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sábado, 29 de septiembre de 2012
El atentado suicida: la negación sí
El atentado suicida: la negación sí
El asalto final a las cuevas de Tora Bora se ha dejado en manos de los musulmanes; los cristianos de EEUU bombardean desde el aire y su misión en tierra consiste -dice Rumsfeld- "en coordinar los ataques sin implicarse directamente en los combates".
Estamos acostumbrados a explotar, utilizar e instrumentalizar el cuerpo de los otros; estamos acostumbrados a lanzar cuerpos ajenos, cargados de munición, contra nuestros enemigos. Eso es lo cristiano: no jugarse jamás el propio pellejo
Nuestro estupor ante los atentados suicidas, esa combinación de escándalo y desasosiego que nos invade ante el palestino de Hamás que se desbarata en medio de la gente, ¿a qué se debe? ¿Dónde nos toca? ¿Por qué nos perturba de esa manera? Nada puede tener que ver, desde luego, con el número de muertos que provocan ni con el hecho de que se trate tantas veces de víctimas civiles ("civil" es una categoría política, "inocente" una categoría moral; no deberíamos nunca mezclarlas; y que sumemos la "inocencia" a la "condición civil" de las víctimas, para agravar la culpa de los responsables, sólo indica hasta qué punto las categorías políticas se han vuelto en nuestros días completamente irrelevantes). No puede ser -digo- una cuestión de sensibilidad. Después de todo, nosotros somos especialistas en producir víctimas: hemos matado más y mejor, durante más tiempo, a mayor escala, con medios más sofisticados y eficaces que cualquier otra cultura de la tierra; hemos triturado, escaldado, escabechado y pulverizado a unos sesenta millones de personas en los últimos cincuenta años.
No es eso, pues, lo que nos perturba. Lo que nos perturba es más bien el uso que los "terroristas" hacen de su propio cuerpo. El gesto de utilizarlo en público, contra el público, ofende profundamente el modo en que se nos ha enseñado a tratar nuestros cuerpos y ofende también nuestro concepto antropológico de la muerte. La muerte la hemos vivido siempre como la irrupción desestabilizadora de lo individual en lo social, la ruptura privada de un consenso, el aislamiento brutal que tratamos de reasimilar mediante palabras y ceremonias socialmente convenidas. El suicidio es sólo el caso extremo. Un hombre que se mata es un hombre que deja un mensaje; cuya muerte es el borroso mensaje de una intimidad irreductible; la afirmación "no" de un hombre que se apea de todos sus compromisos -y que revela así, en un relámpago, la dimensión impolítica, ineducada, metafísica del hombre. Todo eso nos asusta, pero lo comprendemos. Lo que no podemos comprender, lo que nos escandaliza en lo más hondo es el ademán de un hombre que inscribe su propia muerte en la continuidad de la vida, que se desprecia hasta el punto de apreciar más un destino colectivo, que muere con la mirada puesta -no en su alma, no- en el mundo común del que su gesto le excluye para siempre. Es decir: lo que estamos incapacitados para aceptar -hoy más que nunca, habiendo casi perdido por completo el sentido de ambas nociones- es la relación entre la muerte y la política.
Hay que decir la verdad: los musulmanes se suicidan poco. Los musulmanes se suicidan mucho menos que los cristianos. Así lo registran las estadísticas de la Organización Mundial de la Salud. En Francia, donde la gente se suicida muchísimo, el índice es de 19 suicidas por cada cien mil habitantes. En Alemania, de 15; en Canadá de 13; en Estados Unidos de 12. España se mantiene en niveles "occidentales", un poco por encima de Inglaterra (8). Por contra, en Irán el porcentaje desciende a un inaprehensible 0,2, ligeramente más alto, sin embargo, que el de Egipto o Siria, donde el suicidio es casi inexistente (0,1). Los dos países musulmanes con mayor índice de suicidios, Kuwait y Bahrain, emiratos del Golfo corrompidos por el petróleo, se sitúan muy por delante de los otros, con un 2,2 y un 3 respectivamente, pero muy lejos, en cualquier caso, de nuestros registros occidentales. (Incluso los judíos de Israel se suicidan mucho más, casi tanto como los cristianos: 7 de cada 100.000).
