería actuar como un negociador honrado. Esto difícilmente se puede considerar una idea radical, pero es algo inaguantable para el Lobby que no está dispuesto a tolerar la idea de la imparcialidad en lo que respecta al conflicto árabe-israelí.

Las metas del Lobby también se ven beneficiadas cuando individuos pro-israelíes ocupan puestos importantes en el ejecutivo. Durante la administración Clinton, por ejemplo, la política sobre Oriente Medio la conformaban sobre todo gente con fuertes lazos de unión con Israel o con importantes organizaciones pro-israelíes –incluido Martin Indyk, antiguo director adjunto de investigación del AIPAC y cofundador del Instituto Washington de Política para Oriente Próximo (WINEP) pro-israelí; Dennis Ross, que se unió al WINEP después de dejar el gobierno en 2001 y Aaron Miller, que vivió en Israel y que va a menudo de visita.

Estos hombres estaban entre los consejeros más próximos al presidente Clinton en la cumbre de Camp David de julio de 2000. A pesar de que los tres apoyaban el proceso de paz de Oslo y estaban a favor de la creación de un estado palestino, sólo lo hacían dentro de los límites de lo que sería aceptable para Israel. En particular, la delegación norteamericana seguía el ejemplo del primer ministro israelí Ehud Barak, coordinaban las posiciones negociadoras con anterioridad y no ofrecían sus propias propuestas independientes para la resolución del conflicto. No es sorprendente que los negociadores palestinos se quejasen de que estaban “negociando con dos delegaciones israelíes –una bajo bandera israelí y la otra bajo bandera de los EE. UU.”.

La situación es incluso más marcada en la administración Bush cuyas filas incluyen individuos que apoyan fervientemente a Israel como Eliot Abrams, John Bolton, Douglas Feith, I. Lewis (“Scooter”) Libby, Richard Perle, Paul Wolfowitz y David Wurmser. Como veremos, estos miembros del gobierno promueven políticas favorecidas por Israel y respaldadas por las organizaciones del Lobby.


Manipulación de los medios

Además de influir directamente en la política del gobierno, el Lobby procura determinar las percepciones del público sobre Israel y Oriente Medio. No quiere que surja un debate abierto sobre temas relacionados con Israel porque un debate abierto podría llevar a que los estadounidenses se cuestionen el nivel de ayuda que actualmente aportan. Según esto, las organizaciones pro-israelíes trabajan duro para influir en los medios, en grupos de expertos y en el mundo académico porque estas instituciones son decisivas a la hora de dar forma a la opinión popular.

La perspectiva del Lobby sobre Israel se ve ampliamente reflejada en los principales medios en buena medida porque la mayoría de los comentaristas son pro-israelíes. El debate entre expertos en Oriente Medio, según escribe el periodista Eric Alterman, está “dominado por gente a la que nunca se le ocurriría criticar a Israel”. Da una lista de 61 “columnistas y comentaristas con los que se puede contar para que apoyen a Israel reflexivamente y sin reservas”. En el lado contrario, Alterman sólo encontró cinco expertos que critican sistemáticamente el comportamiento Israel o que respaldan posiciones árabes. De vez en cuando los periódicos publican artículos de invitados que desafían la política israelí, pero el balance favorece claramente al otro bando.

Esta predisposición pro-Israel se refleja en los editoriales de los principales periódicos. Robert Bartley, último editor del Wall Street Journal, señaló una vez que “Shamir, Sharon, Bibi –sea lo que sea lo que quieren estos tíos, para mí está bien”. No es sorprendente que el Journal, junto con otros periódicos importantes como The Chicago Sun-Times y The Washington Times, publiquen regularmente editoriales marcadamente pro-Israel. Revistas como Commentary, la New Republic y la Weekly Estándar también defienden celosamente siempre a Israel.

También encontramos esta predisposición editorial en periódicos como el New York Times. El Times rara vez critica la política israelí y a veces reconoce que los palestinos hacen reivindicaciones legítimas, pero no es imparcial. En sus memorias, por ejemplo, el ex-director ejecutivo del Times, Max Frankel reconoció el impacto que sus propias actitudes pro-israelíes tenían en sus elecciones editoriales. En sus propias palabras: “Era mucho más devoto de Israel de lo que me atrevía a reconocer”. Y sigue: “Fortalecido por mis conocimiento de Israel y por mis amistades allí, yo mismo solía escribir muchos de los comentarios sobre Oriente Medio. Como más lectores árabes que judíos reconocen, los escribía desde una perspectiva pro-israelí”.

Las informaciones de los medios de nuevos acontecimientos referentes a Israel son de algún modo más imparciales que los comentarios editoriales, en parte porque los reporteros procuran ser objetivos, pero también porque es difícil cubrir sucesos en los territorios ocupados sin reconocer cuál es el comportamiento actual de Israel. Para desalentar las informaciones desfavorables sobre Israel, el Lobby organiza campañas de cartas, manifestaciones y boicots contra distribuidores de noticias cuyo contenido se considera anti-israelí. Un ejecutivo de la CNN ha dicho que a veces recibe 6.000 mensajes de correo electrónico en un solo día en los que se quejan de que una historia es anti-israelí. De forma similar, el Comité norteamericano para la información fiel sobre Oriente Medio (CAMERA), también por-israelí, organizó manifestaciones ante las emisoras de 33 ciudades de la Radio Nacional Pública (NPR) en mayo de 2003 y también intentó convencer a los patrocinadores de que retirasen su apoyo a la NPR hasta que su información sobre Oriente Medio fuese más comprensiva con Israel. La sede de la NPR en Boston, WBUR, informó que había perdido más de un millón de dólares en aportaciones como resultado de aquellos esfuerzos. La presión sobre la NPR también llegó desde los amigos de Israel en el Congreso, quienes pidieron a la NPR una auditoría interna así como más supervisión en su información sobre Oriente Medio.

Estos factores ayudan a explicar por qué los medios norteamericanos contienen pocas críticas a la política de Israel, por qué pocas veces cuestionan la relación de Washington con Israel y por qué sólo ocasionalmente se discute la marcada influencia del Lobby en la política estadounidense.


Expertos con un único modo de pensar

Entre los expertos estadounidenses predominan las fuerzas pro-israelíes, estos expertos juegan un papel muy importante en el desarrollo del debate público y también en la política. El Lobby creó su propio grupo de expertos en 1985 cuando Martin Indyk colaboró en la fundación del WINEP. A pesar de que el WINEP minimiza sus lazos con Israel y proclama en cambio que ofrece un perspectiva “equilibrada y realista” sobre los temas de Oriente Medio, ésa no es la realidad. De hecho, el WINEP lo fundaron y lo dirigen individuos que están profundamente comprometidos con potenciar el programa israelí.

La influencia del Lobby en el mundo de los expertos se extiende más allá del WINEP. Durante los últimos 25 años, fuerzas pro-israelíes han establecido una presencia dominante en el Instituto Americano para la Empresa, la Institución Brookings, el Centro para Politíca de Seguridad, el Instituto de Investigación de Política Exterior, la Fundación Heritage, el Instituto Hudson, el Instituto para el Análisis de Política Exterior y el Instituto Judío para Asuntos de Seguridad Nacional (JINSA). Estos grupos de expertos son decididamente pro-israelíes e incluyen pocos, o ningún, crítico con el apoyo estadounidense al estado judío.

Un buen indicador de la influencia del Lobby en el mundo de los expertos es la evolución de la Institución Brookings. Durante muchos años su mayor experto en temas de Oriente Medio fue William B. Quandt, un académico distinguido y antiguo miembro del Consejo de Seguridad Nacional con una bien merecida reputación de imparcialidad en lo referente al conflicto árabe-israelí. En la actualidad, sin embargo, el trabajo de Brookings sobre estos temas pasa a través de su Centro Saban para los Estudios de Oriente Medio, que está financiado por Haim Saban, un rico hombre de negocios israelí-norteamericano y un sionista ardiente. El director del Centro Saban es el omnipresente Martin Indyk. Así pues, el que era un instituto político imparcial sobre temas de Oriente Medio es ahora parte del conjunto de expertos pro-israelíes destacados.


