El rompecabezas de Oriente Próximo
La mayor amenaza es ese engendro
escapado del medievo pero con tecnología del siglo XXI que llamamos Estado
Islámico. Pretende recuperar la pureza del mensaje del islam primitivo y se
alimenta del odio de los suníes contra los chiíes
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NICOLÁS AZNÁREZ
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Oriente Próximo ha sido un foco de inestabilidad
centrado durante muchos años en el interminable conflicto israelí-palestino: la
pelea por la tierra y el enfrentamiento de dos monoteísmos excluyentes han
concentrado en muy pocos kilómetros cuadrados guerras, intifadas, refugiados,
terrorismo y mucho sufrimiento, y han hecho fracasar a no menos de 58 planes de
paz por miedo a hacer concesiones, por divisiones internas de unos y otros, y,
en definitiva, por falta de voluntad real.
Pero últimamente la situación regional se ha
complicado con la desaparición de la URSS y el descontrol de los dictadores de
su órbita(Irak nunca hubiera invadido Kuwait con un Moscú vigilante); el
repliegue americano (strategic
restraint) y el vacío y las desconfianzas que
suscitan los efectos y frustraciones derivadas de laprimavera árabe, que
de sueño ha devenido en pesadilla; la autosuficiencia energética americana y su
menor dependencia del Golfo; la crisis del sistema territorial establecido por
los acuerdos Sykes-Picot en 1916 y el enfrentamiento entre suníes y chiíes, que
se extiende como un reguero de pólvora por toda la región. No hay quién de más.
El resultado son conflictos en Siria, Irak, Yemen y Libia mientras el Estado
nacional se hunde ante el empuje de movimientos milenaristas que quieren crear
un Califato que una a todos los musulmanes bajo una misma autoridad política y
religiosa.
Son conflictos vinculados entre sí: El Asad aguanta en
Damasco porque le apoyan Irán y Hezbolá (además de Rusia) y porque las demás
opciones parecen peores al haberse impuesto los islamistas radicales a la
oposición nacionalista laica; el odio entre chiíes y suníes permite en Irak el
crecimiento del Estado Islámico, mientras las diferencias religiosas entre
saudíes e iraníes les impiden aunar esfuerzos para atajarlo; Arabia Saudí e
Israel recelan del reciente pacto nuclear con Irán porque más que la bomba temen
su regreso a la geopolítica regional como gran potencia chií; los saudíes se
enredan en Yemen porque ven (interesadamente) en la revuelta de los Huthi la
larga mano de Irán; Israel se enroca —quizás comprensiblemente— ante la
inestabilidad que predomina en su entorno mientras afianza su ocupación de
Cisjordania, arriesgando así su futuro como Estado judío y democrático; Líbano
y Jordania se asfixian bajo cuatro millones de refugiados sirios que también
llegan a Turquía, Grecia e Italia; los kurdos aprovechan el desorden de Irak
para afianzar su autonomía; y en Egipto el regreso de los militares ha
frustrado las esperanzas democráticas de Tahrir mientras el ostracismo de los
Hermanos Musulmanes ha dejado a Hamás sin un aliado vital. Podría continuar, es
un puzzle donde todas las piezas están relacionadas pero no encajan.
Pero el problema más grave es la amenaza de ese
engendro escapado del medievo pero con tecnología del siglo XXI que llamamos
Estado Islámico o Daesh, que tiene una base suní inspirada en el
tradicionalismo wahabita y en el salafismo yihadista, que pretende recuperar la
pureza del mensaje del islam primitivo y que se alimenta del odio y de agravios
—reales o fingidos— de los suníes contra los chiíes. El Daesh controla un
territorio equivalente a la mitad de España, se financia con petróleo y ha
incendiado la región con al menos siete conflictos diferentes: exacerba los
problemas locales en Irak y Siria azuzando a los suníes contra los chiíes y por
eso recibe el apoyo de tantos suníes (Ramadi, Palmira); un conflicto regional
que involucra a Arabia Saudí e Irán, líderes de ambas facciones; un conflicto
internacional porque el Califa se titula líder temporal y espiritual de toda la
umma, la comunidad de los creyentes, desde Marruecos hasta Indonesia, sin
olvidar otros territorios que un día estuvieron islamizados como Al Andalus. Ya
ha puesto el pie en Libia desde donde se quiere extender a Túnez y Argelia
(atentados de Susa) y amenaza a la propia Europa con echar al mar a millares de
refugiados, mientras en Nigeria cuenta con la adhesión de Boko Haram. Es,
además, un conflicto a muerte entre fanáticos: los del Estado Islámico y los de
Al Qaeda; un conflicto ideológico entre creyentes y laicos (y entre moderados y
progresistas); y un conflicto religioso que opone a musulmanes con cristianos y
otras minorías. Es, finalmente, un conflicto entre el siglo VII y el siglo XXI:
teólogos del Daesh debaten sobre si los yazidíes (secta chií) son musulmanes o
infieles. En el primer caso habría que exterminarlos por blasfemos pero si son
infieles bastaría con reducirlos a la esclavitud, resucitada como práctica
cotidiana junto la crucifixión o las decapitaciones. También destruyen estatuas
con una furia iconoclasta propia de siglos pasados.
Enfrentarse a todos estos conflictos superpuestos,
esta amenaza global, es una tarea de titanes porque los maleantes proliferan y
no hay gendarmes. Excluido el envío de tropas, la estrategia debe centrarse en
debilitar al Estado Islámico más que en intentar destruirlo, cosa que no parece
posible a corto plazo (actualmente delega competencias para evitar ser
descabezado). Pero es imperativo evitar que se extienda y para ello debemos
apoyar a la resistencia laica en Siria, a los peshmergas kurdos en Irak, y la
formación de un gobierno de concordia en Libia; favorecer un gobierno más
inclusivo en Irak que no margine a los suníes; evitar que el Daesh venda
petróleo para financiarse, mientras azuzamos sus diferencias con Al Qaeda para
que nunca unan fuerzas; tenemos que dar la batalla en Internet y en las redes
sociales (que estamos perdiendo) para que no sigan reclutando combatientes; y,
finalmente, hay que fomentar la colaboración entre Arabia Saudí e Irán contra
el Estado Islámico, que es su enemigo común.
Pero las potencias regionales no colaboran: Egipto se
mira el ombligo, enfrascado en una feroz represión interna; Arabia Saudí está
enfangado en la guerra de Yemen mientras se afianza el nuevo monarca; Erdogan
se ha embarcado en una deriva autoritaria e islamizante que nada bueno augura;
Israel lleva 65 años sin conseguir normalizar las relaciones con sus vecinos,
en un monumental fracaso diplomático-político. La buena noticia estos días es
el acuerdo de Viena con Irán que aunque afirma que no cambiará sus políticas y
contará con más dinero, probablemente estemos exagerando su influencia. Un
acuerdo que puede ser precursor de otros desarrollos diplomáticos que quizás
permitan un realineamiento geopolítico regional a medio plazo que sustituya al
heredado de la descolonización y de la Guerra Fría, claramente obsoleto. Un
nuevo equilibrio basado en un progresivo juego de influencias entre Arabia
Saudí, Israel, Turquía, Irán y Egipto. Y esto es lo que algunos temen y quieren
hoy torpedear. Por eso a corto plazo continuará la inestabilidad y la
incertidumbre. Evitarlo exige una involucración más activa de la comunidad
internacional. La reciente negociación con Irán marca el camino a seguir. No es
fácil pero tampoco debiera ser imposible.
Jorge
Dezcallar es embajador de España.
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