Los musulmanes se matan también muy poco entre sí. Se matan mucho menos que los cristianos. Todos los años, por ejemplo, mueren en EEUU 30.000 personas por arma de fuego, balance superior al de un año de guerra en los Balcanes. En Suecia, país europeo con los índices más altos, el número de homicidios alcanza un 10,3 (por cada 100.000 habitantes). En Canadá, Francia, Alemania, las cifras oscilan entre un 10 y un 7. En América Latina, la zona más violenta del planeta, se elevan hasta un 30,7. ¿Y los musulmanes? Jordania, con los porcentajes más altos, apenas si supera el 1 (1,053). Marruecos, por ejemplo, registra 0,877 homicidios al año (siempre por cada 100.000 habitantes); Turquía 0,520; Iraq 0,149; Egipto 0,037; Siria 0,017. (Los judíos de Israel, por su parte, asesinan también copiosamente, al mismo nivel que los cristianos, 6,278, muy por encima, por cierto, de los buenos cristianos españoles -sólo un 2,2-, influenciados tal vez por los siete siglos de presencia islámica en la península).
¿Habrá alguna relación entre estos datos estadísticos y la inclinación, más o menos acentuada, al atentado suicida? Juguemos a musulmanes y cristianos, como los medios de comunicación, y elucubremos sobre las tendencias necrófilas internas a cada cultura.
¿Por qué se suicidan tan poco los musulmanes? Porque son muy obedientes.
¿Por qué se suicidan tanto los cristianos? Porque están desesperados.
¿Por qué no se suicidan los musulmanes? Porque se lo prohíbe su religión. Se dirá que también a los cristianos se lo prohíbe la suya. Se dirá quizás que los que se suicidan no son verdaderos cristianos.
Jugando a musulmanes y cristianos
Pero si jugamos a "musulmanes" y "cristianos" esta explicación no vale. Habrá que buscar una diferencia esencial, inscrita en el corazón teológico de ambas religiones. Veamos. Allah es un dios que se ocupa de su gente, que ha descendido del cielo para regular las relaciones entre los hombres; un dios que obliga a sus fieles, además, a cuidar esas relaciones -y a reconocerse subjetivamente en ellas. Este compromiso de Dios con la colectividad incuba en el Islam el embrión (entre otros muchos huevos virtuales, mejores o peores) de un totalitarismo social que, muy justamente, irritaba a Montesquieu. El Dios cristiano, en cambio, atrae a los hombres hacia el cielo, uno por uno, frente a frente, y de este tête-à-tête, que cubre y configura al mismo tiempo los límites de la conciencia, nace el individuo como problema: eso que Kierkegaard llamaba "angustia" (la voluntad de ser y no ser al mismo tiempo) y Hegel "conciencia desdichada". Este compromiso unilateral de Dios con cada hombre, a espaldas del mundo común y compartido, abriga la presencia (más o menos reprimida a lo largo de la historia) de un nihilismo social que, también muy justamente, indignaba a Maquiavelo. Los musulmanes -digamos- no se suicidan porque tanto su vida como su muerte atañen a todo el mundo. Que los cristianos, por su parte, se suiciden contra la prohibición del mismo Dios que los ha constituido en la angustia, determina que se suiciden tanto como los antiguos romanos, pero sin la serenidad de Petronio, Cicerón o Séneca.
Es una cuestión de lógica cultural. Los bajos índices de suicidio (y de asesinato) en el mundo musulmán son directamente proporcionales a la inclinación de los palestinos a matarse a sí mismos para matar a civiles israelíes. Y al contrario: la manía de suicidarse (y de asesinarse) de los cristianos (y judíos) es directamente proporcional a la inclinación de los estadounidenses (e israelíes) a matar niños afganos (o palestinos) sin exponer la propia vida.
¿Por qué no se suicidan los musulmanes? Porque no tienen miedo de la muerte. ¿Por qué matan matando? Porque no tienen miedo de la muerte. ¿Por qué se suicidan los cristianos? Porque tienen miedo de la muerte. ¿Por qué matan desde el aire los cristianos? Porque tienen miedo de la muerte. El cristianísimo teniente Mike -pongamos por caso- despega de Florida con su B-52, vuela a Afganistán, mata a Nourali (10 años), Janaan (8), Salamo (6), Twayir (4) y Palwasha (2) y regresa indemne a tiempo de comerse una hamburguesa y llevar a ver Bambi a su sobrina. El teniente Mike es un hombre asustado. El teniente Mike es un hombre que tiene miedo de morir. El teniente Mike es un cobarde.
(Y si algún día llega a metérsele en la conciencia, como una astilla, todo el horror de lo que ha hecho, no tratará de reparar el mundo que ha dañado: cristiano como es, se pegará un tiro en la boca para no seguir angustiado).