Vigilancia del mundo académico

El Lobby ha tenido su debate más agobiante y difícil sobre Israel en los campus universitarios ya que la libertad académica está muy valorada y porque los profesores numerarios son difíciles de amenazar o silenciar. Aun así, hubo sólo unas mínimas críticas a Israel en los años 90 cuando comenzaba el proceso de paz de Oslo. Las críticas comenzaron después del colapso del proceso y con la subida al poder de Ariel Sharon a principios de 2001 y se hicieron especialmente intensas cuando las IDF reocuparon la Orilla Oeste en la primavera de 2002 usando una fuerza desmesurada contra la Segunda Intifada.

El Lobby reaccionó agresivamente para “recuperar los campus”. Surgieron nuevos grupos como la Caravana por la Democracia que llevaba a oradores israelíes a las universidades estadounidenses. Grupos establecidos como el Consejo Judío para Asuntos Públicos y Hillel entraron en acción y un grupo nuevo –Coalición Israelí en los Campus– se formó para coordinar a tantos grupos que buscaban defender el caso israelí en los campus. Al final, el AIPAC triplicó sus partidas presupuestarias destinadas a controlar las actividades universitarias y a formar jóvenes abogados para Israel con la finalidad de “expandir ampliamente el número de estudiantes universitarios comprometidos … en el esfuerzo nacional pro-israelí”.

El Lobby también controla lo que los profesores escriben y enseñan. En setiembre de 2002, por ejemplo, Martin Kramen y Daniel Pipes, dos apasionados pro-israelíes neoconservadores, fundaron una página web (Campus Watch) en la que hacían públicos dosieres sobre académicos sospechosos y animaba a los estudiantes a informar sobre comentarios o comportamientos que pudiesen ser considerados hostiles hacia Israel. Este intento transparente de poner en la lista negra y de intimidar a expertos provocó una fuerte reacción y Pipes y Kramer retiraron los dosieres, pero la página web sigue invitando a los alumnos a que informen sobre supuesto comportamiento anti-israelí en las universidades norteamericanas.

Algunos grupos del Lobby también dirigen su fuego hacia profesores en particular y hacia las universidades que los contratan. La Universidad de Columbia, que tenía como profesor en una facultad al palestino Edward Said, ha sido frecuentemente un objetivo de las fuerzas pro-israelíes. Jonathan Cole, anterior rector de Columbia, informó de que “Podemos estar seguros de que cualquier declaración pública a favor del pueblo palestino que haga el eminente crítico literario Edward Said provocará que recibamos cientos de correos electrónicos, cartas y artículos periodísticos que nos pidan que denunciemos a Said o que lo sancionemos o que lo despidamos”. Cuando Columbia contrató al historiador Rashid Khalid que estaba en la Universidad de Chicago, Cole dijo que “las quejas de gente que no estaba de acuerdo con el contenido de sus ideas políticas empezaron a llegar”. Princeton se enfrentó al mismo problema pocos años después cuando consideró contratar a Khalidi y arrebatárselo a Columbia.

Una ilustración clásica del esfuerzo de esta policía académica se dio a finales de 2004 cuando el “Proyecto David” produjo un film propagandístico afirmando que el programa del profesorado de los estudios de Oriente Medio de la Universidad de Columbia era antisemita y que intimidaba a los estudiantes judíos que defendían a Israel. Removieron Columbia de arriba abajo, pero un comité asignado para esta investigación no encontró prueba alguna de antisemitismo y el único incidente digno de mencionar fue la posibilidad de que un profesor había “respondido acaloradamente” a la pregunta de un estudiante. El comité descubrió también que los profesores acusados habían sido blanco de una campaña de intimidación.

Quizá el aspecto más inquietante de esta campaña para eliminar la crítica a Israel en los campus sea el esfuerzo de los grupos judíos por hacer que el Congreso establezca mecanismos que controlen lo que los profesores dicen sobre Israel. A las universidades que se suponía que tenían predisposición anti-israelí se les negarían fondos federales. Este esfuerzo por entrar en la política de campus de los EE. UU. todavía no ha tenido éxito, pero el intento ilustra la importancia de los grupos pro-israelíes en el control del debate de estos temas.

Finalmente, un número de filántropos judíos han fundado programas de estudios israelíes (que se suman a los casi 130 programas de estudios judíos ya existentes) con el fin de incrementar el número de profesores pro-Israel en los campus. La Universidad de Nueva York anunció la creación del Centro Taub para estudios israelíes el uno de mayo de 2003 y programas similares se han ido creando en otras universidades como Berkeley, Brandeis y Emory. La administración académica insiste en el valor pedagógico de estos programas, pero la verdad es que, en gran parte, su finalidad es promocionar la imagen de Israel en los campus. Fred Laffer, director de la Fundación Taub, deja claro que su Fundación creó el centro de la Universidad de Nueva York para ayudar a hacer frente al “punto de vista árabe (sic)” que él cree que es el predominante en los programas sobre Oriente Medio de la Universidad de Nueva York.

En resumen, el Lobby ha llegado a realizar esfuerzos considerables para aislar a Israel de las críticas de los campus universitarios. No ha tenido tanto éxito en el mundo académico como en el Capitolio, pero ha trabajado duro para suprimir las críticas a Israel por parte de profesores y estudiantes y hoy en día hay muchas menos en los campus.


El gran silenciador

Ninguna discusión sobre cómo opera el Lobby estaría completa sin examinar una de sus armas más poderosas: la acusación de antisemitismo. Cualquiera que critique las acciones de Israel o que diga que los grupos pro-israelíes tienen una influencia significativa sobre la política estadounidense en Oriente Medio –una influencia que festeja el AIPAC– corre el riesgo de que lo etiqueten de antisemita. De hecho cualquiera que diga que hay un Lobby israelí corre el riesgo de que se le acuse de antisemita, a pesar de que los mismos medios israelíes se refieren al “Lobby Judío” de EE. UU. En efecto, el Lobby alardea de su propio poder y luego ataca a cualquiera que llame la atención sobre ese hecho. Esa táctica es muy eficaz porque el antisemitismo es detestable y ninguna persona responsable quiere que le acusen de algo así.

Los europeos han estado en los últimos tiempos más dispuestos que los estadounidenses a criticar la política de Israel, algo que algunos atribuyen a un resurgir del antisemitismo en Europa. Estamos “llegando a un punto”, dijo el embajador estadounidense en la Unión Europea a principios de 2004, “en el que estamos tan mal como en 1930”. Medir el antisemitismo es un asunto complicado, pero el peso de la prueba apunta en la dirección opuesta. Por ejemplo, en la primavera de 2004, cuando las acusaciones de antisemitismo en Europa se hacían notar en los EE. UU., distintas encuestas a la opinión pública europea llevadas a cabo por la Liga antidifamación y el Centro de investigación Pew para el pueblo y la prensa mostraron que en realidad estaba declinando.

Tomemos por ejemplo Francia, a quien las fuerzas pro-israelíes retratan a menudo como el estado más antisemita de Europa. Una encuesta realizada a ciudadanos en 2002 descubrió que el 89% se podría imaginar viviendo con un judío; el 97% creía que hacer grafitis antisemitas es un delito grave; el 87% opinaba que los ataques a sinagogas francesas era un escándalo; y el 85% de los católicos practicantes franceses rechazaban la afirmación de que los judíos tienen demasiada importancia en los negocios y las finanzas. No nos sorprende que el presidente de la Comunidad Judía francesa declarase en el verano de 2003 que “Francia no es más antisemita que los EE. UU.”. Según un artículo reciente aparecido en Ha’aretz, la policía francesa informó de que los incidentes antisemitas en Francia habían disminuido casi un 50% en 2005 y esto a pesar del hecho de que Francia tiene la mayor población musulmana de toda Europa.

Por último, cuando un judío francés fue brutalmente asesinado el mes pasado por una banda musulmana, decenas de miles de franceses salieron a la calle para condenar el antisemitismo. Aún más, el presidente francés Jacques Chirac y el primer ministro Dominique de Villepin asistieron al servicio fúnebre para mostrar su solidaridad con los judíos franceses. También merece la pena señalar que en 2002 emigraron más judíos a Alemania que a Israel, haciendo que sea “la comunidad judía con más crecimiento de todo el mundo”, según un artículo publicado en el periódico judío Forward. Si Europa de verdad está volviendo a 1930, resulta difícil imaginar que los judíos vuelvan a ella en grandes cantidades.

Reconocemos, sin embargo, que Europa no está libre del estigma del antisemitismo. Nadie puede negar que todavía quedan algunos antisemitas autóctonos y virulentos en Europa (también los hay en los EE. UU.), pero su número es pequeño y sus opiniones extremas se ven rechazadas por la gran mayoría de los europeos. Tampoco puede negarse que hay antisemistismo entre los musulmanes europeos, en parte provocado por el comportamiento israelí hacia los palestinos y otra parte debido sencillamente al racismo. Este problema es preocupante, pero está bajo control. Los musulmanes constituyen menos del cinco por ciento de la población total europea y los gobiernos europeos trabajan duro para atajar el problema. ¿Por qué? Porque la mayoría de los europeos rechazan esas ideas. En resumen, en lo referente al antisemitismo, la Europa actual no guarda apenas ningún parecido con la Europa de 1930.

Por eso las fuerzas pro-israelíes, cuando se ven forzadas a ir más allá de la afirmación, explican que hay un “nuevo antisemitismo” que identifican con las críticas a Israel. En otras palabras, critica la política de Israel y por definición eres antisemita. Cuando el sínodo de la Iglesia Anglicana votó recientemente dejar de invertir en Caterpillar Inc basándose en que Caterpillar fabrica los bulldozers que se usan para demoler los hogares de los palestinos, el gran rabino se quejó de que esto tendría graves repercusiones en … las relaciones cristiano-judías en Gran Bretaña, mientras el rabino Tony Bayfiel, cabeza del movimiento reformista dijo: “Hay un claro problema de antisionismo –al borde del antisemitismo– y estas actitudes surgen de las raíces de las hierbas e incluso en las filas de la Iglesia”. Sin embargo, la Iglesia no era culpable ni de antisionismo ni de antisemitismo, sólo protestaba por la política israelí.

A los que son críticos también se les acusa de colocar a Israel en un lugar injusto o de cuestionar su derecho a existir, pero esas acusaciones también son falsas. Los occidentales que critican a Israel casi nunca cuestionan su derecho a existir. Al contrario, lo que cuestionan es su comportamiento hacia los palestinos, que es una crítica legítima: los mismos israelíes lo cuestionan. Tampoco se está juzgando injustamente a Israel. Pero la forma israelí de tratar a los palestinos suscita críticas por ser contraria a las normas ampliamente aceptadas sobre derechos humanos y leyes internacionales, además del principio de autodeterminación nacional. Y no es precisamente el único país que ha tenido que enfrentarse a duras críticas por motivos similares.

En resumen, otros lobbies étnicos sólo pueden soñar con tener el músculo político que poseen las organizaciones pro-Israel. La cuestión, por lo tanto, es ¿qué efecto tiene el Lobby en la política exterior de los EE. UU.?



LA COLA QUE MUEVE AL PERRO

Si el impacto del Lobby se limitase a la ayuda económica de los EE. UU. a Israel, su influencia no sería tan preocupante. La ayuda extranjera es valiosa, pero no tan útil como tener a la superpotencia mundial para que actúe con sus amplias capacidades a favor de Israel. Por consiguiente, el Lobby ha procurado manejar los elementos principales de la política estadounidense en Oriente Medio. En particular ha conseguido convencer a los líderes norteamericanos de que apoyen a Israel en su represión continua sobre los palestinos y que apunten contra sus principales adversarios de la región: Irán, Irak y Siria.


Demonizar a los palestinos

Esto ya está ampliamente olvidado, pero en el otoño de 2001 y especialmente en la primavera de 2002, la administración Bush intentó reducir el sentimiento antiamericano del mundo árabe y reducir el apoyo a grupos terroristas como al Qaeda deteniendo las políticas expansionistas de Israel en los territorios ocupados y abogando por la creación de un estado palestino.

Bush tenía un enorme potencial de aplacamiento a su disposición. Podía haber amenazado con reducir la ayuda económica y diplomática que los EE. UU. ofrecían a Israel y el pueblo estadounidense seguro que lo apoyaba. Una encuesta de mayo de 2003 reflejaba que más del 60% de los norteamericanos estaban de acuerdo con retirar ayudas a Israel si se resistía a la presión de los EE. UU. para solucionar el conflicto y ese porcentaje llegaba al 70% entre los estadounidenses “políticamente activos”. También es destacable que el 73% opinaba que los EE. UU. no deberían favorecer a ninguno de los dos bandos.

Pero la administración Bush no consiguió cambiar la política israelí y Washington acabó respaldando el enfoque de línea dura de Israel. Con el tiempo la administración también adoptó las justificaciones israelíes para esa actuación, así que la retórica israelí y estadounidense llegó a ser similar. En febrero de 2003 un titular del Washington Post resumía la situación: “Bush y Sharon casi idénticos en la política de Oriente Medio”. El principal motivo de este cambio fue el Lobby.

La historia comienza a finales de setiembre de 2001 cuando el presidente Bush comienza a presionar al primer ministro israelí Sharon para que se modere en los territorios ocupados. También presiona a Sharon para que permita al ministro de exteriores Shimon Peres que se reúna con el líder palestino Yasser Arafat, a pesar de que Bush era muy crítico con el liderazgo de Arafat. Bush llegó a decir públicamente que poyaba un estado palestino. Alarmado por estos planteamientos, Sharon acusó a Bush de intentar “apaciguar a los árabes a nuestra costa”, avisando de que Israel “no sería Checoslovaquia”.

Según se dice, Bush se puso furioso cuando Sharon lo comparó con Neville Chamberlain y el secretario de prensa de la Casa Blanca Ari Fleischer declaró que las afirmaciones de Sharon eran “inaceptables”. El primer ministro israelí ofreció una disculpa pro forma, pero se alió rápidamente con el Lobby para convencer a la administración Bush y al pueblo americano de que los EE. UU. e Israel se enfrentaban a una amenaza común del terrorismo. Funcionarios israelíes y representantes del Lobby insistieron repetidamente de que no había una diferencia real entre Arafat y Osama Bin Laden e insistieron en que los EE. UU. e Israel debían aislar al líder electo palestino y no tener nada que ver con él.

El Lobby también se puso a trabajar en el Congreso. El 16 de noviembre, 89 senadores enviaron una carta a Bush en la que alababan su negativa a reunirse con Arafat y en la que le pedían que los EE. UU. no impidieran a Israel tomar represalias contra los palestinos e insistían en que el gobierno dejase públicamente claro que apoyaba firmemente a Israel. Según el New York Times, la carta “había surgido en una reunión de hace dos semanas entre líderes de la comunidad judía y senadores clave” y añadía que el AIPAC había sido “especialmente activo ofreciendo consejos para la carta”.

A finales de noviembre las relaciones entre Tel Aviv y Washington habían mejorado considerablemente. Esto se debe en parte a los esfuerzos del Lobby para moldear la política estadounidense en la dirección de Israel, pero también a la victoria inicial de los EE. UU. en Afganistán, lo que reducía la necesidad de apoyo árabe para tratar con al Qaeda. Sharon visitó la Casa Blanca a principios de diciembre y mantuvo una reunión amistosa con Bush.