¿Qué es mejor, más sano, más razonable, más educado? ¿Tener miedo o no tener miedo de la muerte? Eso, me parece, ya no depende de ser cristiano o musulmán sino de tener decencia en una sociedad mínimamente decente. Es bueno tener miedo de la muerte si eso se traduce, correspondientemente, en tener miedo de matar. Es bueno no tener miedo de la muerte si eso se traduce, correspondientemente, en dar la propia vida para que vivan los demás. Lo bueno -digamos- es no tener miedo de morir y tener miedo, en cambio, de matar.
No hay mucha decencia en nuestro mundo. La paradoja de Chen-Ti, viejo filósofo chino, se ha convertido en el lema contemporáneo de la Cristiandad: "no sacrificaré ni un solo cabello de mi cabeza aunque de ello dependa la salvación del universo". El occidente cristiano está lleno de tenientes Mike, muertos de miedo, dispuestos a defender egoístamente su pellejo incluso a costa de que la ola se los lleve también a ellos por delante. "Nunca me moriré, aunque ello me cueste la vida". Es decir, los cristianos nunca nos mataríamos para matar a otros porque nunca nos mataríamos tampoco para salvar a otros.
La cultura cristiana -lo sabemos- se nutre de dos tradiciones convergentes. Una es la griega. Los héroes griegos, hasta donde yo sé, se suicidaban muy poco. Una excepción la constituye el valeroso Ayax, que combatió con Héctor en pie de igualdad y defendió de cien enemigos el cadáver de Patroclo. Como se recordará, agraviado por la concesión de las armas del difunto Aquiles a Odiseo, Ayax decide atacar a sus propios compatriotas y, cegado por Atenea, arremete espada en mano contra un rebaño de ovejas. Con la mente nublada por el divino ardid, las mata a todas, salvo a dos, a las que toma por Odiseo y Agamenón; a éstas las tortura, las despelleja y sacia su rabia, ridículamente, entre vellones de lana y balidos de dolor. Cuando recobra la lucidez y se percata de lo que ha hecho, Ayax no puede soportar la vergüenza, clava la espada en tierra y se arroja sobre su punta, quitándose de este modo la vida. Este es el modelo de "suicidio" occidental: si se ha perdido la fortuna, la casa, el honor, los hijos, ya no se tiene nada que perder. Algunas personas sensibles a los sufrimientos de los palestinos invocan de algún modo esta figura para explicar los atentados suicidas: hombres que se limitan a responder mecánicamente a una acumulación de restas restándose también a sí mismos. Pero quizás eso es no entender la dimensión positiva, "maquiavélica", profundamente política, de los kamikazes palestinos. Si el acto soberano del suicida occidental es una afirmación "no", el gesto claudicante del suicida palestino es una negación "sí".
Pero bebemos también de otra tradición: la hebrea. De entre todos los héroes de la Biblia, hay uno que hemos admirado los niños cristianos y judíos por igual, un guerrero cuyas gestas quintaesencian el amor a la patria y el espíritu de abnegación, junto al triunfo de la voluntad en la derrota: Sansón, patrono de los kamikazes (Jueces 12, 13-16). A Sansón a veces le "invade el espíritu de Dios" y entonces mata a alguien; desciende sobre él la gracia de Yahvé y todo a su alrededor se baña de sangre; hasta el punto de que es ése el eufemismo formulario que utiliza el narrador a fin de preparar -y legitimar- cada nueva matanza. "Le invadió el espíritu de Dios" y ya sabemos que después hay que ponerse a contar las muertos. El catálogo de las hazañas de Sansón es ejemplar: asesina a treinta filisteos para despojarles de sus vestimentas y poder pagar así una deuda; caza y prende fuego a 300 zorras para devastar la viñas y los olivos de sus enemigos; con una quijada fresca, siempre "poseído por el espíritu de Dios", mata a mil más. Cuando es finalmente capturado y cegado (tras el episodio de la peluquera Dalila), es llevado a la gran fiesta en palacio y atado entre dos columnas. "La casa estaba llena de hombres y mujeres. Estaban dentro todos los tiranos de los filisteos y, en el terrado, unos tres mil hombres y mujeres contemplando los juegos de Sansón". Sansón entonces invoca a Dios ("Señor Yahvé, dígnate acordarte de mí, hazme fuerte nada más que esta vez, oh Dios, para que de un golpe me vengue de los filisteos por mis dos ojos") y derriba las columnas gritando: "¡Muera yo con los filisteos!". La casa, como se recordará, se derrumba sobre la gente allí reunida, matando a todo el mundo. Esta otra tradición, que es también nuestra, que es sobre todo judía, que los sionistas citaron tantas veces en su particular guerra de "liberación", ¿no debería permitirnos entender mejor al suicida de Hamás?