Pero los problemas volvieron a surgir en abril de 2002, después de que las IDF lanzaran la Operación Escudo defensivo y retomaran el control de prácticamente la mayoría de áreas palestinas de la Orilla Oeste. Bush sabía que la acción de Israel dañaría la imagen estadounidense en el mundo árabe e islámico y que minaría la guerra contra el terrorismo, así que el cuatro de abril pidió que Sharon “detuviese las incursiones y comenzase a retirarse”. Subrayó este mensaje dos días después diciendo que la “retirada debía ser inmediata”. El siete de abril, la consejera para la seguridad nacional, Condoleezza Rice, dijo a los periodistas que “inmediata quiere decir inmediata. Quiere decir ya”. Aquel mismo día el secretario de estado Colin Powell salió para Oriente Medio para presionar a las partes para que dejasen la lucha y comenzasen a negociar.

Israel y el Lobby entraron en acción. Un objetivo clave era Powell, quien comenzó a notar una intensa presión por parte de funcionarios pro-israelíes de la oficina del vicepresidente Cheney y del Pentágono, así como también de expertos neoconservadores como Robert Kagan y William Kristol que le acusaban de haber “borrado virtualmente la distinción entre terroristas y los que luchan contra los terroristas”. Un segundo objetivo era el mismo Bush, quien estaba empezando a presionar a líderes judíos y a cristianos evangélicos, estos últimos un componente clave de sus bases políticas. Tom DeLay y Dick Armey eran especialmente francos sobre la necesidad de apoyar a Israel y DeLay y el líder de la minoría del Senado Trent Lott visitaron la Casa Blanca y le advirtieron a Bush que se echase atrás.

El primer signo de que Bush estaba cediendo llegó el 11 de abril –sólo una semana después de haber dicho a Sharon que retirase sus tropas– cuando Ari Fleischer dijo que el Presidente cree que Sharon es “un hombre de paz”. Bush repitió públicamente esta afirmación al regreso de Powell de su frustrada misión y les dijo a los periodistas que Sharon había respondido satisfactoriamente a su llamada para una retirada completa e inmediata. Sharon no había hecho nada de eso, pero el Presidente de los EE. UU. no estaba dispuesto a insistir más sobre ese punto.

Mientras tanto, el Congreso también apoyaba a Sharon. El dos de mayo hizo caso omiso de las objeciones del gobierno y aprobó dos resoluciones reafirmando el apoyo a Israel. (La votación del Senado fue de 94 contra 2; la de la Cámara se aprobó por 352 contra 21). Ambas resoluciones insistían en que los EE. UU. “son solidarios con Israel” y en que los dos países están, según la cita de la resolución de la Cámara “ahora unidos en una lucha común contra el terrorismo”. La versión de la Cámara también condenaba “el actual apoyo al terror por parte de Yasir Arafat” a quien se describía como un elemento central del problema del terrorismo. Unos días después una delegación bipartidaria de congresistas en misión de reconocimiento en Israel declaró públicamente que Sharon debería resistirse a la presión de los EE. UU. para negociar con Arafat. El nueve de mayo un subcomité de la Comisión de Gastos de la Cámara de Representantes se reunió para tomar en consideración darle a Israel 200 millones de dólares más para luchar contra el terrorismo. El secretario de estado Powell se opuso a la medida, pero el Lobby la respaldó, igual que había ayudado en la autoría de las dos resoluciones del Congreso. Powell perdió.

En resumen, Sharon y el Lobby se enfrentaron al presidente de los EE. UU. y triunfaron. Hemi Shalev, un periodista del periódico israelí Ma’ariv informó de que los ayudantes de Sharon “no podían esconder su satisfacción ante el fracaso de Powell. Sharon miró a los ojos al presidente Bush, ambos fanfarroneaban, pero el Presidente pestañeó primero”. Pero fueron las fuerzas pro-Israel de los EE. UU., no Sharon ni Israel, las que jugaron el papel decisivo en la derrota de Bush.

La situación ha cambiado poco desde entonces. La administración Bush se negó a seguir negociando con Arafat, quien murió en noviembre de 2004. Posteriormente ha aceptado al nuevo líder palestino, Mahmoud Abbas, pero ha hecho poco por ayudarle a conseguir un estado viable. Sharon ha continuado desarrollando sus planes para un “desacoplamiento” unilateral de los palestinos que se basa en la retirada de Gaza unida a una expansión continua por la Orilla Oeste, lo que lleva consigo la construcción de la llamada “valla de seguridad” sobre tierras de propiedad palestina y ampliando los asentamientos y las redes de carreteras. Se niega a negociar con Abbas (que está a favor de un acuerdo negociado) haciendo que sea imposible para éste ofrecer beneficios tangibles al pueblo palestino. La estrategia de Sharon contribuyó directamente a la reciente victoria electoral de Hamás. Con Hamás en el poder resulta que Israel tiene otra excusa para no negociar. El gobierno ha apoyado las acciones de Sharon (y las de su sucesor, Ehud Olmert), y Bush ha respaldado incluso anexiones unilaterales de Israel en los territorios ocupados dando marcha a atrás en la política estatal de todos los presidentes desde Lyndon Johnson.

Algunos miembros del gobierno estadounidense han hecho críticas suaves a algunas acciones israelíes, pero han hecho muy poco para contribuir a la creación de un estado palestino viable. Un antiguo asesor para la seguridad nacional, Bret Scowcroft, llegó a declarar en octubre de 2004 que Sharon tenía al presidente Bush “comiendo en la palma de su mano”. Si Bush intenta distanciar a los EE. UU. de Israel o incluso si critica las acciones israelíes en los territorios ocupados, seguramente tendrá que enfrentarse a la ira del Lobby y a sus partidarios en el Congreso. Los candidatos del partido demócrata a la presidencia comprenden perfectamente también estos hechos de la vida, por eso mismo John Kerry se esforzó mucho para demostrar su apoyo sincero a Israel en 2004 y por eso también Hillary Clinton está haciendo lo mismo hoy en día.

Mantener el apoyo estadounidense a las políticas israelíes contra los palestinos es una meta vital para el Lobby, pero sus ambiciones no terminan ahí. También quiere que los EE. UU. ayuden a Israel a seguir siendo la fuerza dominante en la región. Como era de esperar, el gobierno israelí y los grupos pro-Israel de los EE. UU. trabajan juntos para manejar la política de la administración Bush con respecto a Irak, Siria e Irán y también con respecto a su gran esquema para la reordenación de Oriente Medio.


Israel y la guerra de Irak

La presión por parte de Israel y del Lobby no ha sido el único factor existente tras la decisión estadounidense de atacar Irak en marzo de 2003, pero fue un elemento decisivo. Algunos estadounidenses creen que ésta fue “una guerra por petróleo”, pero hay muy pocas pruebas que apoyen esa afirmación. En lugar de eso, la guerra vino motivada en gran medida por el deseo de hacer que Israel estuviese más seguro. Según Philip Zelikow, miembro de la Junta Consultiva del Presidente para Informaciones Extranjeras (2001-2003), director ejecutivo de la comisión del 11S y ahora consejero de la secretaria de estado Condoleezza Rice, la “amenaza real” de Irak no era una amenaza contra los EE. UU. La “amenaza tácita” era “la amenaza contra Israel”, dijo Zelikow al público de la Universidad de Virginia en setiembre de 2002, señalando además que “el gobierno norteamericano no quiere insistir demasiado sobre esto porque no es un tema popular”.

El 16 de agosto de 2002, once días antes de que el vicepresidente Cheney empezase la campaña a favor de la guerra con un discurso de línea dura a los veteranos de guerras en el extranjero, el Washington Post informó de que “Israel presiona a miembros del gobierno de los EE. UU. para que no retrasen un ataque militar contra el Irak de Saddam Hussein”. En este punto, según Sharon, la coordinación estratégica entre Israel y los EE. UU. había alcanzado “dimensiones sin precedentes” y miembros de la inteligencia israelí le habían dado a Washington varios informes alarmantes sobre los programas iraquíes de armas de destrucción masiva. Como diría después un general israelí retirado: “La inteligencia Israel fue el gran aliado del cuadro presentado por la inteligencia norteamericana y británica con respecto a la capacidad de armas no convencionales de Irak”.

Los líderes israelíes se angustiaron profundamente cuando el presidente Bush decidió pedir la autorización del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas para entrar en guerra en setiembre y se preocuparon todavía más cuando Saddam permitió que inspectores de Naciones Unidas volviesen a Irak ya que estos acontecimientos parecían reducir las probabilidades de una guerra. El ministro de exteriores Shimon Peres dijo a los periodistas en setiembre de 2002 que “la campaña contra Saddam Hussein es una necesidad. Las inspecciones y los inspectores están bien para la gente decente, pero la gente deshonesta vence fácilmente a inspecciones e inspectores”.

Al mismo tiempo, el ex primer ministro Ehud Barak escribió un artículo en el New York Times advirtiendo que “ahora el mayor riesgo es no hacer nada”. Su predecesor, Bejamin Netanyahu, publicó un artículo similar en el Wall Street Journal que se titulaba “El argumento para derrocar a Saddam”. Netanyahu declaraba “Hoy en día no vale nada más que desmantelar su régimen” y añadía que “creo que hablo por la aplastante mayoría de israelíes al apoyar un ataque preventivo contra el régimen de Saddam”. O como informaba Ha’aretz en febrero de 2003: “Los militares (israelíes) y los líderes políticos anhelan una guerra en Irak”.

Pero como Netanyahu sugiere, el deseo de guerra no se reducía a los líderes israelíes. Aparte de Kuwait, que Saddam había conquistado en 1990, Israel era el único país del mundo donde tanto los políticos como la opinión pública apoyaban con entusiasmo la guerra. Como observó en aquel momento el periodista Gideon Levy, “Israel es el único país occidental cuyos líderes apoyan la guerra sin reservas y donde no se expresa ninguna opinión alternativa”. De hecho, los israelíes tenían tanto entusiasmo por la guerra que sus aliados norteamericanos les dijeron que sofocasen esa retórica de línea dura no fuese a parecer que la guerra era por Israel.


El Lobby y la guerra de Irak

Dentro de los EE. UU. la fuerza principal detrás de la guerra de Irak era un pequeño grupo de neoconservadores, muchos de ellos con vínculos estrechos con el Partido Likud israelí. Además, líderes clave de las principales organizaciones del Lobby prestaron sus voces para la campaña a favor de la guerra. Según Forward “Mientras el presidente Bush intentaba vender … la guerra de Irak, las organizaciones judías más importantes de los EE. UU. se unieron en una sola para defenderlo. Declaración tras declaración los líderes de la comunidad resaltaron la necesidad de liberar al mundo de Saddam Hussein y de sus armas de destrucción masiva”. El editorial sigue diciendo que “la preocupación por la seguridad de Israel influyó legítimamente en las deliberaciones de los principales grupos judíos”.

A pesar de que los neoconservadores y otros líderes del Lobby ansiaban invadir Irak, la mayoría de la comunidad judía norteamericana no. De hecho, Samuel Freedman informó justo después del comienzo de la guerra de que “una recopilación de encuestas a nivel nacional llevadas a cabo por el Centro de Investigación Pew muestra que los judíos apoyan en menor grado la guerra de Irak que la población en general, 52% contra 62%”. A pesar de todo nos equivocaríamos si achacásemos la guerra de Irak a la “influencia judía”. En realidad la guerra se debió en gran medida a la influencia del Lobby, particularmente a los neoconservadores incluidos en él.

Los neoconservadores ya estaban determinados a derrocar a Saddam antes de que Bush llegase a la presidencia. Ya habían causado una conmoción a principios de 1998 al publicar dos cartas abiertas al presidente Clinton pidiendo que se retirase a Saddam del poder. Los firmante, muchos de los cuales tenían vínculos estrechos con grupos pro-Israel como JINSA o WINEP, y en sus filas estaban Elliot Abrams John Bolton, Douglas Feith, William Kristol, Bernard Lewis, Donald Rumsfeld, Richard Perle y Paul Wolfowitz no tuvieron muchos problemas para convencer a la administración Clinton de que adoptase la meta general de expulsar a Saddam. Pero los neoconservadores no fueron capaces de vender una guerra para alcanzar ese objetivo. Como tampoco fueron capaces de generar mucho entusiasmo hacia la invasión de Irak en los primeros meses de la administración Bush. Con todo lo importantes que fueron los neoconservadores para conseguir la guerra de Irak, necesitaron ayuda para alcanzar su meta.

La ayuda llegó el 11S. Específicamente, los terribles acontecimientos de ese día llevaron a Bush y a Cheney a cambiar el rumbo y a convertirse en grandes defensores de una guerra preventiva en Irak para derrocar a Saddam. Los neoconservadores del Lobby –principalmente Scooter Libby, Paul Wolfowitz y el historiador de Princetown Bernadr Lewis– jugaron papeles destacados en el convencimiento del presidente y el vicepresidente a favor de la guerra.

Para los neoconservadores el 11S fue una oportunidad dorada de defender la postura de la guerra de Irak. En una reunión clave en Camp David el 15 de setiembre, Wolfowitz defendió atacar Irak antes que Afganistán, a pesar de que no había pruebas de que Saddam tuviese algo que ver con los ataques a los EE. UU. y se sabía que Bin Laden estaba en Afganistán. Bush rechazó su consejo y decidió ir a por Afganistán, pero la guerra de Irak era ahora una posibilidad seria y el Presidente de los EE. UU. encargó a los planificadores militares el 21 de noviembre de 2001 que desarrollaran planes concretos para una invasión.

Mientras tanto, otros neoconservadores seguían trabajando en los pasillos del poder. Todavía no tenemos la historia completa, pero académicos como Lewis y Fouad Ajami de la Universidad John Hopkins jugaron, según se dice, papeles clave para convencer al vicepresidente Cheney de ir a la guerra. Las opiniones de Cheney también estaban muy influidas por los neoconservadores de su equipo, especialmente Eric Edelman, John Hannah y el jefe de grupo Libby, uno de los personajes más importantes del gobierno. La influencia del vicepresidente ayudó a convencer a Bush a principios de 2002. Con Bush y Cheney a bordo, la guerra estaba decidida.

Fuera del gobierno, los expertos neoconservadores no perdían el tiempo y proclamaban que invadir Irak era esencial para ganar la guerra al terrorismo. Sus esfuerzos se dirigían especialmente a mantener la presión sobre Bush y en parte pretendían vencer la oposición a la guerra dentro y fuera del gobierno. El 20 de setiembre un grupo de destacados neoconservadores y sus aliados publicaron otra carta abierta en la que le decían al Presidente que “aunque las pruebas no relacionen directamente a Irak con el ataque (del 11S), cualquier estrategia destinada a la erradicación del terrorismo y de los que lo apoyan debe incluir un esfuerzo firme para desbancar a Saddam Hussein del poder en Irak”. La carta también le recordaba a Bush que “Israel ha sido y sigue siendo el más firme aliado de los EE. UU. contra el terrorismo internacional”. En la edición del uno de octubre del Weekly Standard Robert Kagan y William Kristol pedían un cambio de régimen en Irak inmediatamente después de la derrota talibán. Ese mismo día, Charles Krauthammer exponía en el Washington Post que cuando hayamos acabado en Afganistán, Siria debería ser el siguiente, seguido por Irán e Irak. “La guerra contra el terrorismo”, argumentaba, “terminará en Bagdad”, cuando acabemos con “el régimen terrorista más peligroso del mundo”.

Estas salvas fueron el principio de una campaña de relaciones públicas implacable con el fin de ganar apoyos para invadir Irak. Una parte clave de esta campaña fue la manipulación de la información de inteligencia para que Saddam pareciese una amenaza inminente. Por ejemplo, Libby visitó la CIA varias veces para presionar a los analistas para que encontrasen pruebas que demostrasen la postura de la guerra y ayudó a preparar un informe detallado sobre la amenaza de Irak a principios de 2003 que llegó a Colin Powell que estaba preparando su infame informe sobre la amenaza iraquí ante el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas. Según Bob Woodward, Powell “estaba horrorizado ante lo que él consideraba ir demasiado lejos e hipérbole. Libby sólo sacaba las peores conclusiones de fragmentos e hilos de seda”. A pesar de que Powell descartó las afirmaciones más escandalosas de Libby, su exposición ante la ONU seguía plagada de errores como Powell reconoce ahora.