Si uno ha perdido la fortuna, la casa, el honor, los hijos, ya no tiene nada que perder. Si a uno le han matado a los hijos, le han robado la fortuna y le han volado la casa, aún se tiene algo que ganar; lo dice el relato de Sansón: "los muertos que mató al morir fueron más que los que había matado en su vida". Su muerte fue, pues, su mejor arma. Un musulmán debe aceptar todo el sufrimiento que le venga de Allah; pero Allah le obliga a no aceptar los sufrimientos injustos que le vengan de los hombres. En condiciones de desigualdad de fuerzas, ¿qué se puede hacer? Es una cuestión de medios. Si a uno le han privado de su casa, de su agua, de su tierra y de sus hijos, si no tiene ni misiles ni ejércitos, aún le queda... su cuerpo. No es difícil de entender. ¿Acaso no es éste el principio de la huelga? Locke decía que el cuerpo era "la medida de toda propiedad privada", la última propiedad del que ha sido despojado de todo lo demás; y Marx nos recordaba que, aquél que ya es sólo dueño de su pellejo, no tiene más remedio que llevarlo a que se lo tundan al mercado. El huelguista desesperado retira su cuerpo de la relación injusta que lo nutre, exponiéndose a morir de hambre, para transformar las relaciones de producción, para intervenir en las condiciones sociales de su supervivencia. La huelga es un suicidio militante, un suicidio volcado sobre el mundo, una negación que dice "sí" al futuro del hombre y de las cosas. Eso es lo que pasa con el kamikaze: el cuerpo no es aquí, una vez que se ha perdido todo, el último obstáculo a remover, el resto del que hay que deshacerse. Es un instrumento, un arma, una herramienta positiva de intervención en el mundo. Los kamikazes, al retirarse violentamente de él, se siguen ocupando del mundo. Por eso en realidad los islamistas de Hamás no consideran "suicidio" el atentado del kamikaze. Esta es su interpretación. Dios prohibe en El Corán dañar el propio cuerpo pero obliga a ayudar a la propia sociedad. Prohibe el alcohol, el ascetismo y el suicidio y prescribe la limosna, la hisba y la justicia social. Los kamikazes palestinos son fedayin o shuhadá, hombres abnegados y generosos que no quieren simplemente matarse, que no quieren librarse de ninguna angustia interior, que no combaten ninguna "conciencia desdichada": quieren cambiar las cosas de las que ya no gozarán, liberar para sus hijos la tierra que ya no pisarán. Se trata, pues, de hombres altruistas que utilizan la única arma que poseen para ayudar -o al menos eso creen- a la gente que aman. Y por eso Dios, que se ocupa de su gente, les recompensa con el paraíso.
El asalto final a las cuevas de Tora Bora se ha dejado en manos de los musulmanes; los cristianos de EEUU bombardean desde el aire y su misión en tierra consiste -dice Rumsfeld- "en coordinar los ataques sin implicarse directamente en los combates". Estamos acostumbrados a explotar, utilizar e instrumentalizar el cuerpo de los otros; estamos acostumbrados a lanzar cuerpos ajenos, cargados de munición, contra nuestros enemigos. Eso es lo cristiano: no jugarse jamás el propio pellejo. Y eso es lo que resulta perturbador y escandaloso a los ojos de estos cristianos que consideran su propio cuerpo un fin en sí mismo, una mercancía sagrada, aislada, autosuficiente, que no se puede relativizar: que los musulmanes lo traten como un medio, como un instrumento, como un procedimiento de intervención. Pero que les den otros medios (B-52, bombas de racimo, misiles) y veremos si no se vuelven, a su vez, cristianos.
Porque, en efecto, lo de "musulmanes" y "cristianos" es sólo una broma de mal gusto. Los pobres se suicidan poco y matan con su cuerpo. Los ricos se suicidan más y matan con sus misiles teledirigidos. Es todo una cuestión de medios y condiciones. Ya hemos visto en los últimos cincuenta años a los judíos comportarse como arios. En sus mismas condiciones, ¿los cristianos no se comportarían como musulmanes? Pongamos a prueba la "guerra de civilizaciones" con un experimento académico: dejemos -por ejemplo- la cristianísima ciudad de Chicago sin luz ni agua ni alimentos, bombardeemos sus hospitales y sus estaciones de televisión veinticuatro horas al día, cortemos las piernas a sus niños y violemos a sus mujeres durante sólo diez años -tampoco hay que exagerar- y sentémonos a esperar qué pasa... Es así, me parece, como Ayax se convierte en Sansón. No conozco un procedimiento más eficaz -ni propaganda ni proselitismo ni buenos ejemplos- para que los hombres cambien rápidamente de religión. Quitadles todo menos sus cuerpos y aguardad.
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