La campaña para manipular a los servicios de inteligencia también alcanzaba a dos organizaciones creadas después del 11S que informaban directamente al subsecretario de defensa Douglas Faith. El Grupo de Evaluación de la Política Contra el terrorismo debía buscar relaciones entre al Qaeda e Irak que la comunidad de inteligencia supuestamente no había visto. Los dos miembros clave fueron Wurmser, neoconservador de núcleo duro, y Michael Maloof, un libanés-norteamericano que tenía vínculos estrechos con Perle. La Oficina de Planes Especiales tenía la misión de encontrar pruebas que pudieran usarse para vender la guerra contra Irak. La dirigía Abram Shulsky, un neoconservador con antiguos lazos con Wolfowitz y en sus filas había expertos pro-Israel.

Como prácticamente todos los neoconservadores, Feith está muy comprometido con Israel. También tiene lazos antiguos con el Likud. En los años 90 escribió artículos apoyando los asentamientos y defendiendo que Israel debía mantener los territorios ocupados. Más importante aún, junto con Perle y Wurmser, en junio de 1996 escribió el famoso informe “Clean Break” para el primer ministro israelí entrante Benjamin Netanyahu. Entre otras cosas recomendaba a Netanyahu que se “centrase en eliminar a Saddam Hussein del poder en Irak –un objetivo israelí estratégicamente importante por derecho propio”. También decía que Israel debía dar los pasos necesarios para reordenar todo Oriente Medio. Netanyahu no puso en práctica sus consejos, pero Feith, Perle y Wurmser pronto abogaron porque la administración Bush persiguiese los mismos fines. La situación llevó al columnista de Ha’aretz Akiva Eldar a avisar de que Feith y Perle “están caminando sobre una línea fina que está entre su lealtad a los gobiernos estadounidenses … y los intereses israelíes”.

Wolfowitz está igualmente comprometido con Israel. Forwardk le describió una vez como “la voz pro-Israel más dura del gobierno” y le eligieron en 2002 como el primero de 50 personajes destacados que “se han dedicado conscientemente al activismo judío”. Aproximadamente en la misma época, JINSA otorgó a Wolfowitz su Premio Jackson a Servicios Distinguidos por promocionar una sociedad fuerte entre Israel y los EE. UU. y el Jerusalén Post describiéndolo como “devotamente pro-Israel” le nombró “Hombre del año” en 2003.

Finalmente unas pocas palabras sobre el apoyo pre-guerra de los neoconservadores a Ahmed Chalabi, el exiliado iraquí sin escrúpulos que dirigía el Congreso Nacional Iraquí (INC). Acogieron a Chalabi porque había trabajado en el establecimiento de vínculos estrechos entre grupos judío-norteamericanos y había proclamado que fomentaría las buenas relaciones con Israel cuando llegase al poder. Eso era precisamente lo que los pro-israelíes que proponían un cambio de régimen querían oír, así que apoyaron a Chalabi. El periodista Matthew Berger expuso el meollo del trato en el Jewish Journal: “El INC vio en la mejora de las relaciones un camino para explotar la influencia judía en Washington y en Jerusalén y para movilizar un mayor apoyo para su causa. Por su parte los grupos judíos vieron la oportunidad de pavimentar el camino para unas mejores relaciones entre Israel e Irak, si y cuando el INC se implique en sustituir el régimen de Saddam Hussein”.

Dada la devoción de los neoconservadores hacia Israel, su obsesión con Irak y su influencia en la administración Bush, no sorprende que muchos norteamericanos sospecharan que la guerra estaba diseñada para fomentar los intereses israelíes. Por ejemplo, Barry Jacobs del Comité Judío-Americano reconoció en marzo de 2005 que la creencia de que Israel y los neoconservadores conspiraban para conseguir que los EE. UU. entraran en guerra con Irak era “generalizada” en la comunidad de inteligencia estadounidense. Pero muy poca gente diría algo así en público, y la mayoría de los que lo hicieron – incluyendo al senador Ernest Hollings (Demócrata, Carolina del Sur) y el representante James Moran (Demócrata, Virginia) – fueron censurados por sacar el tema. Michael Kinsley lo expuso claramente a finales de 2002 cuando escribió que “la falta de discusión pública sobre el papel de Israel … es como el elefante en la habitación del refrán: todo el mundo lo ve, pero nadie lo menciona”. La razón para esta renuencia, observó, era el miedo a ser etiquetado como antisemita. Aun así, caben pocas dudas sobre que Israel y el Lobby fueron factores clave en la decisión de la guerra. Sin los esfuerzos del Lobby, los EE. UU. habrían estado más lejos de ir a la guerra en marzo de 2003.


Sueños de transformación regional

Se suponía que la guerra de Irak no iba a ser un cenagal costoso. Al contrario, se pretendía que fuese un primer paso de un plan más amplio para reordenar Oriente Medio. Esta ambiciosa estrategia fue un cambio dramático con respecto a la política previa de los EE. UU. y el Lobby e Israel dirigían de forma crítica las fuerzas de este cambio. Este punto quedó claro tras el comienzo de la guerra de Irak en una historia de portada del Wall Street Journal. El titular decía: “El sueño del Presidente: cambiar no sólo un régimen sino una región. Una zona democrática pro EE. UU. es una meta que tiene raíces israelíes y neoconservadoras”.

Las fuerzas pro-israelíes están interesadas desde hace mucho en conseguir que los EE. UU. se involucren más directamente en el ámbito militar en Oriente Medio para ayudar a proteger a Israel. Pero durante la guerra fría el éxito en este campo fue limitado porque los EE. UU. actuaban en la región como un “nivelador en la distancia”. La mayoría de las tropas estadounidenses destinadas en Oriente Medio, como las Tropas de Despliegue Rápido, se mantuvieron “más allá del horizonte” y donde no podían recibir daños. Washington mantuvo un equilibrio de poder favorable haciendo que los poderes locales se enfrontasen entre sí, por esto la administración Reagan apoyó a Saddam contra el Irán revolucionario durante la guerra Irán-Irak (1980-88).

Esta política cambió después de la primera Guerra del Golfo, cuando la administración Clinton adoptó la estrategia de “contención doble”. Esta estrategia consistía en apostar tropas estadounidenses en la región para contener tanto a Irán como a Irak, en lugar de usar a uno contra el otro. El padre de la contención doble no era otro que Martin Indyk, que expresó esta estrategia por primera vez en mayo de 1993 en el grupo de expertos pro-Israel WINEP y luego la mejoró como Director de Asuntos de Oriente Próximo y Sur Asiático en el Consejo de Seguridad Nacional.

A mediados de los 90 la insatisfacción con la contención doble era considerable porque hacía que los EE. UU. fuesen el enemigo mortal de dos países que también se odiaban entre sí y esto hacía que Washington debiera cargar con el peso de contenerlos a ambos. Como era de esperar, el Lobby trabajó activamente en el Congreso para salvar la contención doble. Presionado por el AIPAC y otras fuerzas pro-israelíes, Clinton endureció la política en la primavera de 1995 imponiendo un embargo económico a Irán. Pero el AIPAC y compañía querían más. El resultado fue el Acta sancionadora a Irán y Libia de 1996 que imponía sanciones a cualquier compañía extranjera que invirtiera más de 40 millones de dólares en el desarrollo de recursos petrolíferos en Irán o Libia. Como Ze’ev Schiff, el corresponsal militar de Ha’aretz, hizo notar en aquel momento, “Israel sólo es un elemento diminuto en el gran esquema, pero no debemos llegar a la conclusión de que no puede influir en este círculo(Beltway)”.

A finales de los 90, sin embargo, los neoconservadores argumentaron que la contención doble no era suficiente y que el cambio de régimen en Irak era ya esencial. Derrocando a Saddam y haciendo de Irak una democracia viva, decían, los EE. UU. desencadenarían un proceso de cambio de mayor alcance en todo Oriente Medio. Esta línea de pensamiento, por supuesto, era evidente en el estudio “Clean Break” que los neoconservadores habían escrito para Netanyahu. En 2002, cuando la invasión de Irak se había convertido en un tema que no se podía posponer, la transformación regional había pasado a ser un artículo de fe en círculos neoconservadores.

Charles Krauthammer describe este gran esquema como un invento de Natan Sharansky, el político israelí cuyos escritos han impresionado al presidente Bush. Pero Sahransky no era una voz solitaria en Israel. De hecho, israelíes de todo el espectro político creían que derrocar a Saddam alteraría Oriente Medio en beneficio de Israel. Aluf Benn informó en Ha’aretz (17 de febrero de 2003): “Oficiales superiores de las IDF y personas cercanas al primer ministro Ariel Sharon, como el consejero de seguridad nacional Ephraim Halevy, muestran un cuadro de color de rosa del maravilloso futuro que Israel puede esperar después de la guerra. Prevén un efecto dominó, con la caída de Saddam Hussein seguida por la de los otros enemigos de Israel … Con estos líderes desaparecerían también el terror y las armas de destrucción masiva”.

En resumen, los líderes israelíes, los neoconservadores y la administración Bush, todos veían en la guerra de Irak el primer paso de una ambiciosa campaña para rehacer Oriente Medio. Con el primer resplandor de victoria, volvieron la vista hacia los otros oponentes regionales de Israel.


Disparos sobre Siria

Los líderes israelíes no impulsaron a los EE. UU. a echar sus redes sobre Siria antes de marzo de 2003 porque estaban demasiado ocupados insistiendo en la guerra de Irak. Pero después de la caída de Bagdad a mediados de abril, Sharon y sus lugartenientes empezaron a presionar a Washington para que apuntase hacia Damasco. El 16 de abril, por ejemplo, Sharon y Shaul Mofaz, su ministro de defensa, concedieron entrevistas de primera plana a diferentes periódicos israelíes. Sharon en Yedioth Ahronoth, pedía a los EE. UU. que presionase “con fuerza” a Siria. Mofaz dijo a Ma’ariv que “Tenemos una larga lista de asuntos que pensamos pedir a los sirios y sería apropiado hacerlo a través de los EE. UU.”. El consejero de seguridad nacional de Sharon, Epharim Halevy, dijo ante el público del WINEP que ahora era importante para los EE. UU. ponerse duros con Siria y el Washington Post informó de que Israel estaba “avivando la campaña” contra Siria entregando a los servicios de inteligencia de los EE. UU. informes sobre las acciones del presidente sirio Bashar Assad. Importantes miembros del Lobby hicieron declaraciones similares tras la caída de Bagdad. Wolfowitz declaró que “debe haber un cambio de régimen en Siria” y Richard Perle le dijo a un periodista que “podemos entregar un mensaje breve, un mensaje de tres palabras (a los regímenes hostiles de Oriente Medio): ‘Sois los siguientes’”. A principios de abril el WINEP emitió un informe bipartidario en el que se afirmaba que Siria “no debería obviar el mensaje de que aquellos países que sigan el comportamiento temerario, irresponsable y desafiante de Saddam podrían acabar compartiendo su destino”. El 15 de abril Yossi Klein Halevi escribió un artículo en Los Angeles Times titulado “Lo siguiente: apretar las tuercas a Siria”, mientras que al día siguiente Zev Chafets escribía un artículo para el New York Daily News titulado “Siria, el amigo del terror, también necesita un cambio”. Tampoco hay que olvidar que Lawrence Kaplan escribió en New Republic el 21 de abril que el líder sirio Assad era una amenaza seria para los EE. UU.

De vuelta en el Capitolio, el congresista Eliot Engel, (Demócrata, Nueva York) volvió a introducir el Acta de Responsabilidad de Siria y Restauración de la Soberanía Libanesa el 12 de abril. Se amenaza con sanciones a Siria si no se retiraba de El Líbano, entregaba sus armas de destrucción masiva y dejaba de apoyar el terrorismo, también pedía a Siria y a El Líbano que diesen pasos concretos para hacer la paz con Israel. Esta legislación estaba fuertemente apoyada por el Lobby –especialmente por el AIPAC– y había sido “elaborada” según la Jewish Telegraph Agency, “por algunos de los mejores amigos de Israel en el Congreso”. Había permanecido en el olvido algún tiempo, sobre todo porque a la administración Bush no le entusiasmaba mucho, pero el acta anti-Siria fue aprobada por mayoría (398 contra 4 en la Cámara de Representantes; 89 contra 4 en el Senado) y Bush la firmó como ley el 12 de diciembre de 2003.

Pero la administración Bush seguía dividida sobre la conveniencia de apuntar sobre Siria en ese momento. A pesar de que los neoconservadores estaban deseando empezar la lucha con Damasco, la CIA y el Departamento de Estado se oponían. E incluso después de que Bush firmase la nueva ley remarcó que iría despacio en su cumplimiento.

La ambivalencia de Bush es comprensible. Primero, el gobierno sirio había entregado a los EE. UU. importante información sobre al Qaeda desde el 11S y también había avisado a Washington sobre un ataque terrorista en el Golfo. Siria también había dado a interrogadores de la CIA acceso a Mohammed Zammar, la persona que supuestamente había reclutado a los secuestradores del 11S. Tener al régimen de Assad en el punto de mira podría poner en peligro esas conexiones tan valiosas y, por lo tanto, minar la guerra contra el terrorismo.

Segundo, Siria no tenía malas relaciones con Washington antes de la guerra de Irak (por ejemplo, incluso había votado a favor de la resolución 1441 de Naciones Unidas) y no era una amenaza para los EE. UU. Hacerle el juego duro a Siria podría hacer que los EE. UU. pareciesen un matón con un apetito insaciable por pegar a los estados árabes. Finalmente, poner a Siria en la lista negra de los EE. UU. daría a Damasco un buen incentivo para crear problemas en Irak. Aunque se quisiera presionar a Siria, sería buena idea acabar primero el trabajo en Irak.

Pero el Congreso seguía insistiendo en apretarle las tuercas a Damasco, en gran parte como respuesta a la presión de funcionarios israelíes y grupos pro-Israel como el AIPAC. Si el Lobby no existiese, no habría Acta de Responsabilidad Siria y la política estadounidense hacia Damasco estaría más en consonancia con los intereses nacionales de los EE. UU.


Poner la red sobre Irán

Los israelíes tienden a describir cada amenaza con los términos más fuertes, pero Irán es visto abiertamente como su enemigo más peligroso porque es el adversario con más probabilidades de conseguir armas nucleares. Prácticamente todos los israelíes miran a un país islámico de Oriente Medio con armas nucleares como una amenaza existencial. Como señaló el ministro de defensa israelí Ben-Eliezer un mes antes de la guerra de Irak: “Irak es un problema …. Pero debemos entender, si me lo preguntan, que Irán es hoy en día más peligroso que Irak”.

Sharon comenzó a presionar públicamente a los EE. UU. para que se enfrentase con Irán en noviembre de 2002 en una entrevista en The Times (Londres). Describía Irán como “el centro del mundo del terror”, con capacidad para hacerse con armas nucleares, declaró que la administración Bush debía actuar de forma represiva contra Irán “el día después” de haber conquistado Irak. A finales de abril de 2003, Ha’aretz informaba de que el embajador israelí en Washington solicitaba un cambio de régimen en Irán. El derrocamiento de Saddam, señalaba, “no era suficiente”. Según sus propias palabras, los EE. UU. “deben seguir adelante. Todavía hay amenazas de esa magnitud provenientes de Siria, provenientes de Irán”.

Los neoconservadores tampoco perdieron el tiempo a la hora de pedir un cambio de régimen en Teherán. El seis de mayo, la AEI copatrocinaba una conferencia intensiva sobre Irán con la Fundación para la Defensa de las Democracias, pro-Israel, y el Instituto Hudson. Los oradores defendían todos ardientemente a Israel y muchos de ellos apelaron a los EE. UU. para que substituyesen el régimen iraní por una democracia. Como siempre, hubo un montón de artículos escritos por destacados neoconservadores abogando por el ataque a Irán. Por ejemplo, William Kristol escribió en el Weekly Standard el 12 de mayo que “La liberación de Irak era la primera gran batalla por el futuro de Oriente Medio … pero la siguiente gran batalla – esperamos que no sea militar – será la de Irán”.

La administración Bush respondió a la presión del Lobby trabajando horas extras para clausurar el programa nuclear iraní. Pero Washington ha tenido poco éxito y parece que Irán está decidido a conseguir un arsenal nuclear. Como resultado, el Lobby ha intensificado su presión sobre el gobierno de los EE. UU. usando todas las estrategias de su manual. Editoriales y artículos advierten ahora de los inminentes peligros de un Irán nuclear, prudencia ante un apaciguamiento de un régimen “terrorista” y hacen referencias enigmáticas a acciones preventivas en caso de que falle la diplomacia. El Lobby también está presionando en el congreso para que apruebe el Acta de Apoyo a la Libertad de Irán, la cual ampliaría las sanciones existentes sobre Irán. Miembros del gobierno israelí también avisan de que podrían emprender acciones preventivas en caso de que Irán continúe por el camino nuclear, comentarios que en parte pretenden mantener a Washington concentrado en este tema.

Alguien podría decir que Israel y el Lobby no han tenido mucha influencia en la política estadounidense con respecto a Irán ya que los EE. UU. tienen sus propios motivos para impedir que Irán se haga con armas nucleares. En parte es cierto, pero las ambiciones nucleares de Irán no amenazan la existencia de los EE. UU. Si Washington pudo vivir con una Unión Soviética con armas nucleares, con una China nuclear e incluso con una Corea del Norte nuclear, entonces puede vivir con un Irán con armas nucleares. Por eso el Lobby debe mantener una presión constante sobre los políticos estadounidenses para que se enfrenten a Teherán. Irán y los EE. UU. no serían aliados si el Lobby no existiera, pero la política norteamericana sería más moderada y la guerra preventiva no sería una opción seria.


Resumen

No sorprende que Israel y sus partidarios norteamericanos quieran que los EE. UU. manejen todas las amenazas contra la seguridad israelí. Si sus esfuerzos por moldear la política estadounidense tienen éxito, entonces los enemigos de Israel quedan debilitados o derrocados, Israel recibe carta blanca con los palestinos y los EE. UU. se llevan la mayor parte de la lucha, la muerte, la reconstrucción y el gasto.


CONCLUSIÓN

¿Puede restringirse el poder del Lobby? Nos gustaría pensar que sí dada la debacle iraquí, la necesidad obvia de reconstruir la imagen de los EE. UU. en el mundo árabe e islámico y las recientes revelaciones sobre funcionarios del AIPAC que pasaban secretos gubernamentales estadounidenses a Israel. También podríamos pensar que la muerte de Arafat y la elección de Abu Mazen, más moderado, llevaría a Washington a insistir vigorosa e imparcialmente en un acuerdo de paz. En resumen, hay razones sobradas para que los líderes estadounidenses se distancien del Lobby y adopten una política referente a Oriente Medio más coherente con unos intereses norteamericanos más amplios. Concretamente, si los EE. UU. usasen su poder para lograr una paz justa entre Israel y los palestinos eso ayudaría a avanzar en las metas de luchar contra los extremismos y a promover la democracia en Oriente Medio.

Pero eso no va a suceder en un corto espacio de tiempo. El AIPAC y sus aliados (incluidos los Sionistas Cristianos) no tienen oponentes serios en el mundo de los lobbies. Saben que hoy en día es más difícil defender la postura de Israel y responden ampliando sus actividades y su personal. Aun más, los políticos estadounidenses siguen siendo extremadamente sensibles a las contribuciones de campaña y a otras formas de presión política y los grandes medios parece que van a seguir siendo comprensivos con Israel sin importar lo que haga.

Esta situación es profundamente preocupante porque la influencia del Lobby causa problemas en varios frentes. Aumenta el peligro de terrorismo al que se enfrentan todos los estados –incluidos los aliados europeos de los EE. UU. Al impedir que los líderes estadounidenses presionen a Israel para que haga la paz, el Lobby también ha hecho imposible que termine el conflicto palestino-israelí. Esta situación da a los extremistas una poderosa herramienta de reclutamiento, aumenta el fondo de terroristas potenciales y simpatizantes y contribuye al radicalismo islámico en todo el mundo.

Aún más, la campaña del Lobby por un cambio de régimen en Irán y Siria podría llevar a los EE. UU. a atacar a esos países con efectos potencialmente desastrosos. No necesitamos otro Irak. Como mínimo, la hostilidad del Lobby contra esos países hace especialmente difícil para Washington reclutarles en contra de al Qaeda y la insurgencia iraquí donde su ayuda es muy necesaria.

También hay una dimensión moral. Gracias al Lobby, los EE. UU. se han convertido en el “consentidor” de facto de la expansión israelí en los territorios ocupados, convirtiéndose en cómplice de los crímenes perpetrados contra los palestinos. Esta situación hace perder valor a los esfuerzos estadounidenses por promover la democracia fuera de sus fronteras y hace que parezcan hipócritas cuando presionan a otros países para que respeten los derechos humanos. Los esfuerzos norteamericanos para limitar la proliferación nuclear también parecen igualmente hipócritas dada su buena voluntad para aceptar el arsenal nuclear de Israel, lo que fomenta que Irán y otros quieran tener capacidades similares.

Además, la campaña del Lobby para aplastar el debate sobre Israel es poco saludable para la democracia. Silenciar a los escépticos organizando listas negras y boicots –o sugiriendo que los críticos son antisemitas– viola el principio de debate abierto sobre el que se basa la democracia. La incapacidad del Congreso de los EE. UU. para llevar a cabo un auténtico debate sobre estos asuntos vitales paraliza todo el proceso de deliberación democrática. Los partidarios de Israel deben ser libres de exponer sus premisas y de desafiar a los que no están de acuerdo, pero los esfuerzos por suprimir el debate por medio de la intimidación debe ser condenado rotundamente por aquellos que creen en el discurso libre y en la discusión abierta de asuntos públicos importantes.

Finalmente, la influencia del Lobby ha sido mala para Israel. Su capacidad para persuadir a Washington de que apoye un programa expansionista ha impedido que Israel aproveche oportunidades – incluido un tratado de paz con Siria y una puesta en práctica rápida y completa de los acuerdos de Oslo – que podrían haber salvado vidas israelíes y disminuido las filas de los extremistas palestinos. Negar a los palestinos sus derechos políticos legítimos desde luego no ha hecho que Israel esté más seguro y la larga campaña para matar o marginar una generación de líderes palestinos ha subido al poder a grupos extremistas como Hamás y ha reducido el número de líderes palestinos dispuestos a aceptar un acuerdo justo y que serían capaces de llevarlo a cabo. Este rumbo acerca el terrible fantasma de Israel ocupando un día el estatus de paria reservado en su momento para estados apartheid como Sudáfrica. Irónicamente, a Israel le iría probablemente mejor si el Lobby fuese menos poderoso y la política estadounidense más imparcial.

Pero queda un rayo de esperanza. Aunque el Lobby sigue siendo una fuerza poderosa, los efectos adversos de su influencia son cada vez más difíciles de esconder. Los estados poderosos pueden mantener una política errónea durante algún tiempo, pero la realidad no puede ignorarse eternamente. Así pues, lo que se necesita es una discusión sincera sobre la influencia del Lobby y un debate más abierto sobre los intereses de los EE. UU. en esta región vital. El bienestar de Israel es uno de esos intereses, pero no su ocupación continuada de la Orilla Oeste ni su amplio programa para la región. El debate abierto dejaría al descubierto los límites de la postura moral y estratégica del apoyo desigual de los EE. UU. y podría llevar a este país a una posición más coherente con sus propios intereses nacionales junto con los intereses de otros estados de la región y también con los intereses a largo plazo de Israel.

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